Telón de fondo

Un viajero francés y las supercherías coloniales

Fotografía de Nikos Niotis / Flickr

16/04/2018

Los testimonios de los viajeros europeos sobre la vida venezolana del pasado deben mirarse con cuidado. Sus versiones vienen cargadas de prejuicios y no dejan de observar con desdén desde la altura del hombro, debido a que pretenden la representación de los valores de una cultura superior. Pero sus observaciones son un aporte esencial para la reconstrucción de la vida desaparecida, debido a que descubren lo que los ojos acostumbrados al paisaje del que forman parte no captan ni desmenuzan. Conviene considerar la advertencia cuando acudimos a un escrito de J.J. Dauxion Lavaysse sobre las postrimerías coloniales.

El francés Dauxión Lavaysse, agricultor en las Antillas, aficionado a la investigación histórica del Caribe francés y participante más tarde en acciones militares, nos visita entre 1805 y 1808. Viene en un período fundamental cuyo rasgo distintivo, según los investigadores más entusiastas, es el impacto de una modernidad capaz de liquidar el predominio de las costumbres de origen hispánico que se rinden ante el poder de las luces para proponer la independencia política. Escribe un libro titulado Viaje a las islas de Trinidad, Tobago, Margarita y diversas partes de Venezuela en la América Meridional, en cuyas páginas recoge pormenores de la rutina a través de los cuales se demuestra cómo, en lugar del establecimiento de una sensibilidad cosmopolita y atrevida que muchos han considerado como resorte principal de la revolución de los criollos, predominan entonces los dictados de una ortodoxia difícil de liquidar. Considera los hábitos impuestos por los clérigos como un lastre y como una ridiculez, pero ahora no interesan sus juicios de valor sino el hecho de que, por el peso de las rutinas procedentes de épocas anteriores en cuyo centro ha reinado el magisterio del templo, tales hábitos no permiten la presentación del movimiento que se avecina como una mudanza radical de la vida.

Relata Dauxion que desde el púlpito los sacerdotes decían cosas estrambóticas que no se sostenían en la autoridad de la razón. Acude a un ejemplo elocuente, debido a que escuchó, o asegura que escuchó, a un predicador de Margarita el siguiente sermón sobre las penalidades de las ánimas del purgatorio:

Allí se sienten a la vez los extremos del calor y el frío; es decir, que mientras uno tiene, por ejemplo, los pies y las manos heladas, las otras partes del cuerpo son presas de un fuego devorador. Horribles culebras se introducen en los intestinos y en las entrañas de este; mientras su vecino está cubierto de horribles reptiles que le chupan la sangre, mientras que asquerosos sapos echan su baba y sus orines en la cara de aquel. ¡El hambre y la sed, el más cruel de los tormentos!

No eran sucesos exclusivos de poblaciones pequeñas y apartadas, prosigue, debido a que en la capital se difundían mil disparates a través de los objetos que adornaban los templos. Por ejemplo, en la iglesia caraqueña de los dominicos había un “cuadro histórico muy curioso” cuya imagen representaba nada menos que a María Santísima amamantando a un santo Domingo de grises barbas. Si los fieles se sorprendían ante la escena, el sacristán la explicaba así:

Santo Domingo tenía un fuerte dolor de garganta y su médico le ordenó que tomara leche de mujer; de pronto, la Virgen desciende del cielo y le ofrece su pecho a Domingo, quien, como es de suponer, sanó al momento (…) La Virgen había hecho este milagro en reconocimiento a la devoción de su fundador por el rosario.

Después se detiene en las disputas bizantinas que protagonizaban las congregaciones religiosas. No solo se enemistaban por una determinada orientación teológica, asegura, sino también por motivos baladíes. Relata el caso de los curas de Guanare, en pleito con los capuchinos de la Villa de Araure por los poderes milagrosos que atribuían a una tosca imagen de María localizada en la corteza de un árbol, la “Madona de Araure”. Al ser encontrada por casualidad, la santa madera comenzó a rivalizar en portentos con la virgen de Guanare, milagrosa desde antiguo, que antes se había manifestado en una piedra ante los ojos atónitos de unos indios. Como producto de la indeseable competencia de Madonas, los padres de Guanare comenzaron a pregonar que solo su señora de Coromoto, que así se llama la imagen que escogió un mineral para su aparición, poseía facultades prodigiosas, mientras que la representación de la Corteza no era “sino una superchería de los capuchinos”.

También se solaza en la censura del negocio de las indulgencias, sometido a crítica inclemente desde los tiempos de la reforma luterana. Dauxion nos cuenta que en los curatos venezolanos expendían bulas de los vivos, bulas de los muertos, bula de lacticinios y de huevos y bula de componenda, con cuya adquisición el comprador hacía suyas las ventajas que traían incluidas. Veamos los poderes especiales de la bula de los vivos, descritos por el interesado observador: aunque hubiese cometido crímenes horribles, como el incesto, el titular quedaba descargado de culpa con la presentación del documento a cualquier sacerdote, quien debía concederle la absolución sin detenerse en preguntas innecesarias. Además,

Se adhería a ventajas inapreciables en un país cálido: poder oír la misa una hora antes de la salida del sol, hacerla oír en su casa cuando la iglesia de su parroquia está entredicha, comer bien los días de ayuno.

Pero se fija en un detalle de mayor interés, referido a las personas influyentes en la sociabilidad colonial que parecía condenada a desaparecer. En general, las principales parentelas deseaban tener un bonete en su regazo: “Una familia blanca donde hubiese tres o cuatro varones se vería deshonrada si ninguno de ellos tomase los hábitos”. Una afirmación idéntica hace Miguel José Sanz en 1805, cuando arremete contra los mantuanos por su apego a “saberes y oficios vacuos”. Una memoria anónima que circula antes de 1810 cuenta un episodio que permite pensar en cómo el francés no viene exagerando. Según un autor desconocido que escribe un Extracto de una noticia de la revolución, aún hacia principios del XIX se presenciaban en Caracas escenas que considera extravagantes. Entre ellas la siguiente:

Un paisano amonestaba a su sobrino por el manifiesto riesgo de condenación eterna en que se ponía tocando la flauta por papel cuyas notas musicales eran compuestas por un luterano.

Si se agrega el hecho de que en la universidad de Caracas predominaban los estudios de latín y retórica para favorecer la lectura de la misa y de las obras de los patriarcas, junto con la enseñanza de la filosofía de Aristóteles y de las orientaciones escolásticas, se está ante la persistencia de una mentalidad asentada en el pilar de la tradición. Buscar en su seno un apogeo de la modernidad, o una presencia determinante de sus desafíos, es exploración vana. De allí la trascendencia de un testimonio como el de Dauxión, capaz de meternos en una realidad que se ha distorsionado por el afán de pedirle lo que no puede dar. Si nos distanciamos de los epítetos y de las ganas que seguramente tenía un “ilustrado” francés de apabullar la cultura de origen español, haremos una reconstrucción verosímil del prólogo de la Independencia.


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