Telón de fondo

1968 desde una experiencia personal

Estudiantes y trabajadores celebran en Francia una concentración el 29 de mayo de 1968. Fotografía de AFP

21/05/2018

Los sucesos de 1968, de los cuales se conmemora el cincuentenario, ocuparon la atención del mundo y marcaron con su huella a los jóvenes de entonces. Acontecimientos como los movimientos estudiantiles del mayo francés, el recrudecimiento de la Guerra de Vietnam y la represión desatada en México en las vísperas de los juegos olímpicos que allí se celebrarían, provocaron reacciones sobre cuya huella se han escrito importantes libros y han circulado testimonios de interés en diversas latitudes.

No fue un año más del almanaque que marcaba el inicio de la segunda mitad del siglo XX, sino un tramo temporal capaz de dejar conductas y símbolos susceptibles de influir en la vida de la posteridad. Como, sin que se tratara de un acto premeditado, me vi envuelto en una mínima parte de lo que entonces sucedió, se me ocurre que pueda tener interés la descripción de algunas peripecias particulares.

El recién graduado de 22 años que entonces se aventuraba en un mundo desconocido, o apenas imaginado, es ahora profesor jubilado de la universidad, autor de un lote de libros de historia de Venezuela y de asiduos artículos de opinión en la prensa caraqueña. Los que se interesen en este tipo de asuntos para ver si han servido de veras, o para entender la dirección de sus disparos, quizá topen con datos de interés en el relato que sigue.

Entre 1967 y 1969 cursé y terminé estudios de Doctorado en Historia en El Colegio de México, un centro de estudios superiores que recibía a un limitado grupo de alumnos del país y del resto de América Latina –fuimos apenas tres en el programa doctoral–, a quienes se seleccionaba solo para estudiar. Tenía una biblioteca extraordinaria, un cafetín hospitalario que impedía la dispersión de los cachorros y un cuidadoso seguimiento de las actividades de sus estudiantes, para invitarlos sin escapatoria a hacer su trabajo. Una costumbre inédita de disciplina, la familiaridad con una bibliografía inagotable, pero también la posibilidad de discutir los temas del día entre los miembros de lo que se volvió una parentela entrañable, se convirtió en la normalidad de quien hasta entonces solo la había encontrado en la improvisación. Sin embargo, lo esencial de la formación que allí recibí dependió de cómo nació la institución antes de que determinara el cambio de mi entendimiento del mundo.

El Colegio de México se fundó por órdenes del presidente Lázaro Cárdenas para recibir a los intelectuales republicanos que escapaban del falangismo español. Los dotó de instalaciones adecuadas, los cobijó en su seno y permitió que programaran el rumbo de los estudios en un ambiente democrático y tolerante. Sin la atadura de la Secretaría de Instrucción Pública, ya en 1967 la institución era productora fecunda de pensamiento y había formado tres generaciones de intelectuales. Venía yo de un origen ultramontano bajo la influencia de los padres jesuitas, tenaces propagandistas del franquismo y llenos de prevenciones contra todo lo que oliera a republicanismo, y ahora me encontraba en el centro del infierno de impíos que ellos llenaban de anatemas en el aula y en el púlpito. Un choque brutal, un inicio entre zarzas que poco a poco le dio paso a la verdad, es decir, a sentir cómo se me había timado con la amenaza de perder el alma si me entregaba a las seducciones de los rojos. No solo porque la conducta de los maestros era un imán por la apertura de su pensamiento y por las ganas que tenían de hablar como pares con sus estudiantes, sino especialmente porque tuve la suerte de encontrar dirección en el más destacado de ellos.

La coordinación de la emigración de los profesores españoles dependió en buena medida de José Gaos, quien era rector de la Universidad de Madrid cuando comenzó la guerra civil y manejó con los colegas mexicanos el trabajo de “transterramiento”. Había creado un seminario de historia de las ideas, hablaba de la existencia de filosofía latinoamericana y quería formar discípulos para trabajos de historia de las mentalidades en América Latina. Ofrecía sesiones de Historia de Nuestra Idea del Mundo en un auditorio abarrotado, pero prefería el trabajo de investigación con un grupo pequeño de estudiantes.

Fui uno de ellos, no solo como miembro de dos de sus seminarios sino también como su pupilo en la redacción de la tesis doctoral. Mi entendimiento del oficio de historiador, pero también de las cosas que pasaban frente a mi nariz, fue otro debido a las enseñanzas del maestro Gaos. Trabajar a solas con él durante una hora cada semana durante dos años, hizo que fuera lo que ahora soy como espectador de la vida y como profesional de la historia. Pero no se conformó con lo que opinaba de mi investigación, sino que, por si fuera poco, me puso en contacto con su discípulo estelar, el filósofo Leopoldo Zea, para que me introdujera con mayor pausa en el área del pensamiento latinoamericano. Se necesitaba ser idiota para no aprovechar el regalo.

Un provecho que salía de las clases para alimentarse del vínculo con el grupo de compañeros latinoamericanos que estudiaban allí. La necesidad de cuidarnos de los encierros de una sociedad poco dada entonces a los extranjeros y demasiado refocilada en el nacionalismo promovido por la revolución, nos convirtió en un equipo que se regocijaba en el intercambio de sensibilidades y de experiencias que en mi caso apenas había tratado en las páginas de unos pocos libros. De la biblioteca pasaba a un desfile de fiestas patrias, de folklores heterogéneos, de vulgaridades nacionales y crónicas de las sociedades a las cuales solo había acudido en la retórica hueca de la integración. Me hice entonces militante del latinoamericanismo, no en balde sentí en carne propia por primera vez lo que unía y lo que separaba a sus criaturas. Entre los más activos del grupo estaban los cubanos, dos o tres enviados a estudiar por su gobierno. Nos invitaban a tomas mojitos y nos llevaban a las fiestas de su Embajada. De sus salones salí con un retrato del Che y con los discursos de Fidel Castro, que guardé durante muchos años en lugar principal. Un sumiso estudiante de los jesuitas acompañado por los enemigos de la madre iglesia, sea por el amor de Dios.

Un conjunto de reacciones contra la guerra de Viet Nam, de cuyos horrores sabíamos cada vez más por las trasmisiones de televisión y por la vecindad con universitarios estadounidenses que venían a hacer tesis para sus grados, hizo que me naciera un fervor antiimperialista que jamás había formado parte de mis sentimientos. En El Colegio de México, que era un lugar alejado de algaradas como las que ya ocurrían en la UNAM y en otras casas de estudios, se realizaron asambleas contra la “sucia guerra” en las cuales debuté como repetidor de consignas. Llegué a recoger dinero en la avenida Álvaro Obregón para la hechura de carteles de propaganda y en alguna ocasión escribí un texto de dos cartillas que mereció los honores del multígrafo. En medio de tales fragores se me presentó el mayo francés.

Dos liceístas parisinos fueron a dar en nuestro departamento de la calle de Aguascalientes, convidados por uno de los compañeros de habitación. No solo desembuchaban sus peripecias. Nos mostraban unas imágenes de las manifestaciones contra el sistema y fragmentos de la literatura de los estudiantes de la Sorbona. Los invitamos a El Colegio para que contaran con detalle las magnéticas historias, sin saber que ya se había formado un equipo entusiasta de admiradores de la nueva epopeya en el Centro de Estudios Internacionales. Llegamos todos a una conclusión irrebatible, sin pensar que otro asunto más urgente y cercano cambiaría el rumbo de la vida en México: era imprescindible mirarse en el espejo de París, improvisar como aquellos sorprendentes luchadores tan contemporáneos, ensayar consignas provocadoras y hacer líderes de una aparente nada que señalaría el fin de los autoritarismos. Otra experiencia ajena se metía en el pellejo, cuando lo más cercano lo vino a desgarrar.

Sobre los hechos sanguinarios del régimen de Díaz Ordaz contra el movimiento estudiantil ha corrido mucha tinta. Ahora solo viene al caso contar que también se establecieron en territorio colegial, para que el grupo de posgraduandos los padeciera de cerca. Formamos brigadas para la organización de marchas coordinadas por los estudiantes de la UNAM, estuvimos en las asambleas del auditorio y nos sentimos conmovidos cuando, mientras más se animaban las protestas, la fachada de cristal de la institución fue despedazada por armas de fuego. El maestro Zea llamó entonces a los estudiantes latinoamericanos que tenía en sus cursos, una media docena, yo en el lote, para ordenar que no asistiéramos a marchas callejeras. No dio detalles, pero anunció que, según estimaba, el gobierno podía incrementar la represión.

La advertencia no impidió que asistiera a una marcha multitudinaria que desembocó en el Zócalo, ni que después cometiera una imprudencia que pudo salir cara. Ante la falta de noticias sobre lo que sucedía, especialmente porque desconocíamos el paradero de los compañeros mexicanos que habían salido a manifestar, fuimos cuatro amigos a Tlatelolco en su día fatídico –otro venezolano, un chileno y una cubana– sin imaginar lo que acababa de suceder. Desde la orilla de la plaza observamos con rapidez los primeros vestigios de la matanza y regresamos enmudecidos. Ninguno de los compañeros que buscábamos cayó en la lucha, pero dos fueron metidos en la cárcel. En breve El Colegio reanudó actividades y comenzó la fiesta olímpica, mientras una especie de parálisis y un hermetismo vivido en la biblioteca me hicieron compañía durante meses.

Ha pasado medio siglo de los sucesos de 1968 y seguramente poco aporto cuando los saco de una memoria que solo importa de veras a quien enciende su máquina. Mucho de lo que entonces pasó quedó relegado en los rincones de la carrera que inicié luego, o fue desechado con el paso del tiempo, pero sentí el deseo de hacer una ligera crónica de una etapa que influyó en mi oficio cuando una parte de la cultura occidental ensayaba nuevos rumbos. Tal vez pueda tener utilidad.


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