Perspectivas

Memorias de Adriano (un strip-tease sentimental)

12/01/2020

Fotografía de María Octavio

A los 17 años equivocarse es lo más común. Así que todo empezó por un equívoco, uno de esos que bien mirados parecen insignificantes, pero cuyas consecuencias son mucho más vastas de lo que podemos estar conscientes hasta que nos detenemos a pensarlo. Eran los primeros días del semestre inaugural de 1987 en la Escuela de Comunicación Social de la Universidad Central de Venezuela. Yo me sentía más perdido que de costumbre ante la oferta de cursos. Puesto que apenas me aventuraba en eso que llamaban vida universitaria, de pronto me di cuenta de que la opción más segura era inscribirme en los cursos que dictaban aquellos nombres que me sonaran conocidos, ya fuera por haberlos oído nombrar en las tertulias políticas de mi familia, en los periódicos o en la televisión.

Adriano González León combinaba las tres categorías. En mi casa de vez en cuando escuchaba nombrarlo entre otros camaradas de la juventud comunista, aunque a decir verdad no era en las conversaciones de mi padre, a quien raramente escuché disertar sobre temas culturales o hablar de los libros que devoraba con una velocidad asombrosa. Era mi tía quien recomendaba ver Contratema como si se tratara de una cita obligatoria con el único producto que valía la pena de la caja diabólica que la televisión fue para ella hasta el día de su muerte. Conservaba también el recuerdo del afiche de la película País Portátil, basada en la obra de Adriano, en el que Iván Feo aparece empuñando una ametralladora. Desde entonces siempre que veo el mapa de Venezuela pienso que tiene la forma de esa arma.

Sí, Adriano acarreaba en mi cabeza esa clase de leyenda. Pero también es cierto que fue una figura más abstracta que real hasta que un día la señorita Zeida, mi maestra de quinto grado de primaria, nos puso como tarea hacer un resumen de Contratema. “Para empezar, expliquen ustedes por qué el programa se llama Contratema y cuál es la diferencia con anatema“. Nunca olvidaré el trauma que semejante pregunta significó. Primero, porque tuve que mantenerme despierto hasta muy tarde para verlo. Después, porque todo lo que decía sonaba en mis oídos como garabatos verbales, un lenguaje mucho más allá de mis posibilidades y eso me causaba frustración. Puedo evocar con vivacidad la imagen de Adriano con sus lentes y su melena despeinada. Claro, ese no fue el único trauma que me quedó de las clases con Zeida. En otro arranque de su desmesurado afán por formar intelectuales de 10 años nos hizo leer El túnel, de Ernesto Sábato, para escribir un ensayo explicando el significado del asesinato como símbolo existencial.

Fue con este bagaje que llegué a su curso “La expresión contemporánea”. Era una materia optativa y prometía llenar las inmensas lagunas que, a los pocos días de visitar el cafetín AVP de la Escuela y cotejar mis conocimientos con los de mis compañeros en esas tormentas de ideas y referencias tan típicas de quienes sufren de ínfulas intelectuales, comenzaban a ser evidentes e incómodas. Leí el programa del curso y no lo pensé dos veces: “Hay que darle un nuevo sentido a las palabras de la tribu mediante un estudiado desarreglo para provocar una nueva realidad tan bella como el encuentro fortuito de un paraguas con una máquina de coser sobre una mesa de disección”. ¡Guao, eso era justo lo que yo estaba buscando!

En la primera clase apareció Adriano en genio y figura. Un hombre rechoncho de cara rosada que por nada del mundo paraba de frotarse los ojos y la nariz, y cuya voz parecía salir de la sordina de una trompeta desafinada. Sin duda lo fascinante era que la apariencia externa del profesor no encajaba del todo con su poderosa retórica. El discurso de Adriano era hipnótico. Mezclaba de forma erudita la historia de la literatura y la historia del arte con inusitadas anécdotas de sus aventuras bohemias, al tiempo que ilustraba las particularidades y extravagancias de cada autor sacando de su maletín libros que se desconchaban de viejos y carpetas que daban la impresión de estar a punto de desvanecerse de tan usadas.

Baudelaire, Rimbaud, Mallarmé, el aduanero Rousseau, Bretón, Eluard, Dalí, Picasso, Lam iban cobrando vida ante mis ojos hasta hacerse personajes animados y no simples nombres con pedigree artístico. Cada sesión me dejaba excitado y cansado como después de una alta descarga emocional. Las neuronas bullían frenéticamente a punto de fundirse por el esfuerzo de asimilar tanta información nueva, pero de pronto la realidad resplandecía con unos colores que no le eran comunes, sino más intensos y hasta grotescos. Por supuesto, la mayoría de las ideas que Adriano disparaba en la clase y con las que esperaba (de eso estoy seguro ahora) sembrar en nosotros el virus del inconformismo y la rebeldía pasaban para mí casi inadvertidas, pero actuaban como un contrabando que se iba sedimentando en el inconsciente.

El clímax de aquella clase fue sin duda el poema “Unión libre” de André Bretón, que Adriano recitó de memoria y corazón, escalando la entonación a medida que las palabras de Bretón se hacían cuerpo de mujer para luego deshacerse en el juego erótico sin fin, llegando a tal grado de exaltación que las lágrimas comenzaban a saltar como chispas de sus ojos ante la mirada conmovida y el suspiro suspendido de su auditorio. Y no sólo de las muchachas por semejante tributo, sino también de los muchachos que acabábamos de descubrir que la poesía también nos serviría de llave para el amor.

Era evidente que el resultado de ese aprendizaje a marcha forzada fue una gran confusión. Ese semestre de vértigo me había dejado intoxicado hasta lo más profundo. La prueba era un examen final que jamás me atrevería a volver a leer de la vergüenza. Un asqueroso batiburrillo de citas e ideas pseudofilosóficas que de recordarlas se me revuelven las tripas. Sin embargo, lo descubrí de forma abrupta cuando me asomé a la cartelera de calificaciones a ver mi nota final y me tropecé con un inesperado pero también rotundo y, sin ninguna duda, generoso 15. Mi desilusión fue proporcional al fervor infinito que se había despertado en mí. Durante las semanas siguientes el numerito no se fue de mi cabeza. Estaba atormentado. Entraba en pánico al pensar –esto me parecía razonable– que me había equivocado de carrera, que la literatura era apenas un acto de esnobismo o que, en el mejor de los casos, era una compensación producto de la pérdida prematura de mi padre, el poeta Muñoz, cuando yo tenía apenas 12 años.

Después de un semestre de retirada estratégica, en el que volví a leer ahora por mi cuenta y con mayor paciencia lo esencial del índice, me inscribí en otra materia dictada por Adriano: “Literatura latinoamericana”. La conclusión a la que arribé me parecía correcta: si sobreviví a La celosía de Robbe Grillet y a El año pasado en Marienbaud de Resnais, no hay motivo para temerle a Borges, Bioy Casares, Carpentier y Asturias, quienes de paso son más como uno, puesto que son “latinoamericanos”. Era otro error, aunque menos grave. Probablemente, Adriano había entendido que no éramos sólo espectadores de su programa televisivo Contratema, es decir, seres imaginarios y por tanto perfectos, sino estudiantes con grandes dudas y que, en su mayoría, pensaba que esa clase era una puerta secreta para evadir aquella maldición que persigue al comunicador social: un ser que domina un océano de conocimiento pero con un centímetro de profundidad.

Recuerdo aquellas sesiones como un ejemplo de lo que debe ser una clase magistral, un despliegue de conocimiento presentado de forma accesible y con mucha gracia, a pesar de su la complejidad. Hablar para Adriano era como respirar: no había las divisiones usuales que separan el proceso de pensar de la acción física de decir. ¡Qué elegante! Sus pensamientos salían redactados en una prosa transparente e imantada de poesía. Ser testigo de esas clases era sumergirse en un proceso de semiosis ilimitada: una historia se conectaba con la siguiente, pero mientras una sucedía en el tiempo más contemporáneo, la otra tenía lugar hace miles de años: un mundo llevaba a otro mundo, un tiempo espejeante y encadenado como en un juego de cajas chinas. Adriano a veces fingía deliberadamente perder la memoria y entonces le pedía a Luingo –alias Luis Alvis– que le refrescara éste o aquel pasaje del Concierto barroco de Carpentier o de “Las ruinas circulares” de Borges. Luingo –nunca dejaré de envidiar el don de su memoria y su modestia absoluta– se transformaba en un médium y pronunciaba sin esfuerzo las palabras textuales de los libros: “De plata las cucharillas, de plata los tenedores…” o “Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche”.

Adriano nos había enseñado a leer con nuevos ojos. El resultado de esa experiencia me sorprendió: además de obtener la máxima calificación, el profesor me preguntó si quería ser su asistente. Su invitación todavía me parece un misterio. En todo caso, acepté con cierto temor. No me sentía a la altura de semejante responsabilidad, pero en el fondo de mí me encontraba encantado: ostentar el título de preparador era lo más cercano al reconocimiento de cierta madera para la literatura por parte del maestro. Fue el comienzo de una época de hondo aprendizaje. De vez en cuando iba al estudio de Adriano, ubicado en un altillo de la Galería Durbán, en la calle Madrid de Las Mercedes, donde, en los espaciosos anaqueles de las bibliotecas que cubrían todas las paredes de la oficina, ubicábamos los materiales necesarios para las clases y también libros con grandes ilustraciones destinadas a apoyar visualmente las series que dedicaba en su programa a los pintores modernos, de Gauguin o Van Gogh a Picasso y Matta. Incluso lo acompañaba al destartalado estudio de Venezolana de Televisión donde una vez por semana se grababa el espacio televisivo. Yo contemplaba el desarrollo de ese espacio guardando un silencio ritual y con toda la curiosidad que mi cuerpo era capaz de albergar.

Algunos días me daba por pensar que Adriano se comportaba como un intelectual distraído, un ser un poco lunático que veía al mundo desde la torre de marfil. En ocasiones había que recordarle en qué día de la semana nos encontrábamos o el número del aula donde teníamos clase. Sin embargo, eso era sólo en la superficie, pues en las pocas ocasiones que nos tocó hablar de política o economía demostraba tener una información certera y un conocimiento cabal y actualizado de la realidad.

Al principio todo mi trabajo se limitaba a mantener al día el papeleo de los cursos, en llevar las notas a Control de Estudios y hacer algún cambio cuando fuera necesario, esas cosas. Mis amigos de la Escuela de Letras muchas veces contaban que anoche se habían tomado unos traguitos con Adriano y que les había contado las proezas del gigante Gilgamesh y su amigo Enkidú. Aunque yo ya había oído en el aula la leyenda del Cantar de Gilgamesh, el primer libro de aventuras en la historia, sabía que sería mucho más viva contada entre tragos que en el aséptico ámbito del aula. O que en una fiesta habían jugado al Cadáver Exquisito y otros divertimentos surrealistas. En mi afiebrada imaginación, vivía esas jornadas como grandes aventuras de la libertad. Era fácil darse cuenta de que estudiar Letras tenía grandes ventajas, aunque solamente fuera porque el horario era más propicio para el espíritu bohemio que, suponía yo en esa época, debía caracterizar a un intelectual.

Mi experiencia de preparador fue breve pero decisiva. Una vez concluida seguí incursionando en la vida callejera y la literatura por mi cuenta y de la mano del poeta Ezequiel Borges y Luingo. El virus liberado por Adriano también me llevó a cursar algunas materias como oyente en la Escuela de Letras. Allí asistí a las clases de Guillermo Sucre y María Fernanda Palacios. Los escuchaba con una concentración algo inusitada para mí. Ellos, en particular Sucre, con su temple viril y su inteligencia cortante, se convirtieron en el otro polo de mi temprana formación intelectual.

Un laberinto de circunstancias me hizo más tarde abandonar el país para estudiar literatura en los Estados Unidos. Desde entonces, suelo pensar que persistir en aquello que en principio parece un gran error termina por descubrirnos una verdad. En este caso esa verdad es la literatura como fuerza determinante capaz de moldear lo que somos, más allá de lo que podemos reconocer conscientemente. Y es que, en mi caso, además del mítico estímulo familiar y paterno, aparece diáfana la figura de esa especie de Juan de Mairena nuestro que fue y es Adriano González León.

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Este texto fue publicado en Prodavinci el 12 de enero de 2014


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