Perspectivas

Tres textos de S, M, L

05/09/2021

¿De dónde sos?

 Y uno menciona un país y una ciudad de ese país, pero, por lo general, el país solamente. De cualquiera de las dos maneras, queda una incógnita en el aire, como si uno hubiera precipitado algo que yace incompleto. Quizás por eso me he esmerado en elaborar esta respuesta:

–No hallo lo que era, o lo que yo ideaba que era. Me esfuerzo en unir los pedazos, pero la imagen resulta corrida, desplazada del límite de ayer. Me es difícil determinar el lugar en donde he estado y el lugar en donde estoy, porque en ambos el tiempo transcurre en simultáneo, y uno, ligado a esos símbolos cambiantes, acaba convertido en ciudadano mixto e inasible. Creía saber en dónde estaba el principio, pero, la trama, el ritmo de mi ahora, se ha desordenado.

Pero luego pienso que no, que esta no es una respuesta para el otro, sino para mí. Ni siquiera responde con objetividad a la pregunta, y hasta es probable que al interlocutor le parezca un rebusque, un encubrimiento o una boludez. Sin embargo, la pregunta reaparece y vuelvo a caer en lo mismo. Incluso, empeoro:

–De un lago en el camino, que más tarde será lluvia…

Tal vez cometo la torpeza porque el verbo soy se reciente cuando uno vive en otro país. Pero creo haber encontrado una solución, al menos una transitoria: responder citando. A “¿De dónde sos?” le suele seguir: “¿Por qué viniste?”. Entonces, digo:

–No me basta –nunca me bastó, pese al diámetro de las alegrías– soportarme en un mismo lugar, creerme custodia de una fijeza.

La cita es de Jacqueline Goldberg, pero el interlocutor no lo sabe (o sí, pero no le interesa ir más allá de sus preguntas).

Al fin y al cabo, estas preguntas las hacen quienes no te conocen. Entonces, ¿por qué no responder con la voz de otro?

***

 Los silencios desiguales

A veces practicamos el intercambio de recuerdos: recuerdos que, por supuesto, no obedecen al orden cronológico, sino al que resulta de la curiosidad o del voluntarismo ocasional; y de esos pocos datos nos servimos para ir construyendo una sospecha, un bosquejo sutil de lo que hemos hecho y nos han hecho hasta entonces, aunque en el fondo nos importe más quiénes estamos siendo el uno junto al otro aquí, en Buenos Aires, al menos por ahora.

Es en Buenos Aires donde intercambiamos recuerdos, donde ponemos en relación nuestros pasados, y jugamos a preguntarnos qué hacía uno en Buenos Aires mientras el otro en Maracaibo tal cosa (por ejemplo, una tarde cualquiera de 1999), y viceversa; y a veces respondemos y a veces no, y el juego se posterga en un silencio que privilegia por un rato el presente, quizás el espacio en que mayormente convivimos, aunque sepamos que en él se revuelvan los años, las secuelas y las ilusiones, y los recuerdos que preferimos callar.

Pero el silencio de ella no es igual a mi silencio.

Cuando yo no trasmito mi recuerdo, Maracaibo permanece oculta en mí; es memoria en estado puro, sin contexto de referencia palpable, digamos, y por lo tanto mi recuerdo adquiere visos de mito, porque depende casi exclusivamente de mi oralidad para existir. Quiero decir: para existir en el imaginario de ella, de Paula, aunque mi recuerdo pertenezca a una Maracaibo de otro tiempo (ni siquiera a la Maracaibo que ella visitó una vez), a una Maracaibo que solo existe en mí.

Pero su Buenos Aires de otro tiempo también existe solo en ella, con el atenuante de que su ciudad sigue siendo un telón de fondo visible, el contexto de referencia palpable de su vida (y ahora de la mía), por lo que su silencio o su no transmisión del recuerdo no apaga el rumor de su pasado, sino que lo intensifica, porque las calles de Buenos Aires lo sigue esparciendo por su cuenta; calles que aún rezuman alguna novedad para mí, y quizás no tanto para ella, porque tal vez las considere gastadas, sinónimo de tantas cosas…

Pero Buenos Aires es inmensa y tiene miles de calles, y a Paula no le interesa que cada paso que damos juntos sea un tedioso city tour que solo hable de ella; como a mí no me interesa conjugar todos mis verbos en pasado, y quedar como un nostálgico incurable, con la mirada siempre vuelta hacia sí mismo.

Tal vez por temor a agobiarnos, dejamos que lo que haya en nosotros de “argentino” o de “venezolano” se cuele sin énfasis a través de nuestros silencios desiguales, donde subsisten nuestras ciudades de otro tiempo, donde lo que ha transcurrido se conserve, al menos en parte, como un misterio indescifrable para el otro.

Al fin y al cabo, es imposible contar la totalidad de una vida; siempre hay detalles que se escapan. Y, en el fondo, nos importa más quiénes estamos siendo el uno junto al otro aquí, como dos pasajeros varados que se gustan y acompañan, distraídos ante un vuelo de retraso indefinido.

***

Tentativa de agotar un lugar porteño

Natasha Café & Petit Restaurant, 29 de abril de 2019.

Vuelvo a sentarme aquí. No recuerdo si fue en esta mesa, pegada al ventanal que mira a Alvear, calle por la que ciclistas veloces llevan carga en sus espaldas, en la que un grupo numeroso de rubios (probablemente turistas), fuman y beben café en la mesa en la vereda, mientras deslizan un dedo en el Smartphone.

Han transcurrido doce años y ni el Smartphone ni la explotadora competencia por el delivery en dos ruedas existía. Sigue en pie, intacto frente a mí, el Bisonte Palace. Veo la entrada acristalada en la ochava, en la esquina con la peatonal Suipacha y alcanzo a ver parado tras la puerta giratoria (camisa blanca y corbata azul, brazos cruzados y mirada oriental) al empleado que, un día otoñal de marzo de 2007, poniendo su mano delicada en mi hombro me dijo lo que el Maestro a Dante ante la puerta del infierno: «Es bueno que el temor sea aquí dejado/ y aquí la cobardía quede muerta». Veo al limpiador escurrir los vidrios de la planta baja; lo veo eliminar la película de polvo, humedeciendo la goma horizontal en un balde azul, deslizándola como un pincel sobre el límite que a mí me horrorizaba cruzar. ¿Qué coño he venido a hacer a este país? ¿Por qué he decidido autoexiliarme? ¿Por qué elijo ir directamente a una ciudad en la que nunca he estado? ¿Por qué tan lejos de mi Caribe natal? ¿Por qué Buenos Aires? Me preguntaba oculto tras grandes lentes de sol, con una maleta del alto de mi cintura al costado, literalmente inmóvil, como ahora el empleado del hotel a unos pasos de la puerta giratoria. Puerta que, como ya he dicho, yo temía cruzar, porque sabía que al hacerlo pondría en marcha una historia.

“¿Le teme usted a las historias?”, me dijo el empleado del hotel con su voz andrógina, cuando el taxi esperaba allá afuera y dos huéspedes se habían quejado en recepción de que el joven llorón de lentes obstaculizaba el libre paso; porque hacía difícil, con su miedo provinciano, dejar entrar y salir a los turistas. ¿Era yo en aquella época un turista?

Recuerdo el diálogo triangular entre Kit, Port y Tunner en la escena que abre The sheltering sky, adaptación de Bernardo Bertolucci sobre la novela homónima de Paul Bowles. Entre baúles y maletas en un árido muelle al norte de África, dice Kit: «No somos turistas sino viajeros». «¿Qué diferencia hay?», replica Tunner. «Un turista solo piensa en regresar a casa nada más llegar», interviene Port. «Un viajero puede no regresar nunca», completa Kit.

Habían transcurrido cinco días desde mi llegada al aeropuerto de Ezeiza, casi una semana alojado en el Bisonte, buscando el que sería mi lugar de alojamiento a largo plazo, porque si de algo estaba seguro en aquel momento era de que iba a estar un tiempo indeterminado en Buenos Aires. Aunque me generase un vértigo de miedo, necesitaba adentrarme en la ensoñación. No tengo otra palabra para nombrar esas horas tempranas de mi viaje: ensoñación. El empleado del hotel cruzó la puerta giratoria, y yo fui tras él. Acomodó mi maleta en el taxi, y con una amabilidad extrema me despidió (o más bien me recibió) con un abrazo afectivo que me insufló valentía.

«DÓLAR: EL CENTRAL INTERVENDRÁ», leo en el televisor del Café, elevado en un rincón de este incierto 2019. Un hombre de rasgos asiáticos desliza el pulgar sobre la pantalla de su Smartphone. Del interior de su saco extrae un billete extranjero, con el que paga al mozo. No parece afectarle la noticia en el televisor, sino la que ofrece su pequeña pantalla personal.

Reparo ahora en que los mozos del Natasha visten camisa blanca con una raya azul al medio, en la franja vertical de los botones. Son varios los mozos, tres o cuatro. Parecen el empleado del hotel multiplicado, cosa que me recuerda a una tía abuela de mi infancia que solía decir que yo tenía un ángel de la guarda que velaba por mí, un ser alado y anacrónico dispuesto a protegerme donde fuera y cuando fuera. Aquella creencia religiosa yo la tomaba con ternura. De verdad yo quise mucho a esa tía abuela, con la que fui por primera vez a un supermercado, y que además era una espléndida anfitriona (servía el desayuno en bandeja de plata, de plata real, 925).

Pero en la adultez es inevitable el escepticismo. La bondad multiplicada es sospechosa, incluso mórbida. Mejor largarse. Pagar la cuenta y largarse.

Cruzar la puerta. Poner en marcha una historia.

***

[Ricardo Montiel (Maracaibo, 1982) ha publicado los libros de poesía Ciudad blanca sobre fondo blanco (Ediciones del Movimiento, 2015); Agonía de los días terrestres (Caleta Olivia, Rangún, 2018) (El Taller Blanco Ediciones, 2020); el inclasificable S, M, L (LP5 Editora, 2020), y El rezo de los chatarreros (El Ángel Editor, 2021, Mención de honor en el VIII Premio Internacional de Poesía Paralelo Cero).]


ARTÍCULOS MÁS RECIENTES DEL AUTOR

Suscríbete al boletín

No te pierdas la información más importante de PRODAVINCI en tu buzón de correo