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La poesía de Arturo Gutiérrez Plaza (Caracas, 1962) ocupa un lugar en la vida simple y silenciosa de los lectores latinoamericanos de poesía. Nos acostumbramos a la sutil trampa de sus poemas: la sencillez de una forma de la claridad. Una trampa de la cual salimos desolados, pero repitiendo en voz baja lo que redime y resguarda del daño.
El cangrejo ermitaño (Visor/Fundación para la Cultura Urbana, 2020) es una antología que confirma la pertenencia de su oficio a la familia de algunos poetas inevitables: José Watanabe, Joan Margarit, José Emilio Pacheco, Charles Simic, Eugenio Montejo… Y no es una mera reunión de poemas, sino la recreación definitiva de una respiración que viene de la duda y la incertidumbre. Es un nuevo libro; definitivo en compasión, decantación y destilación de lo terrible y lo amoroso.
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El cangrejo ermitaño habita la casa de los que han muerto. Su errancia la impulsa la fuerza de su vulnerabilidad: la desesperación por habitar algo sólido, eso que no está en él. Lo sabe. Nos lo dicen sus cambios orgánicos, los misterios de su crecimiento, los permanentes abandonos de los distintos hogares o moradas transitorias. Un sabio de la tanatocresis, ese natural y sagrado hábito de vivir de la herencia de los muertos. Un animal que aprendió a pactar y compartir su intimidad con las anémonas. Un ser vivo que atiende lo antiguo y rompe con lo viejo, con lo que le impide movilidad y respiración a su cuerpo. Una ejemplaridad del oficio de saber dónde vivir.
—¿Cómo busca su hogar, el poeta Arturo Gutiérrez Plaza?
Al igual que un poema, un hogar es una creación inevitablemente vinculada con nuestra experiencia sensible del mundo y las resonancias de nuestro mundo interior. Más que un lugar, es un espacio que habitamos, que poblamos para reconocernos en él, para vivir a fondo el diálogo entre nuestra intimidad y el entorno inmediato que nos rodea y brinda refugio frente al mundo exterior y sus vicisitudes. En un poema del libro Un sobre sin abrir, llamado “Anunciación”, el sujeto poético al comenzar a vivir en un sitio y en un país, hasta ese momento totalmente ajenos, dice: “Debo poblar esta pequeña habitación/ construir en su interior un refugio,/llenarlo de recuerdos que aún no existen”.
Un verdadero hogar implica calidez, una calidez que no puede provenir sino de una auténtica relación, yo diría que orgánica, entre el habitante-poblador y ese espacio poblado de cosas, objetos y huellas personales que ineludiblemente nos hablan del ser que allí mora. Quien escribe poesía sabe que de eso se trata también la hechura del poema. No es casual que etimológicamente la palabra “hogar”, relacionada con “hoguera”, se derive del latín “focus”. Vocablo que designaba el sitio de la casa donde se hacía la lumbre, donde habitaba el fuego; es decir: las cocinas, las chimeneas.
Yo diría, incluso, que el hogar —más que un lugar— podemos entenderlo como un atributo personal, una huella de identidad. Va con nosotros adonde vayamos, pues en cada mudanza se activa ese proceso de conformación de un espacio donde se haga posible la intimidad habitable. Y aunque ese hogar —como nuestra psíquis o nuestro estado anímico— en ocasiones se vea acechado o amenazado por factores exteriores que nos hacen sentir, también allí, ruinosa la vida, nos resulta imposible abandonarlo. Cuando eso pasa, conviene seguir las enseñanzas de los cangrejos ermitaños. Por eso en el poema “Hogar”, incluido en la antología que da pie a esta conversación, se afirma: “Pero soy de acá, este es mi hogar/ y aunque me vaya, aunque me escape lejos,/este encierro siempre será mío.”
“Ella sabe todo de nosotros/lo que seremos, lo que fuimos”. Dos versos de Hanni Ossott (Caracas, 1946-2003). Eso dice de la casa. Una casa construida entre las ruinas de una república, cuyas instituciones democráticas fueron arrasadas por las manos y emociones de quienes, citando un poema tuyo: “Hablaron de un mundo de fraterna animalidad”. En un país, Venezuela, donde la dignidad, la identidad, la ciudadanía, nos reclama afirmar “Ésos, éstos, aquéllos, / todos ellos/también soy yo”, ¿por qué es tan difícil decirnos también soy yo? La poesía, ¿qué nos obliga a recordar, qué a olvidar? ¿Lo que recordemos y lo que olvidemos, lo que digamos y lo que callemos, dirán lo que fuimos y lo que seremos?
Varias cosas me llaman la atención de los versos que citas de Hanni Ossott, en tu pregunta. En primer lugar, el hecho de que ese “Ella” referido a la casa, metonímicamente alude también al “hogar” y al “país”. Recuerdo un verso de su extraordinario poema “Del país de la pena”, que dice: “Veo una casa destrozada por el dolor, demasiado cercana”. Allí aparece, también, el tema de la ruina, de la destrucción. Sin embargo, en ese caso, la referencia es a la casa abandonada por la familia que emigra a Venezuela desde Alemania, en busca de un mejor destino. Cuando Ossott escribió ese poema, en 1985, no podía imaginar que, a pesar de que ya se veían en el horizonte ciertos signos de alarma, el país en el que su familia buscó refugió y en el que ella nació se convertiría nuevamente en un país arruinado, despoblado por la violencia, la diáspora y el exilio. A partir de entonces tal visión sería, en efecto, “demasiado cercana”. Valdría la pena subrayar aquí la palabra “nuevamente”, pues en la Venezuela contemporánea se creó el mito de que el país históricamente siempre fue un espléndido receptor de inmigrantes, hasta que llegó la tragedia que nos ocupa en el presente, asunto sobre el que habría muchas cosas que decir, pero que por no ser este ni el lugar ni la ocasión nos abstendremos de hacerlo. En el segundo verso se dice que esa casa sabe “lo que seremos, lo que fuimos”. Si pensamos esa casa como el país, necesariamente tenemos que advertir, una vez más, al peso de lo mítico en la visión que tenemos de nuestra historia. Recuerdo una frase que leí hace muchos años en el libro del eminente historiador Germán Carrera Damas, Una nación llamada Venezuela. Parafraseándolo, sin disponer en este momento más que de la memoria, allí se afirma que nuestra idea de nación descansa sobre la certeza de que “seremos grandes porque hemos sido grandes”. Por supuesto, para entonces ya el culto a Bolívar y a la epopeya independentista había echado raíces profundas y daban sostén a esa idea mítica y determinística. A partir de los años 30 del pasado siglo y hasta hace muy poco, la certidumbre de ser habitantes de un país rico y petrolero, bendecido como Tierra de Gracia, no hacía otra cosa que reafirmar esa convicción. A pesar de todo, Venezuela no es el único lugar donde se han dado tales extravíos históricos. Son innumerables las ocasiones a lo largo de la humanidad en que los pueblos han acudido tanto al peso de lo mítico para señalar su grandeza esencial y la inevitabilidad de su extraordinario destino, como a la victimización para evadir sus propias responsabilidades en las circunstancias difíciles. Sólo anclados con propiedad en las complejidades del momento actual y en la medida que seamos capaces de dejar de lado las fatuas idealizaciones de otros tiempos, pretéritos o venideros, abocados a repasar con responsabilidad autocrítica las lecciones del pasado, pues como dices “también soy yo”, podremos salir de este atolladero recurrente y hasta pendular en nuestra historia. Es necesario que como país comprendamos que el futuro solo existe en el presente que forjemos entre todos, no en los avatares de la fortuna ni en una predestinación dictada por las engañosas remembranzas de legendarias glorias ancestrales. Es vasta la poesía tocada por el ubi sunt y los temas de la ruina y el destierro, no tanta la que se ocupa del presente con miras a la construcción del porvenir. No hablo, por supuesto, de las imposturas optimistas del futurismo y del realismo socialista, ni tampoco del viejo tópico del carpe diem. Dante, desterrado por antonomasia, en el canto décimo de la Divina comedia, correspondiente al sexto círculo del infierno, se refiere a las almas de los condenados que recuerdan el pasado y atisban el futuro, pero que son incapaces de conocer el presente. Tal vez de la lectura de esos pasajes podamos extraer algunas enseñanzas y posibles repuestas a tu pregunta. Quizás nos ayuden a contestarnos, cada quién desde su intimidad, qué debemos recordar y qué olvidar, qué fuimos y qué podremos ser. Si ese alguien se ocupa, además, de escribir poemas, posiblemente encuentre allí un hogar donde dar lumbre a esas respuestas.
En el poema “Los emigrantes”, el poeta José Emilio Pacheco (México, 1939-2014) atiende el antiguo dilema de la extranjeridad: “Me dan lástima los emigrantes: hacen el largo viaje para escapar del infierno y no saben que viene a cumplir la cita con el abismo”. ¿Por qué en tu poesía se habla la imposibilidad de “celebrar la fortuna de” la “extranjera mirada”?
Pacheco es un poeta al que estuve cercano, por un buen tiempo y por varias razones. Leerlo fue para mí un descubrimiento, en los años 80, cuando yo rondaba los 20. La suya era una poesía completamente distinta a todo lo que yo había leído hasta entonces. Desde el comienzo la percibí como una extraña mezcla de coloquialismo, inteligencia e ironía, siempre a la caza de esa revelación capaz de descosificar lo cotidiano, en la que se evidenciaba un dominio técnico que quería pasar inadvertido y una cultura enciclopédica que, sin ostentaciones, recreaba en clave contemporánea formas y tópicos poéticos de diversas procedencias y lenguas. Había allí un prosaísmo tramposo. En la identificación con esa búsqueda encontré una primera cercanía. Luego, lo conocí en 1996, en un festival de poesía en Bogotá en el que coincidimos. Él estaba en esa ocasión en la capital colombiana para recibir el Premio José Asunción Silva, que se convocó en conmemoración al centenario de la muerte del poeta bogotano. El libro del que extraes la cita de tu pregunta, El silencio de la luna, fue considerado unánimemente por un jurado compuesto por José Agustín Goytisolo, Eugenio Montejo, María Mercedes Carranza y Darío Jaramillo Agudelo como el mejor libro de poesía en español, publicado en los cinco años anteriores. Ese, a mi modo de ver, no sólo es un libro excepcional sino, quizás, el mejor de los suyos. Tras diversos encuentros, cafés y conversaciones, descubrimos que ambos habíamos nacido un 30 de junio. Curiosamente, en su obra hay también varios poemas referidos al cangrejo, ese crustáceo decápodo que corresponde al de nuestro signo zoodiacal. Eso me lo hizo notar hace poco la amiga y poeta María Antonieta Flores, quien también pertenece a la familia de los poetas amparados por la constelación de Cáncer. En el poema que aludes, los emigrantes son los patos que en sus vuelos migratorios son engañados por un señuelo, un objeto que simula ser uno de ellos y que se denomina “decoy”, tal como se dice en el texto: “Soy un decoy, un señuelo, una añagaza. Tengo cara de pato y colores de pato. Hago cuacuá en tonos que para ustedes suenan iguales pero significan matices distintos: reconocimiento, llamado de amor, seguridad de que está libre el paso”. Evidentemente el texto propicia variadas interpretaciones, entre ellas una vinculada con el subtexto del fatal destino de miles de inmigrantes que, año tras año, son víctimas de engaños, explotación, violencia y muerte, al cruzar ilegalmente la frontera norte de México con el propósito de alcanzar una mejor vida en los Estados Unidos. No menos relevante, sin embargo, me parece la lectura según la cual quien mira y descubre con asombro esa realidad que le es ajena, es el verdadero emigrante, el extranjero, en cuyo lenguaje no existen palabras como “Ploy” y “decoy”, pero que apela a ellas — para configurar un ritmo aliterativo en el texto— por ser la mejor alternativa para expresar la extrañeza que le produce ese mundo de la cacería de patos, que es rutina para los habitantes del lugar. Tan trágico como el destino de los patos migrantes, es el del decoy que los atrae y sirve de señuelo. Él, al igual que el extranjero, sobrevive condenado a la soledad y a ser pieza de una sociedad utilitarista y transaccional, en la que el sentido de la vida depende de su funcionalidad.
Al igual que José Emilio Pacheco, quien durante mucho tiempo fue profesor por un semestre al año en la Universidad de Maryland, he tenido estancias prolongadas en los Estados Unidos. Allí he vivido durante una década en lo que va de este siglo, en distintas etapas, con estadías anuales de 8 meses allá y 4 en Venezuela. Ese es otro de los elementos en los que encuentro parentescos con Pacheco y con su poesía. En ella abundan los poemas en los que un observador extranjero registra con asombro ese mundo que le rodea y que nunca deja de serle ajeno. En el poema “Cuento de hadas”, de El cangrejo ermitaño, se encuentran los versos a los que acudes en tu pregunta: “Yo hubiera querido celebrar/la fortuna/de mi extranjera mirada”. En ellos se esconde un homenaje, sin estridencias, al primer verso del poema “Invierno” del poeta venezolano Jacinto Fombona Pachano, cuya impresión no me abandonó nunca desde la primera vez que los leí, mucho antes de haber experimentado la vivencia del frío, la nieve y el hielo en tierras lejanas. El verso de Pachano dice: “No tengo idioma para el clima extranjero” y con él se abre la sección IV de El cangrejo. Esa extrañeza asociada a la extranjería — palabras que por cierto se relacionan etimológicamente— es la que hace que el extranjero repare de modo diferente en el nuevo mundo que le rodea. Recuerdo una conversación entre Joseph Brodsky y su amigo Derek Walcott en la que el primero de ellos, quien tuvo que adaptarse a un mundo en inglés, le decía que técnicamente la condición de extranjero (cultural y lingüísticamente) era la ideal para un escritor, pues lo obligaba a ver y sentir de otro modo su propia lengua, en la medida que le resultara inevitable establecer continuos contrastes con la suya. En “Cuento de hadas” se indaga también, como en el poema de Pacheco, en una situación trágica. El sujeto poético se encuentra maravillado por un paisaje invernal en el que las ramas de los árboles, congeladas por el efecto de una lluvia hecha hielo por el intenso frío, adquieren la apariencia del cristal. La emoción se hace efímera, se desmorona al amanecer. El noticiero radial informa que una niña y su perro han muerto esa noche debido al desprendimiento de una rama sobre sus cuerpos. Esa escena, por cierto, la recrea Victoria de Stefano en su más reciente novela, Vamos, venimos. Durante una temporada que compartimos en Cincinnati hablamos tanto del poema como de la situación que lo generó. Por eso está dedicado a ella.
¿Cuándo te topas con la posibilidad del poema? ¿Es este posible en la rutina de una aplastante cotidianidad? ¿Acaso la construcción del poema es un acto curativo?, tal como decía W.H. Auden.
En un texto titulado “Cuidados intensivos”, homónimo de uno de mis libros, se dice: “(También las palabras convalecen/bajo el asombro cotidiano)”. Es decir, las palabras recobran las fuerzas perdidas que una rutina sin vivacidad, sin novedad, les había mermado. Tal recuperación se produce, precisamente, al reencontrarse con ese asombro resguardado en la cotidianidad, que sólo necesita de la visita de una mirada atenta, vigilante, presta a descubrir en la extrañeza misma del lenguaje, por muy rutinario que parezca a los ojos y oídos de un espectador inadvertido, el hallazgo de lo que no existía antes de haber sido dicho, visto y sentido de un modo distinto y por primera vez. Entendido en esos términos, la hechura del poema es, sin duda, un acto curativo.
El cangrejo ermitaño es, editorialmente, una antología; pero para los fieles lectores de la alta poesía, constituye un nuevo libro. Leerlo constituye un viaje por los territorios de una forjada y educada conciencia, cuyas manos parecieran servir a un salmo, un remanente de los místicos: Lo sagrado habita en la realidad.
¿Al finalizar este viaje, al cerrar este libro, qué contemplará el lector: un templo de alguna religión, una habitación de 2 m², un parque o la rutina de un centro comercial?
Como bien dices, este libro se le ofrece al lector como una antología sin dejar de ser al mismo tiempo un libro unitario. Rafael Courtoisie, en el prólogo, se detiene en la tarea de aclarar y caracterizar esta particularidad. En efecto, también se trata de un viaje pues allí se recogen poemas que han visto la luz en diferentes libros, a lo largo de un recorrido de ya casi 30 años, junto a algunos de un poemario más reciente, Cartas de renuncia, publicado por La Poeteca. Varios de esos poemas han sufrido leves cambios, tal vez no siempre con fortuna pero ciertamente con el propósito, digamos que con el deseo, de hacerlos más próximos al lector que soy hoy; el cual, inevitablemente, ha ido cambiando también al paso de los días.
Sin embargo, y esto todavía es un presentimiento, me parece que El cangrejo ermitaño es fundamentalmente un cuerpo cambiante y en movimiento. Posiblemente, como lo señalas al comienzo de esta conversación, tendrá que adaptarse a nuevos hábitats, a otros refugios, en la medida que ciertos cambios orgánicos se lo exijan. Esa es su irrenunciable naturaleza.
Me preguntas por lo que el lector encontrará allí al culminar su lectura, es decir, cuando haya concluido el viaje que se aventuró a realizar entre las páginas que conforman el libro. Francamente no lo sé, lo cual es una alegría. Ni siquiera yo puedo saber que encontraré allí dentro de un tiempo. Y no lo puedo saber, del mismo modo que nunca he sabido bien a qué responde un poema. Ante esa pregunta he optado, desde hace tiempo —porque así lo he experimentado— por una paradójica respuesta. Yo diría que un poema es, en la mayoría de los casos, una respuesta a una pregunta que de antemano desconocemos y que sólo vamos vislumbrando e intuyendo en la medida que escribimos el texto, el posible poema. El origen de un poema puede ser una curiosa asociación de sonidos, una frase inexplicable o extraña, voces de un sueño anotado a oscuras en una libreta en la madrugada. Después, a partir de esos impulsos, de esas motivaciones, de esa necesidad latente de expresión vendrá el intento de escritura. La pregunta a la que responde la conoceremos luego, si acaso. No en pocas ocasiones, de esas indagatorias surgen evidencias premonitorias, anticipos que nos dan testimonio de modos de comunicación con aquello que desconocemos, revelaciones que nos vinculan de otra forma con la memoria y con la experiencia arropada en ella, noticias de inciertas procedencias. No obstante, lo fundamental, me parece, es que nacen nuevas presencias que nos acompañan, como decía Juarroz, quien también sentía rechazo por la idea de que el poema fuera el “confortable recurso de una respuesta”. Ojalá sea eso lo que al final encuentren los lectores de este libro, “presencias reales” (como diría Steiner), espacios íntimos, propicios para el diálogo con el otro y con uno mismo, lugares que sientan propios y los ayuden a habitar, tal vez de una mejor manera, los tiempos que nos ha tocado vivir y los que nos aguardan en el porvenir.
Buenos Aires, agosto de 2020
Alexis Romero
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