Una institucionalidad no tan chimba

Fotografía de Yuri Cortez | AFP

14/10/2023

Tal como puede verse, he resuelto recurrir a una palabra tomada del argot popular con el fin de buscarle un título más o menos apropiado a esta entrega. Al igual que en Ecuador o Colombia, y de acuerdo con el Diccionario de Americanismos de la Real Academia Española de la Lengua, la palabra “chimbo” se utiliza en Venezuela para denotar una cosa que se distingue por su mala calidad o, simplemente, por su pobre factura. 

Además, el timbre áspero que se desprende de semejante vocablo me permite darle curso en toda su redondez, o con toda facilidad, a una pregunta que podría verse formulada en estos términos: ¿Fue acaso la institucionalidad venezolana del pasado reciente una construcción tan chimba como suele pensarse (o, peor aún, decirse)?   

En todo caso, no pretendo incurrir en un ejercicio de candidez, ni que se interprete lo que quisiera dejar apuntado líneas más abajo como si me viera hablando con los pies despegados del suelo o, en suma, refiriéndome a un país inexistente, o que sólo anidara en mi imaginación. 

En realidad, pretendo hablar de Venezuela sobre la base de su experiencia histórica o, dicho de otra forma, en términos reales y concretos. Si me he propuesto hacerlo es, entre otras cosas, con el objeto de poner distancias ante lo que ha venido siendo el intento por darle una lectura ideologizada, o por politizar de modo interesado, lo actuado durante un pasado nada remoto, como lo fue la dinámica descrita por el país entre 1958 y 1998.

Lo cierto es que, durante esos cuarenta años, y con todas sus imperfecciones, desajustes, disonancias y disfuncionalidades (y hubo mucho de todo ello), Venezuela fue capaz de ir construyendo un tejido institucional, o generando respuestas de tipo institucional, más allá de lo que comúnmente hemos sido capaces de admitirlo. 

Además, lo interesante de este proceso es que algunos de sus aspectos antedatan al periodo en cuestión, lo cual habla de manera reveladora de las continuidades que fuimos capaces de sostener a lo largo del siglo XX, el cual califica, a mi juicio, como el mejor de los dos siglos y tanto que llevamos recorridos hasta ahora como república.  

Por tanto, voy a tratar de circunscribirme a tres órbitas con el fin de darle algún sustento a esta idea según la cual, a fin de cuentas, no llegamos a ser tan huérfanos a la hora de transitar los retos de la construcción institucional.   

 

Primera órbita:
La institucionalidad contralora

Nadie en su sano juicio podría dejar de admitir que la corrupción es la peor lacra que pueda afligir a una sociedad. Pero el fenómeno no es nuevo, ni mucho menos exclusivo de la democracia, ni tampoco de Venezuela. Que no sea nuevo lo demuestra el carácter venal de algunos de los cargos que llegaron a ejercerse cuando Venezuela era todavía Capitanía General; que no sea exclusivo de la democracia lo confirma el hecho de que también haga de las suyas en Arabia Saudita, y que no sea patrimonio exclusivo de los venezolanos lo refrenda que hasta Francia, Inglaterra, Noruega o los Estados Unidos hayan sido víctimas, en más de una oportunidad, de sonados casos de improbidad.

En este sentido, y en ello concuerdo totalmente con el historiador Manuel Caballero, una república no es virtuosa porque esté repleta de hombres probos; si fuere así, la cosa sería bastante fácil puesto que, a contramano de lo que sostuviera alguna vez James Madison, habría que dar por sentado que los hombres son capaces de comportarse como ángeles. 

En realidad, una república es virtuosa –al decir de Caballero– cuando la institucionalidad la protege incluso hasta de la circunstancia de que se vea manejada de pronto por una partida de simples asaltantes de camino. Dicho en otras palabras: que aun cuando éstos quisiesen entrarle a saco al tesoro, topan con el hecho de que no les está permitido hacerlo. 

Véase como se le quiera ver entonces, si cuantificar o tomarle el pulso a la corrupción resulta ser algo bastante complejo, una política fiscalizadora, concebida dentro de canales institucionales, es lo que al menos procura mantener a raya el flagelo. 

Esto es justamente lo que explica que, en el caso venezolano, la experiencia del manejo patrimonialista del poder por parte del Gomecismo, y el uso tan escandalosamente discrecional que se hiciera de la hacienda pública durante esa cuasi inacabable gestión, fue lo que condujo al régimen de Eleazar López Contreras a concebir el primer mecanismo moderno de control fiscal y colocarlo bajo la dirección de Gumersindo Torres en 1938.

Cabría insistir una vez más en esta idea. Si bien López Contreras no sería exactamente un demócrata en el sentido con que podría llegar a definirse este término en toda su plenitud, su gestión produjo los primeros dispositivos contralores para tratar de disminuir el alcance, o la incidencia, de conductas que pudieran calificar dentro de la órbita del peculado y la malversación.   

Obviamente, como tantas otras cosas que acabó desnaturalizando (muchas de las cuales eran producto, o bien de las políticas iniciadas por López en 1936, o resultado de las ampliaciones democráticas registradas más tarde entre 1945 y 1948), el régimen de las Juntas Militares que gobernó durante el decenio 1948-1958 se las arregló para que la Contraloría dejara de operar como ente de control y comenzase a actuar como simple cooperadora en la labor administrativa de dichas juntas. 

En otras palabras, de controlar prácticas que hubiesen podido verse tipificadas como ilícitos o daños al patrimonio público, la Contraloría pasaría a desempeñarse más bien, durante el interludio militar 48-58, como un organismo de carácter contable y, por tanto, llamado simplemente a manejar las cuentas de la administración. 

 Hablamos entonces de algo que no podía verse más alejado de los propósitos para los cuales la Contraloría fue concebida, institucionalmente hablando, en 1938. Incluso, si bien la responsabilidad de denunciar las irregularidades observadas en el manejo de fondos públicos quedaría consagrada como norma, esto apenas se traduciría, durante tal decenio, en el cumplimiento de una mera formalidad. Ello, por una razón que, no por sobradamente obvia, cabría dejar de mencionar. 

El caso es que, a partir del año 48, la Contraloría perdería totalmente el carácter autónomo previsto hasta entonces para ella en términos constitucionales, llevando a que la institución ante la cual rindiera cuentas no fuera otra que el propio Poder Ejecutivo. 

Así sea solo para resumir, y como se hace cargo de expresarlo un autor, la responsabilidad máxima de la Contraloría, cuál era la de examinar las actuaciones ilícitas por parte del funcionariado público, luciría tan descolorida como el hecho mismo de que el organismo contralor se viera reducido, a partir de entonces, a fungir como mero apéndice del régimen político-militar que alcanzaría a desplegar sus máximas discrecionalidades en materia administrativa a partir de la gestión de Marcos Pérez Jiménez (1953-1958).  

Para más, y por las razones que fuere, el juntismo gobernante prácticamente desactivó la Ley contra el Enriquecimiento Ilícito de los Funcionarios Públicos, la cual no sólo fue aprobada durante el gobierno provisional de Rómulo Betancourt sino que incorporaba la novedosa figura de la declaración jurada de bienes patrimoniales al darse la posesión de un cargo y, también, a la hora en que las funciones cesaran. Si bien la obligación no se extinguió totalmente, el régimen militar estímulo una desidia tal hacia esa práctica como hubo de demostrarlo el número cada vez más exiguo de declaraciones juradas a medida que avanzaba el decenio 48-58. 

Obviamente, nada de esto quiere decir que, de tanto en vez, dejaran de alzarse voces dentro del organismo contralor a la hora de denunciar irregularidades administrativas, lo cual hablaba de la disciplina y profesionalización alcanzada hasta entonces por sus cuadros técnicos. Pero ello fue más la excepción que la regla dentro del clima viscoso que fue construyendo un régimen de facto que, justamente por ser tal, creía verse eximido de cualquier tipo de control fiscal en materia de compras, adquisición de bienes o contratos de obras y servicios por parte de ministerios o institutos autónomos o, en general, respecto al gasto público.

Como si el empeño por mantenerse dentro de la opacidad no fuera suficiente (o, por mejor decir, como si el empeño por despojar a la Contraloría de todo control fiscal no hubiese llegado a sus límites), los regímenes del 48-58 se las ingeniaron también a la hora de atribuirle la centralización de las cuentas en materia de seguridad del Estado a otros organismos que actuarían amparados bajo un “régimen especial”. Esto, ni más ni menos, equivalía a sustraer de toda vigilancia (salvo la de tales organismos) los gastos en materia militar y policial (incluyendo la policía secreta, la cual operó como una auténtica cabeza de hidra durante ese periodo). 

Además, la temprana renuncia de Carlos Sosa Rodríguez, quien fuera designado directamente por los propios juntistas, no sólo hablaba del tipo de desavenencias que se veían planteadas entre el Contralor y la Junta Militar sino que contribuyó a facilitar un mayor sometimiento de la Contraloría a los dictámenes del Poder Ejecutivo. Por si fuera poco, la designación de su sucesor recayó en el miembro de una de las familias más estrechamente vinculadas a lo que, a la vuelta de pocos años, devendría en el régimen unipersonal de Pérez Jiménez. 

De hecho, el propio Pérez Jiménez se haría cargo no sólo de continuar transformando la Contraloría en un departamento contable sin mayor injerencia en labores de control fiscal, sino de convertirlo incluso en una simple caricatura. Ello es así puesto que el advenimiento de ese régimen entre 1953 y 1958 coincidiría con la implementación de un mecanismo francamente perverso hasta dentro del terreno de las irregularidades como lo fuera el llamado “presupuesto extraordinario”. 

De acuerdo con esta figura, y en vista del masivo incremento que experimentaran los ingresos fiscales a partir de mediados de la década de 1950, se tendría por norma elaborar una suerte de presupuesto paralelo que comprendería, en particular, las inversiones en obras públicas.

De tal modo, y aparte de verse eximida de toda aprobación, así fuera formal, por parte de un Congreso tan sumiso como el que produjeran los comicios de 1952, esta porción considerable del gasto público se tradujo en créditos adicionales aprobados en múltiples cuentas del Consejo de Ministros que pudieron haber sido, en gran cantidad de casos, simples pagos de comisiones disfrazadas de necesidades imprevistas. 

De manera que, para decirlo brevemente, la Contraloría no sólo vería minimizada su actuación hasta el punto de acabar transformada en un simple apéndice del Poder Ejecutivo, sino que se le haría prácticamente imposible controlar cualquier irregularidad que pudiera detectarse en el manejo de fondos públicos por parte de un régimen cuya naturaleza se distinguía no sólo por el hecho de desestimar cualquier plan serio de inversiones, sino por mostrar absoluto desdén hacia cualquier esfuerzo de fiscalización que pudiera coartar los actos írritos cometidos por sus integrantes o sus ávidos allegados.   

Sería, pues, tarea de los acuerdos de gobernabilidad alcanzados a partir de 1958 el darle nuevamente orden y funcionalidad a tal institución, comenzando por hacer que la Contraloría recuperase sus labores de control de todas las cuentas y operaciones de la administración pública ante lo que fuera el relajamiento que sufriera durante una etapa caracterizada por irregularidades de toda índole, sobreprecios millonarios y contratos públicos de dudosa factura.  

Un dato nada menor en este sentido sería que, al iniciarse la recuperación del ensayo democrático, el Contralor pasara a verse designado de nuevo por el Congreso Nacional, dejando de fungir en la práctica, tal como lo había sido durante el decenio 48-58, como funcionario designado directamente por el Ejecutivo. 

Pero otro dato, nada desdeñable, sería que, al superarse la represión política practicada a lo largo del decenio militar (y, especialmente, durante el régimen unipersonal de Pérez Jiménez), comenzara a sobresalir, a nivel de ese Congreso democrático, una oposición capaz de utilizar al Contralor como vehículo de presión a la hora de exigirle al gobierno el cumplimiento de normas fiscales. A partir, pues, de 1958, tales congresos actuarían como lo contrario a fórmulas exclusivistas y excluyentes, sin dejar de tener en cuenta la presencia de voces disidentes que habrían de pertenecer en algunos casos al propio partido de gobierno. 

Uno de los primeros empeños a la hora de darle nuevamente oxígeno a la Contraloría estaría puesto en que, al tiempo de que dejase de operar como una simple oficina de contabilidad, gozara también del reconocimiento mayoritario del país dentro de lo que significaba el proceso de recuperación institucional tras darse la caída de Pérez Jiménez. 

En este sentido, lo primero y más necesario era que la Contraloría recobrara su carácter autónomo, algo que le sería restituido por medio de la Constitución del 61, haciendo, como ya se ha dicho, que la designación de su titular recayese una vez más en el Congreso por tratarse de un órgano auxiliar suyo, tal como también había corrido expresado en la Constitución de 1947. 

Otro logro importante en términos institucionales, aparte de la modificación o actualización de una serie de instrumentos legales a objeto de darle mayor eficacia al ente contralor, fue que se procediera a intensificar la profesionalización de su personal a través de concursos de admisión y talleres de formación, tanto como mediante la adopción de mecanismos modernos de ascenso dentro de su estructura organizacional. Este esfuerzo incluiría la creación, en 1970, de la Escuela de Control Fiscal, cuyos resultados llegaron a medirse por la variedad y calidad de los cursos dictados, así como por el número de funcionarios de la Contraloría que participaron en ellos. 

Algo no menos importante, y que también contribuyó a elevar el rendimiento de la Contraloría, fue que a comienzos de la década de 1960 se introdujera la figura del registro permanente de contratos, algo que había sido inexistente hasta entonces, y que justamente permitiría llevar relación de todos los contratos firmados por el Estado, incluyendo las modificaciones que se le hicieren. 

Resulte inverosímil o no, lo cierto es que fue durante el periodo pos-1958 cuando también se lograría efectuar, por primera vez, un registro permanente de todos los bienes nacionales, incluyendo, de entonces en adelante, un inventario rutinario de incorporación y desincorporación de los mismos. 

Ahora bien, los dos retos que tendría por delante la institucionalidad contralora, luego de iniciarse la consolidación del ensayo democrático, sería, por un lado, el aumento sostenido de los ingresos y gastos del Estado y, por el otro, el crecimiento acelerado que hubo de experimentar la administración central, ya no sólo en la forma de ministerios e institutos autónomos sino de fundaciones y empresas adscritas también al sector público. 

Obviamente, las fallas y vicios no estuvieron ausentes, especialmente por lo que acaba de mencionarse respecto al monto creciente de recursos y agencias manejadas por el aparato estadal. Sin embargo, el balance, en términos de control fiscal, habla favorablemente de una institución que se vio cada vez más profesionalizada y tecnificada, capaz de garantizar la aplicación de controles previos y posteriores, incluyendo medidas de carácter punitivo a la hora de fiscalizar los gastos, ingresos y bienes nacionales. Esto quiere decir que no todo moría en la simple denuncia de lo que debía ser tenido por hechos punibles. 

En este sentido, hablamos de situaciones concretas y de particular notoriedad para la opinión pública; pero, paradójicamente, el hecho de dársele curso a tales denuncias y enjuiciar a sus responsables, lejos de hacer que ello se interpretase como un serio intento por atajar el morbo de la corrupción, condujo más bien a que se le viera en muchos casos como indicio de lo que parecía ser un crecimiento imparable de la improbidad que afectaba a la nación o, a fin de cuentas, como prueba más del creciente “resquebrajamiento moral” de la república, algo que probaría ser de enorme beneficio para quienes, desde mucho antes, entonaban un discurso adverso al régimen democrático. 

Además, esto se haría tanto más fácil de proclamar cuanto que lo referido a la “moralidad administrativa” era algo que en realidad había pasado totalmente en silencio (o bajo la amenaza de severas represiones) durante los años del régimen militar. 

Por si fuere poco o, por mejor decir, para entender precisamente que la institucionalidad contralora era consustancial a la democracia, figura el hecho de que a partir del año 58 ningún Contralor General dejó de denunciar públicamente, en sus informes anuales al Congreso, las fallas que hubiesen podido seguir afectando el manejo de los recursos de la administración pública, algo que habría resultado totalmente impensable en otro contexto. 

Desde luego nada de esto quiere decir que, frente a un país que había descrito tasas moderadas de crecimiento interanual durante buena parte de la década de 1960, el ejercicio contralor no se viera de golpe ante el reto de lo que significara, a partir de los años setenta, y como producto de un fenómeno de origen exógeno, tener que entendérselas con la astronómica elevación de los precios del petróleo en los mercados internacionales. Esto, especialmente por todo cuanto significaba la mayor participación fiscal obtenida por el Estado, exigiría una adecuación de la institución contralora que no fue de fácil cumplimiento en la práctica. 

De modo que, ante los sonados casos de corrupción que fueron procesados, pudiera sostenerse, a modo de balance, que la acción institucional de la Contraloría continuó viéndose bastante caracterizada por altos niveles de apoliticismo. 

Además, aquí cabría agregar algo importante: uno de los instrumentos fiscalizadores que, no por informal dejó de mostrarse efectivo durante el periodo democrático, fue una opinión pública que actuaba dentro de razonables márgenes de libertad. Ello hizo posible que el órgano contralor pasara la prueba de verse bien estimado por la prensa, o a través de sondeos llamados a juzgar de la calidad y efectividad de las instituciones públicas durante el periodo que aquí interesa reseñar. 

En este sentido, la institucionalidad contralora se vio notablemente alejada de escándalos, o de situaciones denotativas de deterioro, hasta bien entrados los años finales del siglo XX. Y si algo así lo permitió fue la formación especializada con la cual contaba su personal, así como la acumulación de prácticas profundamente arraigadas dentro de un comportamiento de tipo institucional. 

A ese profesionalismo (y sería un error dejar de apuntarlo) se sumaría una creciente informatización de la gestión contralora, el desarrollo de una política corporativa capaz de acrecentar los niveles de pertenencia de sus empleados y, no por ultimo menos relevante, la articulación de mecanismos de cooperación técnica, en materia fiscalizadora, con el mundo exterior. 

No obstante, o a fin de cuentas, ha sido difícil que en estos tiempos el logro de tal experiencia pueda vérsele situado justamente donde radicó: por un lado, en el hecho de que, institucionalmente hablando, el país llegara a contar con una Contraloría caracterizada por la naturaleza autónoma de sus actuaciones y, por el otro, con la existencia de un sistema de representación plural, a nivel político y parlamentario, así como con un ambiente de libertad de prensa que también se hizo cargo de actuar a su modo como instrumento contralor. 

 

Segunda órbita:
La institucionalidad electoral

Existe el hecho, por muy obvio que ello suene, de que un sistema electoral competitivo y de resultados no necesariamente predeterminados, tal como el que vino a instalarse luego de 1958, llevara por fuerza a que el país terminase contando en algún momento con la existencia de un organismo comicial tecnificado. 

Si bien la tradición electoral venezolana, en un sentido más o menos institucional, tuvo su hora de arranque a partir del inmediato pos-gomecismo, sería en realidad durante los años 46-47 cuando se formularon los planteamientos básicos del sistema electoral que continuaría regulando el ejercicio democrático, una vez más, a partir de 1958. 

En este sentido, y luego del oscuro interludio que, desde el punto de vista electoral-institucional, supuso también el decenio 48-58 dominado por distintas juntas y por el régimen unipersonal de Pérez Jiménez, la recuperación del ensayo democrático se afincaría una vez más en el principio de la representación proporcional de las minorías, así como en las necesidades dictadas por el aumento (esta vez cada vez más pronunciado a partir de 1958) de la población electora a nivel nacional. 

De tal forma, las leyes electorales de 1959, 1964, 1973 y 1977, amén de las reformas introducidas a partir de los años 90 como producto del accionar de la Comisión para la Reforma del Estado (COPRE), pondrían de relieve el empeño del Consejo Supremo Electoral por atender a un tiempo las exigencias formuladas por los partidos políticos y la necesidad de que la institución electoral se adecuara a los reclamos hechos por la propia sociedad respecto a la adopción de modificaciones que permitiesen oxigenar el sistema democrático. 

Tales reclamos irían desde el carácter múltiple del voto (introduciendo, por ejemplo, a partir de la década de 1980, la figura de elecciones municipales separadas de las presidenciales) hasta lo que fuera la tendencia hacia la nominalidad o, incluso, la consagración de la elección directa de alcaldes y gobernadores. 

Lo cierto del caso es que, mientras más insistentes los reclamos a favor de que se le diera cabida a otras opciones (como, por caso, a los partidos que regresaban de la aventura insurreccional de los años 60), mayores fueron los mecanismos que se vieron adoptados a través de los distintos estatutos electorales antes mencionados a fin de favorecer la presencia de partidos minoritarios dentro del espectro electoral. 

Al mismo tiempo, a mayores las propuestas que corrieran a cargo de la ciudadanía organizada en respaldo de una mayor participación del elector en la escogencia y control de sus representantes, mayor fue el esfuerzo, desde lo institucional-electoral, por dejar atrás el sistema de planchas cerradas para los cuerpos deliberantes. 

Por otra parte, y a diferencia de lo que nos ha tocado atestiguar en la actualidad, nada estimuló a que, por vía de esa institucionalidad electoral, se consolidara la presencia hegemónica de un partido mayoritario. Por el contrario, si algo tuvo en términos de balance positivo el diseño adoptado a partir de 1958 fue que ningún partido, por muy mayoritario que fuese, podía abrogarse en forma exclusiva la función de representación política. 

La revitalización del municipio fue otro logro que el Consejo Supremo Electoral condujo a la práctica de manera efectiva. Hasta entonces, es decir, desde que López Contreras hablase, entre los primeros puntos de su Programa de Febrero, de lo necesario que resultaba el municipio como unidad primaria de organización política, el poder municipal no había hecho más que atestiguar la pérdida de su prestigio. Tanto así que, en la práctica, la deficiencia o ineficacia de la autoridad municipal llegó a verse sustituida, lisa y llanamente, por instituciones supletorias de la acción municipal tal como vinieron a serlo las Asociaciones de Vecinos. 

En todo caso, lejos de darse su eliminación (como fue el clamor de cierta parte del país opinante), el municipio terminó viéndose más bien revigorizado a través de lo que supuso ser la última modificación importante introducida al sistema electoral en el siglo XX, lo cual habría sido impensable sin los soportes técnicos y logísticos ofrecidos a esos nuevos certámenes a nivel local por parte del Consejo Supremo Electoral. 

Lo importante de muchas de estas cosas que venimos apuntando no pasa siquiera por el hecho de que los venezolanos dejaran en algún momento de ejercer el voto de modo manual para verse sufragando mediante el auxilio de máquinas, con el consecuente debate sobre si tal cambio dejaba sembradas dudas respecto a la confiabilidad de los dispositivos electrónicos (o como si igual clase de dudas no hubiesen estado planteadas desde siempre en relación al voto manual). 

En realidad, lo importante radica en que, si bien el destino de la democracia venezolana no dependió exclusivamente de lo electoral, el venezolano “aprendió a votar”, demostrando asimilar en el camino una alta capacidad de racionalidad política que pondría en duda la subestimación expresada por la izquierda radical (y, también, por la derecha neo-positivista) hacia el ciudadano común y corriente. Pero esa misma racionalidad, a la cual debió contribuir la construcción, a lo largo de los años, de una institucionalidad electoral que la estimulara, también pondría en duda que el voto hubiese terminado siendo simplemente producto de operaciones de persuasión publicitaria. 

En otras palabras, esto quiere decir que en la medida en que fue aumentando la cultura política del elector venezolano durante el periodo pos-58, la institucionalidad electoral debió acoplarse a los cada vez mayores reclamos reformistas a riesgo, de lo contrario, de caer en total descrédito ante la sociedad. 

Que al interior del Consejo Supremo Electoral se registrara clientelismo, nóminas abultadas y hasta gastos sometidos en algunos casos a mínimos controles, es algo que no tiene por qué discutirse. Pero el saldo de lo actuado debiera comprender también lo que, institucionalmente hablando, fuera una cada vez mayor preparación profesional y técnica de su funcionariado. 

De no haber sido así difícilmente pudiera explicarse que los cuadros del CSE fueran requeridos en calidad de observadores, o como asesores electorales, durante los procesos de redemocratización que llegaron a tener lugar a nivel regional. Hablamos, en este caso, de la notable participación que tuvo la autoridad electoral venezolana en los comicios que se verificaron en America del Sur durante la década de 1980, así como en Centroamérica entre los propios años 80 y la década de los 90. 

Por último, cabe observar lo siguiente: no hay duda de que la aplicación de muchas de las reformas recomendadas por la COPRE se vieron limitadas en la práctica por falta de voluntad política. Pero sería mezquino no insistir en la idea de que el CSE llegó a desarrollarse técnicamente y, por ese camino, alcanzar niveles de credibilidad bastante respetables, históricamente hablando. 

 

Tercera órbita:
La profesionalización del Estado

Si muchas cosas cambiaron durante el siglo XX venezolano, no menos lo hizo el hecho de que el Estado llegara a contar con un aparato profesional para el desarrollo de tareas que requerían de altos niveles de experticia. Hablamos, pues, de algo distinto y novedoso como lo sería la profesionalización de la burocracia, en el mejor sentido que pueda conferírsele al vocablo “burocracia”, término que por lo general se ve asociado al desahogo de las pasiones cada vez que se quiere despotricar de alguien que nos haya puesto en el enervante trance de corregir varias veces un mismo formulario en alguna dependencia pública. 

Comencemos por observar, en lo que a esta órbita se refiere, que buena parte de la información permanece dispersa en los archivos de los distintos organismos oficiales o en las memorias ministeriales, algo que, de paso, puede leerse como una invitación abierta a examinar lo que esos repositorios documentales pudieran revelar acerca de lo que significara la inversión cada vez más sostenida y creciente hecha por el Estado venezolano para la tecnificación de sus cuadros profesionales a lo largo del siglo XX. 

De allí que lo que podría intentarse por lo pronto, a falta de mejor opción, sean una serie de puntualizaciones acerca de ese crecimiento institucional experimentado por el Estado que, a la vez, vino a ser reflejo de los niveles de complejidad alcanzados en el desarrollo de la administración pública. 

Baste observar en este sentido lo que, frente al exiguo número de ministerios existentes desde el siglo XIX hasta 1936, significara que se agregase, con el correr del tiempo, una lista que justamente reflejaba los nuevos campos de acción que surgirían como parte de los reclamos que imponía la sociedad ante la acción de un Estado que pretendía actuar en clave moderna. 

Piénsese, por caso, en el tema petrolero y lo que implicara el creciente proceso de participación de la nación en la operación y producto de esa rama económica, lo cual, hasta luego de darse incluso la desaparición física de Juan Vicente Gómez, continuó viéndose manejado como un departamento del Ministerio de Fomento. 

O, en otro plano, piénsese en lo que hubo de significar la creación de CORDIPLAN a fines de los años 50 o que, a fin de cuentas, a partir de un punto determinado del siglo XX, la Fiscalía General y la Procuraduría General quedasen totalmente separados el uno del otro, el primero como representación del Ministerio Público y, el segundo, como órgano de personería de la Nación. 

Todo esto quiere decir, en otras palabras, que comenzaba a desarrollarse una estructura específica del Estado, algo que contemplaría en el camino, aun cuando sujeto igualmente a la realización de una serie de operaciones exigidas por la vida moderna, la creación de institutos autónomos y fundaciones adscritas al sector público.

Esto, desde el punto institucional (que es, a fin de cuentas, lo que aquí interesa destacar) tendría dos implicaciones importantes.

La primera será lo que, al menos a partir de la década de 1970, significara contar con un cuerpo importante de doctrina en esta materia tras la aprobación de la Ley de Carrera Administrativa. Esto se traduciría en “estabilidad” para el funcionariado profesional adscrito al Estado, pero también en “continuidad” en lo tocante al accionar del Estado mismo y sus planes, al margen de los cambios de gobierno que pudieran registrarse.

Esto de la “estabilidad” resulta bastante evidente en cuanto a que se trataba de proteger a la burocracia profesionalizada de los vaivenes y circunstancias de la política, garantizando respeto a sus rangos y ascensos dentro de los escalafones ministeriales. Y algo tan importante como lo anterior: que tal funcionariado de carrera sólo pudiera verse retirado por causas específicas, legalmente establecidas, y no por negarse a entonar loas, o participar en desfiles o demostraciones de fidelidad, como ocurrió en el caso de un régimen tan característicamente dado a tales despliegues de vanidad como lo fue el de Pérez Jiménez. 

No puede negarse que, durante un tramo importante del siglo XX, existieron una serie de leyes y disposiciones reglamentarias dispersas relativas al funcionariado público, algo que en cierto modo hablaba de las continuidades que lograron irse construyendo en esta materia. Sin embargo, cabría insistir en que la Ley de Carrera Administrativa era un compromiso pendiente desde que se diera la recuperación del ensayo democrático en 1958, al punto de que así habría de ordenarlo, un poco más tarde, la Constitución del 61. De hecho, hasta el momento de corregirse una realidad que, desde el punto de vista jurídico, venía siendo regulada de manera dispersa, el único sector que funcionaba sobre la base de cierto grado de carrera administrativa era el personal adscrito al servicio exterior. 

La segunda implicación apunta, en cambio, hacia la “profesionalización” como tal, algo que se vería estrechamente vinculado a que el sector público disfrutara, como base para su perfeccionamiento, de acceso a mecanismos que pudiesen proveer del adiestramiento y de las tecnologías necesarias con el fin de que fuesen aplicadas a sus distintos campos de acción (piénsese, por caso, en un estadístico adscrito a la Oficina Nacional de Informática, en un geógrafo adscrito al Servicio de Cartografía Nacional, en un ingeniero civil adscrito al Ministerio de Obras Públicas, o en un ingeniero químico adscrito a alguno de los entes con competencia en el sector de hidrocarburos). 

Esto entrañaría justamente también que el Estado patrocinara programas de formación y cursos de perfeccionamiento para beneficio de sus cuadros profesionales, tanto en el país como en el exterior, a fin de contribuir por esa vía a una mayor capacidad de respuesta institucional mediante la actualización de los recursos humanos con los cuales era capaz de contar. 

Sin duda que en esto del fortalecimiento del factor humano en la administración pública habría sido mucho más lo que habría podido alcanzarse si, por caso, un programa de profesionalización en el exterior, como lo fue el Plan de Becas Gran Mariscal de Ayacucho, hubiese previsto mejores mecanismos de reinserción para aquellos que se formaran gracias a tales oportunidades, especialmente en el área técnica y científica. Pero, pese a cualquier cosa, se hace necesario puntualizar inclusive que de ese programa de becas egresaría una leva de ingenieros que terminó participando en la construcción de una obra infraestructuralmente relevante y distinguida por su alto sentido de continuidad, como lo sería el sistema subterráneo de transporte en el área metropolitana. 

De modo que, con todo y sus imperfecciones, se dio al traste con la precariedad de la función pública, al aprobarse la Ley de Carrera Administrativa. Ahora bien, también habría lugar para decir, o suponer, que nunca se adoptó el adecuado sistema de incentivos con el fin de hacer más rendidora ciertas funciones por parte de esa burocracia profesionalizada. Pero, a pesar de ello, sería justo reconocer que el resultado final fue un funcionariado mucho mejor formado, técnicamente hablando. Por tanto, más allá de toda falencia, lo que interesa poner de relieve es el saldo que, en términos de desarrollo institucional, dejara este cambio tan importante dentro de la estructura del Estado.     

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Me ha tocado concentrarme en el pasado y, por tanto, en lo que pudiera definirse como el tejido institucional con el cual llegamos a contar en algún momento al hablar de la sociedad venezolana. En todo caso, mientras ello sea capaz de revelar lo mucho que logramos que se verificara en el camino valiéndonos de nosotros mismos, el reto que impone tal tipo de ejercicio luce más que justificado, pese a las limitaciones que siempre permanecieron a la vista. 

Ahora bien, a nadie tendría por qué sorprenderle que esa institucionalidad se haya visto severamente afectada, entre otras cosas, como producto del despido, abierto o embozado, que se practicara contra un significativo número de cuadros profesionales adscritos a la administración pública. Ello por no hablar de lo electoral puesto que si, en algún momento pudimos preciarnos de habernos visto requeridos en ese terreno para asesorar la transición que se verificó en España tras la muerte de Franco, no cabe sino mirar para otro lado cuando nos damos cuenta de que, electoralmente hablando, estamos bastante lejos de que algo similar sea el caso hoy por hoy. Y casi que ni tan siquiera vale la pena mencionar lo que, en estos tiempos, ha sido también la reducción al mínimo de toda actuación contralora. 

A fin de cuentas, creo que costaría precisar cuál de estas tres órbitas (la contralora, la electoral o la burocrática-profesional) es la que ha terminado experimentando un mayor estado de bancarrota; pero, al menos, lo que aconsejo es a ser un tanto más cuidadosos a la hora de ensayar una mirada hacia el tipo de actuaciones acerca de las cuales he querido llamar la atención. Por otro lado, uno nunca sabe si de allí, de esa experiencia que llegamos a acumular en un pasado no tan remoto, puedan derivarse algunas orientaciones que resulten de utilidad para el futuro.  

Hubo límites, y muchos, en la capacidad de construcción institucional durante la segunda mitad del siglo XX; pero insisto en que nunca está de más poner de bulto lo que llegó a edificarse, bien que el saldo de lo alcanzado no fuera lo suficientemente perdurable. 

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Este trabajo fue publicado en la más reciente edición de la Revista Democratización del Instituto Forma.

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Bibliografía 

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