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Teodoro Petkoff, un faro para los demócratas

01/11/2018

Fotografía de Vasco Szinetar

Quienes conocieron personalmente la catadura humana de Teodoro Petkoff hoy lamentan su muerte, más allá de su gran intelecto y su temperamento aguerrido, apasionado y eléctrico. Soy uno de ellos. Pero quienes más pierden hoy son los millones de venezolanos demócratas, lo hayan conocido o no, porque Teodoro fue uno de los últimos faros de integridad democrática, un tipo especial de carácter templado en la lucha por la libertad y curtido en la práctica deliberativa. La democracia venezolana, que primero fue secuestrada y luego destruida por el chavismo, debe tener presente en esta hora el ejemplo de sus mejores hombres.

Su militancia política coincide con la épica construcción de un sistema político moderno en Venezuela. Petkoff empezó como militante del Partido Comunista Venezolano en 1949 y continuó sin claudicar nunca hasta el final de su vida. Esas siete décadas representan una de las transformaciones más fascinantes de la historia política venezolana.

Durante los años 50, fue uno de los cuadros principales del Partido Comunista, a cuya dirección perteneció a pesar de su juventud. Buena parte de su generación política, formada esencialmente por jóvenes comunistas y adecos, fue destruida en los calabozos de la cárcel Modelo, en el Obispo, en los pantanos del campo de concentración de Guasina o en la temida Seguridad Nacional, centro de detención y tortura que es el antecedente directo de los infiernos de la dictadura chavista, el Helicoide y la Tumba. Pero quienes sobrevivieron, como Teodoro y su amigo y socio político, Pompeyo Márquez -mejor conocido como Santos Yorme-, salieron de la tiniebla dictatorial demandando a una renovación social y política que la incipiente democracia no podía ofrecerles. Pronto encontrarían en la revolución Cubana un norte y en Fidel Castro un guía político y espiritual.

La lucha armada en Venezuela, de la que Petkoff fue una figura legendaria, se originó en el grupo de jóvenes de Acción Democrática, que fundó el Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR), para oponerse al proyecto democrático de Rómulo Betancourt. Sin embargo, los jóvenes comunistas, inspirados por el rebelde Douglas Bravo y desobedeciendo las línea del PCV, pronto se sumaron a los miristas para formar las Fuerzas Armadas de Liberación Nacional (FALN) e implantar la lucha de guerrillas en Venezuela con la ayuda del Gobierno de La Habana.

La lucha armada es uno de los fracasos históricos más costosos de la tumultuosa historia política venezolana. Cientos de jóvenes perdieron la vida y los gobiernos de Betancourt y Raúl Leoni tuvieron que llevar a cabo una política de seguridad interna represiva que tendría un enorme costo en derechos humanos y sería un lastre significativo para un desarrollo más armonioso de la democracia nacida en 1958. La llegada de Hugo Chávez al poder, en 1998, sobre los hombros de los náufragos de los 60s es la mejor prueba de los traumas irresueltos de ese periodo.

Teodoro luchó junto a sus camaradas, pero también supo reconocer el error y, algo más importante, alejarse del fundamentalismo revolucionario y renunciar al comunismo. Su denuncia del totalitarismo soviético en el ensayo “Checoslovaquia, el socialismo como problema” fue considerada una herejía. La excomunión de la iglesia comunista por el mismo zar Leonid Brézhnev captura un signo que siempre lo distinguió entre sus contemporáneos: la capacidad de Teodoro de pensar con cabeza propia y de desafiar las convenciones doctrinarias.

Al crear el Movimiento al Socialismo (MAS) en 1971 para abrir una tercera vía en el sistema bipartidista, abrazó la imperfecta democracia con mayor fervor que con el que una vez defendió la revolución socialista. Para referirse a su propia transformación, solía citar una frase de Franklin Delano Roosevelt: “Sólo los idiotas no cambian de opinión”.  

Lo entrevisté varias veces durante los preparativos de su candidatura a la presidencia en 2006. Cuando revisitamos su experiencia como guerrillero, me contó que la lucha armada era un experimento que nunca iba a cuajar. “La democracia era como un juguete nuevo para los venezolanos y nosotros le estábamos pidiendo que renunciaran a ella sin ofrecerles nada mejor a cambio que irse al monte”.

Cuando lo entrevisté, Teodoro convalecía de una operación de rodilla y buscaba estar en forma para la campaña presidencial que terminaría disputando Manuel Rosales con Chávez. Durante esas largas conversaciones, que podían durar muchas horas, dejó a ratos de lado a la política para hablar de su otra gran pasión: los libros. Era un lector voraz que estaba al día con lo más reciente de la ficción, el ensayo y la poesía, sobre todo de autores venezolanos. Todavía recuerdo dos revelaciones que me sorprendieron. Teodoro leía todos los años dos libros: La guerra y la paz, de León Tolstoi, y El amor en los tiempos del cólera, de su amigo y cómplice Gabriel García Márquez. Pero lo que me sorprendió más fue su confesión de que había en él un narrador frustrado. En los años cincuenta, mientras conspiraba en la lucha contra Pérez Jiménez y estudiaba economía marxista, se debatió intensamente entre la ficción literaria y la realidad política. Optó por la última sin dejar de soñar con la primera. Y, de hecho, según me dijo, escribió un par de cuentos que ojalá algún día se publiquen.

Nuestras conversaciones llegaron a su fin cuando lanzó su campaña. Fue el clímax de arduas gestiones para salvar una vía democrática frente al chavismo. Teodoro solía exudar seguridad en sí mismo. Era muy fácil sentirse intimidado por su personalidad, a veces avasallante, a pesar de sus mejores esfuerzos por mostrarse dócil. Pero esa noche fue distinto. Mientras cenaba recibí una llamada suya para preguntarme qué me había parecido el acto. Tuve que decirle que me pareció raro que hubiese leído un discurso acartonado en una torre de oficinas en vez de hacer ese llamado a la unidad y a la resistencia desde una plaza pública y con uso pleno de su oratoria encendida. “Quedé agotado y tuve que tomarme unas pastillas para dormir después del discurso. Ese acto como que fue una cagada”, sentenció antes de colgar.

Como hombre de partido, diputado, candidato presidencial, ministro, periodista y en su tribuna de editor en Tal Cual, Petkoff siempre defendió el pluralismo con pasión y lucidez. Fue el pluralismo el primer blanco del asalto chavista contra la democracia venezolana como lo prueba la salida de Petkoff de la dirección del vespertino El Mundo por presiones del gobierno de Chávez.

Teodoro Petkoff es el último cabo de una generación de luchadores democráticos taladrada por el hilo trágico de las dictaduras que marcaron nuestro siglo XX. Pero fue más que eso. Pese a los claroscuros, equívocos y controversias que caracterizaron su trayectoria política, nunca se sospechó de su integridad ética. Como intelectual y político, Petkoff criticó al poder de turno –fuera el sistema bipartidista de la democracia representativa o la autocracia chavista– sin fanatismo ni concesiones. Nunca renunció al ideal de un mundo socialmente más equitativo y políticamente más amplio y libre. Su muerte deja un vacío del mismo tamaño que el frustrado sueño democrático que persiguió durante al menos 50 años de su vida política. Sin embargo, su espíritu combativo y rectitud moral lo convierten en un potente faro para los venezolanos que hoy luchan por acabar con la dictadura chavista y crear una nueva democracia. A ellos les toca mantener ese faro encendido.

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Boris Muñoz es editor de opinión del New York Times


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