Literatura

Barry Lyndon entre candelabros

10/03/2018
“Five years in the army, long experience of the world, had, ere now, dispelled any of those romantic notions regarding love with which I commenced life; and I had determined as is proper with gentlemen (it is only your low people who marry for mere affection), to consolidate my fortunes by marriage”.
William M. Thackeray, The Memoirs of Barry Lyndon, X (1844)

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En aquella Caracas donde las películas llegaban al momento de su estreno mundial, creo que fue en 1975 cuando vi Barry Lyndon por primera vez en el cine Concresa. Mi amigo de bachillerato me invitó con un abreboca: se trataba de un filme del mismo director de 2001: una odisea del espacio (1968). Éste había renovado un género de ciencia ficción hasta entonces encasillado “en producciones modestas y de escasa ambición intelectual”, al decir del Cine contemporáneo de Salvat, el cual tenía yo por vademécum. Buscando la maestría en cada género incursionado, Stanley Kubrick también había dirigido La naranja mecánica (1971), impactante sátira de la sociedad industrial basada en la novela de Anthony Burgess, ambientada en una Inglaterra modernista que anhelaba yo algún día visitar.

Otro abreboca más apetitoso sobre el filme era que protagonizaba Marisa Berenson, cuya belleza aristocrática había ocupado más de una carátula de Vogue, haciendo a Yves Saint Laurent catalogarla como “la chica de los setenta”. Si bien era icónico de esa década, asimismo Ryan O’Neal me pareció al principio disparejo como coprotagonista, quizá por tener yo demasiado fresca su interpretación como Oliver Barrett en Love Story (1970), después de sus apariciones en La caldera del diablo. La viudez precoz del estudiante adinerado y rebelde todavía hacía llorar a mis compañeras de bachillerato, enamoradas sin excepción del actor rubicundo, sólo rivalizado en su tipo por Robert Redford.

No obstante las dudas que al principio abrigábamos, Eugenio y yo sentimos, al ver la película, que el actor estadounidense daba la talla en el papel del pícaro irlandés, al lado de una Berenson cuya estampa se tornaba feérica en el vestuario diseñado por Milena Canonero y su equipo. De la zarabanda de Händel y la marcha del Idomeneo de Mozart, a los tríos de Bach y Schubert –irreconocibles entonces para mí–, pasando por escenas que parecían tableaux vivants sacados de Hogarth o Fragonard, fuimos seducidos por el barroquismo que la película recreaba con intimidad y esplendor. No en vano, obtuvo tres premios Óscar en 1975 por la dirección artística, vestuario y fotografía de John Alcott, una de cuyas proezas fue utilizar iluminación natural para los rodajes exteriores, así como sólo velas en las tomas interiores. Tan deslumbrados quedamos Eugenio y yo con la atmósfera del siglo XVIII, que tan pronto salimos del Concresa, concluidas las más de tres horas de proyección, nos decidimos por el rococó para un trabajo que debíamos hacer juntos en el curso de educación artística.

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Absorto como quedé con la mise en scène de Kubrick, no presté atención entonces a la obra literaria adaptada por el filme: The Luck of Barry Lyndon, originalmente publicada en 1844 en Fraser’s Magazine por William Makepeace Thackeray. Apenas notaría el nombre del autor a mediados de los años ochenta, cuando comencé a leer literatura inglesa en versiones originales, las cuales me fueron legadas por tía Maruja al dejar la enseñanza de ese idioma en liceos caraqueños. La biblioteca incluía un ejemplar de Vanity Fair, a Novel Without a Hero, cuya edición seriada, entre 1847 y 1848, permitió a Thackeray contrapuntear a Dickens en la narrativa victoriana, tal como evidenciaron las publicaciones de ambos en la revista The Cornhill.

Tras leerla en la edición de Nelson Classics, la obra más conocida de Thackeray, y especialmente Rebecca Sharp, su protagonista, jalonaron mi búsqueda por la representación urbana en la literatura decimonónica. Instaurando una imagen de ciudad en tanto feria –asomada en la literatura anglosajona por Batholomew Fair (1614), de Ben Jonson, y prolongada hasta The Bonfire of the Vanities (1987), de Tom Wolfe– Thackeray bosquejó el fresco del Londres mercantil que se tornaba industrial. No lo hizo desde las fábricas sórdidas o las viviendas obreras, a la manera de Dickens, Benjamin Disraeli o Elizabeth Gaskell, sino desde los salones aristocráticos abiertos a una burguesía industrial y bancaria, así como al funcionariado cosmopolita de un imperio global. El autor nacido en Calcuta, en 1811, logra así recrear un ambiente de divertimento y fasto, con personajes que –como señala Morroe Berger en su estudio sobre novela y ciencias sociales– parecen más preocupados por cómo gastar el dinero, sin importarles, como a los proletarios dickensianos, los sacrificios para producirlo.

En su clásico sobre The City in History (1961), el cual también leí en los años ochenta, Lewis Mumford ve en el fresco aburguesado de Vanity Fair –así como en Rojo y negro (1830) de Stendhal e incluso posteriormente en Proust– la traslación tardía del “orden palaciego” de la ciudad barroca a la industrial, cuyos vestigios contemporáneos serían las crónicas sociales de prensa y televisión. La vastedad de esa comedia humana de Thackeray, no por casualidad subtitulada “novela sin héroe”, prefigura lo que sería la estructura anónima y cinematográfica de la novela metropolitana del siglo XX. Esto no impide al autor retratar, a través de algunos personajes, mudanzas en actitudes y valores en medio de la movilidad social conllevada por la urbanización. Y esa vanitas vanitatum es personificada por la institutriz Becky Sharp, cuyo apellido hace honor a la perspicacia y el esnobismo, la artificiosidad y el arribismo que mueven también a las cortesanas de Balzac, Stendhal y Zola.

Presidida por un interesante retrato de esa Becky cortesana, caracterizado por la versátil Reese Witherspoon, una recreación del clásico de Thackeray, dirigido por Mira Nair, se produjo en 2004. Cuando la vi años más tarde, recordé mucho del cosmopolitismo que impregna la novela, allende las escenas en Vauxhaull y otros rendez-vous londinenses: desde el famoso baile en Bruselas, en la víspera de Waterloo, al cual Rebeca y Amelia acompañan a sus esposos, oficiales del ejército del duque de Wellington, seguido por las exóticas danzas que la entonces Miss Crawley y su comparsa interpretan ante el mujeriego Jorge IV, hasta la tumultuosa llegada de Becky a la India, ya libre de ataduras matrimoniales, una vez que Jos Sedley la rescatara de un casino en Baden-Baden. Pobladas con elefantes y marajás, estas últimas escenas parecen ser extravagancia añadida por el filme a la trama novelesca, donde el Punjab y la East India Company –de la que el padre de Thackeray fuera funcionario– resultan bastidores de ultramar. Al verlas pensé que mucho de los que algunos estudios culturales proclaman, con miopía histórica, sobre la globalización de la novela contemporánea, está ya en el cosmopolitismo de Vanity Fair.

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El deslumbramiento con el clásico más popular de Thackeray eclipsó por décadas, en mi memoria, a su novela más temprana. Ésta ha sido olvidada incluso en las historias de la literatura inglesa de Ifor Evans y Harry Blamires, presentes en mi biblioteca desde los años ochenta. Sin embargo, mientras vivía yo en Londres, a mediados de la década siguiente, hallé una edición basada en la versión que George Saintsbury preparara para Oxford University Press en 1908, la cual restauró pasajes suprimidos cuando la novela fuera revisada por el autor en 1856. En este último año adquirió su título más conocido: The Memoirs of Barry Lyndon Esq., of the Kingdom of Ireland, aunque la versión fílmica de Kubrick, recordé, refiere al original de 1848.

No obstante las dificultades del inglés decimonónico, que recrea con frecuencia modismos de la segunda mitad del siglo XVIII en la que la trama transcurre, pude disfrutar el relato autobiográfico del apuesto aventurero, nacido en la pequeña nobleza irlandesa, pero venido a menos por reveses familiares y lances amorosos. Voluntario en los ejércitos británico y prusiano, en el que es descubierto como impostor, el capitán Redmond Barry es forzado a prestar servicios como espía durante la guerra de los Siete Años. Confesando su rol ante el Chevalier de Balibari, también de origen irlandés, al lado de éste inicia Redmond una carrera como gambler que lo lleva a través de casinos, balnearios y cortes europeas de Berlín y Viena a París y Versalles. En una de sus andanzas conoce a la rica y hermosa lady Honoria Lyndon, con quien casa al fallecer su esposo enclenque y burlado. Pero la fortuna no le sonríe por mucho tiempo al cazadotes: después de malgastar el dinero de la condesa en su afán por un título nobiliario propio, Barry Lyndon sufre la muerte de su hijo y el extrañamiento de su esposa, terminando en prisión sus endeudados días.

Recordando a la Berenson como lady Lyndon y a O’Neal como Barry, ambos en prolijos vestuarios y maquillajes cortesanos, pude darme cuenta en la lectura, a través del tono de Thackeray, que eran recursos seculares dirigidos a acentuar la artificialidad y unreliability del protagonista, en sus alteridades a lo largo de la trama: de Redmond Barry a Barry Lyndon, pasando por el capitán Barry y Redmond de Balibari. Sin embargo, ante esa metamorfosis truhanesca no asoma el novelista afán moralizador, como tampoco lo haría ante Becky Sharp más tarde. Porque, como señala Andrew Sanders en la introducción a la edición de Oxford, esa posición satírica heredera de Henry Fielding, la cual recrea temas mundanos y hasta desagradables, “con exactitud e ingenio”, pero sin escrúpulos aleccionadores, es uno de los rasgos más propios que distinguen a Thackeray de la denuncia social de Dickens y de la sociología de los novelistas franceses. Esa desconfianza ante la “ficción moralizadora y las actitudes convencionales frente al heroísmo”, compartida con el autor de Tom Jones (1749), llevaron a Thackeray, según Sanders, a escribir novelas unheroic, como Barry Lyndon o hero-less, como Vanity Fair.

Amigos ingleses me hicieron notar asimismo que el primer clásico de Thackeray, como bien recogiera Kubrick en su versión cinematográfica, persigue un ideal de “ficción histórica” que continuaría en Henry Esmond (1852). Además del narrador en primera persona, a ese historicismo de Barry Lyndon contribuyeron fuentes y recursos varios: desde las peripecias de Andrew Robinson Bowes, alias Stoney-Bowes, referidas por Horace Walpole en sus cartas, pasando por sucesos entresacados de la correspondencia del primer ministro William Pitt el Viejo, hasta las memorias del duque de Richelieu, aparecidas a comienzos de la década de 1790, seguidas por las de Casanova, publicadas en francés entre 1826 y 1838. Tales fuentes fueron enriquecidas con las propias vivencias del novelista, desde la adicción al juego que le hiciera abandonar en 1830 el Trinity College de Cambridge, sin graduarse, hasta prolongadas estadías en París y Weimar, entre otras ciudades visitadas antes de publicar la novela. Y ese itinerario del autor nacido en Calcuta, me confirmó un amigo profesor de la Universidad de Londres, coloreó en mucho el cosmopolitismo de sus antihéroes, de Barry Lyndon a Becky Sharp.

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Parte de esa comedia humana de Thackeray, entre aristocrática y aburguesada, me visitó una noche de mayo de 2016, cuando vi de nuevo el Barry Lyndon de Kubrick, ahora en televisión, casi cuatro décadas después de descubrirlo en el cine Concresa. Por sobre la interpretación aceptable de Berenson, seductora más por su porte, la actuación de O’Neal me pareció la mejor de lo poco que conozco de su carrera desigual. Habiendo ahora leído la novela, me convenció su metamorfosis de muchacho irlandés y capitán oportunista en jugador tramposo y cortesano taimado, gracias en mucho a la cuidadosa elección de casacas y libreas, de pelucas y maquillajes a lo largo de la trama.

Como en las películas de Luchino Visconti y Martin Scorsese –quien ha manifestado preferir Barry Lyndon entre los clásicos de su compatriota– la dirección de Kubrick añade valor a la obra literaria original. Escenas que no recodaba yo tanto de la novela cobran fuerza inédita en el filme, como el entierro del hijo infante de los Lyndon, quienes de negro cerrado escoltan al afeminado señor Runt, capellán y tutor de la familia, mientras éste sermonea con más inclemencia que compasión. Quedé fascinado de nuevo, por supuesto, con las escenas exteriores, muchas de ellas rodadas en el castillo de Howard, las cuales me recordaron fiestas galantes de Fragonard, contrastadas con interiores reminiscentes de Hogarth, en los que Kubrick se habría inspirado.

De repente recordé que, en aquel trabajo sobre el rococó que hicimos juntos para el curso de educación artística, Eugenio y yo decidimos incluir el fotograma de una escena interior del filme de Kubrick, haciéndolo pasar por una pintura. La denominamos “Barry Lyndon entre candelabros”, atribuyéndola a Georges de La Tour, por el juego con velas que el pintor barroco hiciera en muchas de sus pinturas, siguiendo los claroscuros de Caravaggio. Obtuvimos alta calificación en el trabajo, por cierto, y creo que la profesora nunca se percató de la chanza.


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