CrónicaPremio “Juan Manuel Fernández”

Un idioma sin palabras

15/02/2021

El Premio Estudiantil de Periodismo de Investigación “Juan Manuel Fernández” es un reconocimiento que la Universidad de Los Andes otorga a los mejores trabajos de los alumnos de la carrera de Comunicación Social. En 2020, un jurado compuesto por los profesores Adelfo Solarte, Annel Mejías y Mónica Gauta otorgó el primer lugar a esta crónica del joven estudiante Alejandro Quevedo.

Azorella Durant en concierto. Fotografía de Alejandro Quevedo.

Ahí está, sentada en el sofá tomando un descanso, leyendo Viaje al centro de la tierra, soñando despierta, enredada en la pluma de Julio Verne mientras al fondo, en su habitación, suena la Sinfonía 31 de Mozart. Revientan los violines en la entrada del tercer movimiento y se escucha a la distancia el grito retumbante de una voz de mujer: “Azorella, tu arepa ya está lista, ven a cenar. Te debes acostar temprano, a las once de mañana es el concierto”.

Ahí va, tomando el control de sus pantuflas, camina desde la sala; justo en la cocina, como en trance, pasan por su cabeza las notas de una melodía de 1778 que estudia desde hace tres semanas. Su autor es un hombre austriaco, prodigioso con el teclado y el violín al que llaman Mozart, un ser que por días se ha convertido en su personaje favorito; sin embargo, no más que la de la voz de mujer, quien sentada a la mesa frente a ella le pregunta cómo se siente, la invita a tomar las cosas con calma y le transmite la seguridad necesaria para encarar los tres momentos que componen la sinfonía que suena de fondo, esa que el sábado 7 de marzo interpretará.

De pronto, en aquel teatro se escucha la voz del presentador: “Para nosotros es un agrado presentarles a una jovencita de catorce años, quien forma parte de la Orquesta Regional de la Juventud merideña; hoy estamos aquí para homenajear el talento de los jóvenes y los niños y es por eso que quiero que recibamos con un fuerte aplauso a…” El tiempo se detiene.

Ella, tras la cortina oscura, a solo pasos de salir al escenario hace un flashback de su semana y recuerda esa sensación de ansiedad que cada mediodía le daba al escuchar el timbre de su liceo. Sabía que debía correr para llegar a su casa, almorzar y tomar nuevamente un autobús que la dejaría a unos trescientos metros de su destino, atravesar un viaducto al mejor estilo Forrest Gump para estar exactamente a las tres en punto de la tarde ante sus compañeros y frente a su varita mágica, a la cual un director de orquesta llamaría “batuta”, pero que prefiere llamar varita, pues es realmente magia lo que se escuchaba de lunes a viernes en cada ensayo en la sede del Sistema de Orquestas y Coros Juveniles e Infantiles del estado Mérida.

La pieza comienza a sonar, los violines están vibrando, los violines están cantando, todo va, todo viene. Azorella detiene el final de cada movimiento para dar indicaciones y afinar líneas de instrumentos, una y otra vez, a un ritmo específico; una y otra vez, a un ritmo elevado; una y otra vez acelerando el tempo. Se prepara día a día: la práctica mejora todos sus gestos. La orquesta está lista, ya terminó la dura semana. Es viernes por la noche, ella duerme, pero en sus sueños aún hay sonido.

–Señorita Durant, díganos: ¿qué define a un buen director de orquesta?

A lo que ella responde encima de una nube: “Los directores debemos buscar un estilo único, siguiendo las leyes de la obra, pero interpretándola bajo nuestro criterio. Un buen director tiene que hacer que cada fila de instrumentos se vuelva uno solo”.

Ring, ring. Baja de la nube y se estrella con la realidad al abrir sus ojos y ver el techo de su cuarto. Su despertador suena, al pausarlo recuerda cómo empezó todo, cuando a los diez años le dijo a la voz dulce de mujer que ella dirigiría una orquesta, y cómo hoy cuatro años después estaría cumpliendo su sueño. Toma lápiz, papel y como un alma hechizada comienza a escribir:

Gracias por ser la luz de mi vida, gracias por ser la persona que me hace ser grande, gracias por confiar en mí y en mis ilusiones, gracias por permitirme cumplir mis sueños y por ser parte de ellos en lo que va de vida, gracias porque sin ti hoy nada de esto fuese posible.

Escucha pasos que se acercan a su habitación, toma su cuaderno, lo lanza hacia la gaveta y se acuesta, haciéndose la dormida.

A solo segundos, la voz dulce y cariñosa de mujer se va acercando y dice que hoy es el día y que está orgullosa de ella por todo lo que ha logrado. La arepa ya está en el plato; solo falta un par de horas para que todo comience. El autobús suena su estruendosa bocina al llegar a la cuadra (ya ha pasado por varios de sus compañeros); ahí va Azorella en dirección al teatro, su varita mágica con ella y la nota que ha escrito en su bolso para ser entregada al final del concierto.

Cierra los ojos, abre su alma y escucha su nombre…

–Quiero que recibamos con un fuerte aplauso a la señorita Azorella Durant.

El tiempo recobra la acción, el impulso de mil doscientas personas que aplauden en la sala la hace caminar. Sus pasos se fortalecen en dirección al podio, las luces del teatro van despertando y su varita mágica junto con ella la lleva a ese lugar frente a cincuenta compañeros, cargados con instrumentos para hacer sonar esa pieza de Mozart compuesta de tres momentos y que había venido practicando. Se impone silencio cuando apenas se dispone a dar su primer movimiento, su sentido arácnido se hace presente lanzando su vista a todos los instrumentos, llevándolos con la suavidad de su mano, pero con la mirada de quien no permitirá que nadie se desvíe.

El público pierde el aliento, los aplausos llegan con el tiempo, pues fueron exactos dieciocho minutos en los que el Teatro del Centro Cultural Tulio Febres Cordero se paralizó para presenciar a aquella joven que hoy es parte de un grupo de directores de orquesta que –se presagia– será el futuro musical de nuestro país.

3, 2, 1: culminan los aplausos. Regresa el alivio a aquella niña. Pero no todo ha acabado, falta algo de gran importancia. Al acercarse al micrófono para agradecer, saca de su bolsillo aquella nota dirigida a esa dulce voz de mujer. Se dispone a leer con voz temblorosa. En fin, al escribir este texto recuerdo que al terminar aquellas líneas ella dijo: “Gracias por permitirme cumplir mis sueños y por ser parte de ellos en lo que va de vida, gracias porque sin ti hoy nada de esto fuese posible, gracias por ser la voz dulce de mujer de mi vida, por darme amor y dejarme sin palabras, gracias por ser como eres, mamá”.

***

[Alejandro Quevedo es estudiante de 4° año de Comunicación Social de la Universidad de Los Andes-Mérida]


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