Covid-19

Toser hoy en Italia

10/03/2020

Fotografía de Gabriela Pulido Simne

La lluvia se ha ido como vino: con vientos helados. Las calles reflejan los anuncios y los perfiles arquitectónicos bajo la luz del mediodía. La soledad es impresionante en Génova y la atmósfera se torna levemente apocalíptica cuando avanza una camioneta de la policía, con altoparlante, repitiendo un mensaje: “Señores: quédense en casa para evitar el contagio, emergencia del coronavirus… señores: quédense en casa para evitar el contagio…”.

En los lugares donde obligatoriamente se topan los ciudadanos, como bancos, farmacias o departamentos gubernamentales, hay personal de seguridad organizando el pulular de las personas: “A un metro de distancia cada quien, por favor”. Donde las colas cotidianas son inevitables hay poca asistencia, pero las medidas son estrictas. Quien no las cumple corre el riesgo de pagar una fuerte multa.

Las mujeres protestan y discuten porque los niños y los adolescentes no tienen clases ni la posibilidad de asistir a sus actividades normales. En Italia funcionan permanentemente instituciones dedicadas a ofrecer natación, fútbol, tenis, básquetbol, ajedrez, equitación, teatro, música, competiciones diversas. En estos momentos todo está clausurado y los estudiantes tienen que permanecer en sus casas.

Las escuelas y liceos envían tareas vía Internet para mantener a los estudiantes despiertos y al día. Las familias se esmeran en buscar actividades que los hijos puedan hacer en el seno del hogar. Y las empresas están dando vacaciones adelantadas porque así evitan gastos innecesarios.

Los cafés y restaurantes tienen que colocar una mesa vacía entre dos mesas ocupadas para que haya poco contacto entre los clientes, aunque la mayoría de los establecimientos permanecen vacíos. Y algunos han decidido cerrar por un tiempo.

Y es tendencia llevar en  bolsos y bolsillos el gel antibacteria para asearse las manos. Es uno de los olores que comienzan a predominar en el ambiente.

La vida real y la novela

En La Peste, Albert Camus escribe:

“Los cafés, en fin, gracias a las reservas considerables acumuladas en una ciudad donde el comercio de vinos y alcoholes ocupa el primer lugar, pudieron igualmente alimentar a sus clientes. A decir verdad, se bebía mucho. Por haber anunciado un café que ‘el vino puro mata al microbio’, la idea ya natural en el público de que el alcohol preserva de las enfermedades infecciosas se afirmó en la opinión de todos. Por las noches, a eso de las dos, un número considerable de borrachos, expulsados de los cafés, llenaba las calles expansionándose con ocurrencias optimistas”.

En la novela de Camus, como en la vida real, la gente trata de ignorar la amenaza terrible de esas enfermedades que llegan de un modo invisible, pero tan contundente como la guillotina o la bomba atómica dejándose caer. Se trata de unos bichitos innobles, asumiendo formas diversas pero con un solo propósito: acabar con el físico que tanto cuesta mantener. Cada vez son más espesos los mocos que generan porque así ahogan más fácilmente a los seres humanos. Saben adaptarse ante los medicamentos: mutan. Se disfrazan. Se transforman. Son asesinos en serie.

Cuando un virus hace su aparición, la gente recuerda los millones de muertos que han dejado las pestes a lo largo de la historia. Luego trata de olvidar la mortandad porque esa es una preocupación demasiado perversa. Solo se puede confiar en lo que la ciencia resuelva y experimente. Y en las medidas higiénicas que se adopten.

También comienzan a aparecer oraciones, conjuros y opiniones de toda índole. Como la teoría de las guerras biológicas. Se desempolvan las leyes que tratan sobre delitos de terrorismo químico, biológico, radiológico y nuclear. Y nunca falta la teoría del negocio que hacen los laboratorios o las ventajas que trata de pescar en ese río revuelto la infaltable política.

Se acude a la historia para reafirmar que la contaminación ha sido siempre un recurso bélico. Los escitas, una nación de nómadas más antigua que los libros sagrados, figuraron entre los primeros seres humanos que montaron a caballo y usaron flechas para guerrear. En las puntas de sus flechas untaban carnes putrefactas y mierda humana. Solo Cupido ha lanzado flechas inocentes. Aunque también han causado desastres.

En el siglo XIV, la ciudad de Génova fue atacada por los tártaros, quienes usaron cadáveres con peste para contaminar las aguas y las calles. Figúrate. Recórcholis. Como una ciudad gótica.

Una de tantas teorías

En el 2012 el Fondo Monetario Internacional elaboró un informe en el que se decía:

“Este capítulo pone de relieve las implicaciones financieras potencialmente muy grandes del riesgo de longevidad; es decir, el riesgo de que la gente viva más de lo esperado. Define el riesgo, muestra su magnitud y estima sus efectos en los balances fiscales y las empresas”.

Para los temas económicos ese ángulo perverso es un asunto normal, pero yo no puedo dejar de apartarme y pensar en eso de que es un riesgo que la gente viva más de lo esperado. Nunca dejará de parecerme absurdo y cruel, porque todo lo que marchite la esperanza es odioso y cruel.

Cada vez que uno cumple años le dicen “Qué vivas un siglo más”. ¿Y entonces?.

A partir del fulano informe, abundan quienes cultivan la teoría de que el coronavirus es un arma “solo mata ancianos”, ideal para resolver el problema de tanta gente de la tercera edad cobrando pensiones y entorpeciendo la velocidad de la vida actual.

Pero esa teoría se cae completamente en Italia. Porque en Italia respetan y aman a los viejos.

Vivo en Italia y eso me convierte en lógico blanco de preguntas. Mis amigos me interrogan desde varios puntos del planeta. Tengo muchos amigos fuera de nuestro país. Me doy cuenta. No soy sagaz, pero lo constato: qué modo de irse. Me piden que opine, que diga algo. Ni siquiera tengo una opinión certera sobre la gripe que cada año es peor. Que desde toda la vida la he visto y sufrido y nada que se cura.

En enero estuve caminando por el puerto antiguo de Génova y los turistas chinos se solazaban sacando fotografías. Uno de ellos me pidió que le tomara una foto familiar cerca de un monumento arquitectónico. Más tarde, cuando apareció lo del coronavirus pensé en aquella escena y deduje –sagaz otra vez– que en este momento sería imposible repetir lo de la fotografía. Específicamente porque ha descendido el turismo y porque yo no andaría deambulando en mis calles favoritas.

—¿No te asusta lo del coronavirus si lo tienes tan cerca? –pregunta un amigo que lee todo lo del coronavirus, como si los demás estuvieran alejados.

—Me asusta como a todo el mundo, pero en Italia las medidas sanitarias siempre están vigentes. Aquí ni siquiera se ve basura tirada en la acera. Los hospitales funcionan con una calidad y un rigor que muy pocos países igualan –respondo.

Estación de trenes en Brignole, Génova, Italia. Fotografía de Gabriela Pulido Simne

La vieja Italia

Italia es el país con mayor población anciana de Europa y del mundo entero. Aquí se protege y se respeta a los ancianos, forman parte fundamental de las familias: no son tratados como estorbos. Por todas partes se ven mujeres ancianas y hombres ancianos yendo al mercado, a los eventos al aire libre, a recorrer calles y parques. Inclusive, en diversas instituciones continúan laborando y prestando servicio con mucha voluntad y responsabilidad. En Génova, donde hay escaleras por todas partes, suben y bajan trabajosamente, pero lo hacen con una perseverancia admirable.

En Italia uno de los trabajos más comunes que se ofrecen es el de cuidar ancianos que ya no se pueden valer por sus propios medios. Pero hay una mayoría de personas de la tercera edad que cuidan a sus nietos, hacen diligencias, buscan entretenimientos y oficios: se mantienen activas.

En estos días en que se han cerrado las escuelas y se han postergado muchas actividades culturales y deportivas, todo ha cambiado un poco. La llegada del coronavirus, ciertamente, ha causado gran alarma y temor. En especial porque el porcentaje más alto de víctimas se registra en la tercera edad.

Por supuesto que la ancianidad es frágil, en especial en cuanto a las vías respiratorias se refiere. En Italia todos los años vacunan contra la influenza. Los cambios bruscos de temperatura parecen un juego diabólico: un día caluroso es antesala de una lluvia con granizo. Y aquí los fumadores son legión.

Por si fuera poco, durante todo el año entran y salen turistas. Y el italiano es, además, un turista natural y perenne: viaja por Europa, por Asia, por África, por América y Oceanía. Los italianos son viajeros y no se arredran ante las dificultades. Por eso engendraron aventureros como Colón y Marco Polo.

Yo, como un ciudadano de setenta y pico de años, camino por Génova con la misma emoción, pero ahora notando que hay menos personas en los autobuses. Y el uso de mascarillas ha proliferado un tanto. Pero no mucho. Y ha llegado el decreto de estarse quietos en cada lugar: nada de trasladarse de un pueblo a otro.

Cuando la gente habla, estornuda o tose, lanza diminutas gotas alojadas en las vías respiratorias y eso basta para transmitir un virus gripal. Las mascarillas se usan por este motivo. Ya se sabe. Lo mejor es no salir demasiado. Hay días en que me encierro un poco. Pero empiezo a releer libros como La Peste, Muerte en Venecia y me pongo nervioso.

Escudriñar noticieros no ayuda: el presidente de la Lombardía, Attilio Fontana, ha declarado, como alivio y consuelo, que “las personas fallecidas son muy ancianas o con patologías importantes”.  Yo, con 75 años, recién salido de una neumonía, me dedico más bien a escuchar música. Y aunque no lo crean, aparece Carlos Gardel, con su voz magnífica cantando “La cama vacía”, desgranando frases como “Desde un tétrico hospital, donde se hallaba internado…”.

No hay para dónde coger. Pero como ya lo mencioné: en Italia me siento fresco y apoyado buena parte del tiempo, porque a mi lado caminan con mucho aplomo señoras y señores de ochenta y noventa años. Con gran estilo. Con elegancia. Sin mascarillas. Me dejan atrás en las escaleras. Y soy el único que comienza a toser.

***

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