Perspectivas

Tierra de mitos

25/05/2019

Balsa Muisca alusiva al mito de El Dorado (elaborada entre 600-1600 d. C), creación precolombina | Colección del Museo de Oro de Bogotá. Fotografía de Pedro Szekely | Flickr

Recuerdo que una vez, volando rumbo a Caracas, leía un libro de historia colonial de Venezuela. Siempre me ha interesado lo que ocurrió antes de la independencia. Me preocupa que los venezolanos no nos interesemos por nuestros verdaderos orígenes como nación y como cultura. Si es verdad que la negación de nuestro pasado hispánico fue una política del nuevo Estado independiente (quizás la única política de Estado coherente que hemos tenido), esto nos ha traído una cantidad de malentendidos y desinformaciones cuyas consecuencias siguen influyendo en nuestro presente. El desconocimiento de cómo se llevó a cabo la conquista y población de Venezuela, cómo se fundaron nuestras primeras ciudades, cómo se gobernaban, cómo se fueron formando la economía y la sociedad venezolanas antes de la independencia me parece una grave falla que pesa sobre nosotros. Así como Edipo fue capaz de matar a su padre y casarse con su madre por no saber la verdad de su origen, así también un país que desconoce su historia puede cometer los peores errores y seguirlos cometiendo. Aunque Venezuela ha tenido insignes colonialistas, creo que todavía queda pendiente una revalorización de nuestros orígenes como pueblo que nos permita comprendernos mejor a nosotros mismos.

Volvamos a mi lectura. Leo que por el siglo XVI se forjaron dos de los mitos fundadores de nuestra América: el mito de El Dorado y el del “Tirano” Lope de Aguirre. El uno, lo sabemos, habla de una riquísima ciudad cuyas calles y casas estaban hechas de oro, y cuyo opulento rey llevaba cubierta la piel con polvo de oro. Durante siglos los conquistadores se esforzaron inútilmente por hallar esta ciudad, y no cabe duda de que esta búsqueda fue uno de los estímulos para la conquista de América. El otro mito está relacionado con el de El Dorado, pero tiene su origen en una historia verdadera.

Lope de Aguirre fue un aventurero que llegó a Perú en 1537, atraído por las noticias de los fabulosos tesoros que escondía el suelo americano. Pronto se vio envuelto en una serie de conjuras y traiciones en las que destacó por su carácter sanguinario y desmedida crueldad. En 1560 se enrola en una expedición en busca de El Dorado a través del Río Amazonas. En medio de la expedición Aguirre toma el poder, deshaciéndose de sus capitanes. Entonces se declara en rebeldía contra el imperio español, proclamándose “Príncipe del Perú, Tierra Firme y Chile”. Después de causar estragos entre los indígenas, alcanza el mar y se dirige a Margarita. Allí el Tirano desembarca en una playa cuyo nombre hoy lo recuerda. Entonces se apodera de La Asunción, asesinando a garrote limpio al gobernador y a cincuenta vecinos. Pasa a Tierra Firme, donde proseguirá su rastro de muerte hasta que en Barquisimeto cae abatido, traicionado por dos de sus hombres. Antes de morir, Aguirre cosió a puñaladas a su propia hija para que no cayera en manos de sus enemigos. El cuerpo del Tirano fue descuartizado y echado a los perros, su cabeza exhibida en El Tocuyo y sus manos llevadas a Trujillo y Valencia. Sus seguidores, los llamados “marañones”, aventureros y codiciosos como él, fueron juzgados y ejecutados también.

De repente, me doy cuenta de que estoy volando sobre las mismas tierras donde ocurrieron estos hechos hace casi quinientos años. A mi derecha se ve la ciudad de Barquisimeto y las montañas de Yaracuy, por donde tantas y tantas expediciones buscaron en vano la ciudad dorada. Más adelante está aquella Nueva Valencia del Rey que quiso tomar el Tirano y se enfureció por hallarla desierta. Allí escribió su célebre carta a Felipe II, donde lo amenaza con hacerle “la más cruda guerra”. Hacia el fondo se puede ver la sombra plateada del viejo Lago de Valencia, en cuyas islas se fueron a esconder los valencianos espantados ante la llegada del monstruo, y poco más adelante, cuando el avión empiece a descender hacia Maiquetía, pasaremos frente al pueblo de Borburata, donde desembarcó en septiembre de 1561 para saquearlo y destruirlo.

Estamos cansados de escuchar que somos un país joven. A mí más bien me parece que una tierra donde han nacido tantos mitos tiene que ser una tierra viejísima, aunque parezca que lleva poco de haber sido descubierta. Por los campos y montañas feraces de aquella Venezuela primigenia se forjaron dos de los mitos fundadores de todo un continente: el de la inmensa riqueza de nuestra tierra y el del caudillo, el de la fuerza bruta que por codicia desafía todo orden y toda ley. Mitos al fin, ambos siguen alimentando nuestro imaginario, nuestras conductas y nuestro pensamiento. El uno representa el apetito voraz, depredador y autodestructivo por la riqueza fácil, la ilusión del lucro rápido por el que, después de quinientos años, seguimos apostando por la minería y despreciando el trabajo productor, agrícola y creador. El otro nos muestra al hombre enloquecido de codicia y ansias de poder que se precipita a su propia perdición, llevándose consigo a sus seguidores.

Como los pasajeros de un avión que miran distraídos por la ventanilla, el mito sigue allí después de tantos años, en lo profundo del paisaje, bajo el follaje de los campos y las montañas, aunque nosotros, en nuestro paso fugaz, no alcancemos siquiera a adivinarlo desde el aire.


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