Voces de la sociedad civil

Susana Raffalli: volver a la idea de la caridad cristiana y la justicia social

SUsana Raffalli por EDO

05/05/2021

Dos años después, parada en el puente El Guanábano, Susana Raffalli no podía creer lo que tenía en frente. Del rancherío de Catuche, ubicado al final de la avenida Boyacá, cerca del Seminario San José, no quedaba nada. Aquello era un lodazal con pocetas, neveras y muñecas cubiertas en la tierra húmeda. La tragedia del estado Vargas, en 1999, también se sintió en Caracas.

Llegó a Venezuela en cuanto supo que el Aeropuerto Internacional Simón Bolívar había abierto sus puertas. Venía de dos años en Guatemala, donde hizo una maestría en seguridad alimentaria. La tesis para graduarse fue sobre Catuche, un sector popular ubicado al norte de Caracas en el que había trabajado como voluntaria con una amiga hacia finales de los años 80. Sin embargo, a su regreso, halló un lugar arrasado por el deslave y la quebrada.

Aparte del siniestro, los militares imponían el orden haciendo lo que querían. Eso no le gustó. Presintió que algo más allá de lo evidente estaba sucediendo. Recuerda haber preguntado por Miguel y por Doris, miembros de la asociación de vecinos, pero le dijeron que no estaban. Nadie sabía nada. Los vecinos no tenían el control. Los militares manejaban toda la zona.

La tragedia fue como un mal augurio para Catuche y para el país.

Pero esto tampoco la detuvo. Si quería ayudar, debía hacerlo desde donde podía. Al poco tiempo, regresó a Guatemala. Allá la realidad no era muy diferente, un año antes había sido devastado por el huracán Mitch, uno de los ciclones tropicales más fuertes de la era moderna. Ella estaba inmersa en unos proyectos humanitarios. Desde que estudiaba en el colegio San José de Tarbes, a comienzos de la década de los 80, a Susana esas cosas le estremecían el alma.

Eran los últimos vientos de la Guerra Fría, tiempos de la teología de la liberación y de las guerras en Centroamérica. El 24 de marzo de 1980, el padre salvadoreño Óscar Arnulfo Romero fue asesinado de un tiro en el corazón. Nueve meses después, cuatro monjas misioneras fueron secuestradas, violadas y asesinadas por grupos paramilitares también en ese país. Era una época convulsa para la Iglesia católica; las hermanas religiosas tarbesianas lo sabían.

En el colegio organizaban vigilias por los caídos centroamericanos. Rezaban y suplicaban a Dios el cese de la violencia y el fin de la era de Ronald Reagan, “éramos antiimperialistas de 16 años. Cambiamos hasta las canciones de la misa, dejamos de decir ‘Santo es el Señor’ a ‘Santo también es el pueblo que busca liberación’. Eso fue intenso”. Una vez, en una fogata en el patio del colegio, a una compañera suya se le ocurrió lanzar a las brasas un suéter de Mickey Mouse. Todas siguieron el ejemplo. Se trataba de un acto de profundo rechazo hacia la política exterior estadounidense en la región.

No todo se trató de protestas contra los Estados Unidos. El valor más importante de esos movimientos juveniles era la justicia social, por eso también eran voluntarios en muchas zonas populares de Caracas. Susana lo recuerda con nostalgia: “Aquello fue barrio para arriba y para abajo. Teníamos movimientos en apoyo a las obras sociales. Siempre estábamos en un barrio. Hacíamos trabajos comunitarios en lo que antes era el Centro de Recuperación Nutricional Menca de Leoni y hoy es el Negra Hipólita”.

Allí comenzó su activismo social.

Al graduarse de bachiller, pudo equilibrar esa vocación de servir a los demás con sus deseos de ser médico como su bisabuelo, Arturo Ayala, uno de los fundadores de la Academia Nacional de Medicina. Quiso estudiar para ser nutricionista. Tras cinco años de carrera, en la Universidad Central de Venezuela (UCV), obtuvo su título en 1988.

En el país, las brechas sociales se ampliaban con rapidez y los rancheríos se expandían por los márgenes de Caracas. Fue entonces cuando tuvo su primer contacto con los habitantes de Catuche, que para los indios caracas quería decir “guanábano”. Corrían los primeros años de la década de los 90. Para ese entonces Aristóbulo Istúriz los ayudaba, empezaba su carrera política en el Municipio Libertador.

“Teníamos un trabajo con los barrios, yo era voluntaria, pero no se trataba sobre alimentación. Una vez, por ejemplo, decidimos hacerles masajes a las señoras del sector por los nervios, también limpiábamos la quebrada”. Se trataba de una actividad que compaginaba con sus estudios y trabajo en el Centro Médico de Caracas, donde la doctora Josefa Vivas de Vegas un día le recomendó estudiar en el Hospital John Hopkins, en Baltimore, Estados Unidos. Allí se especializaría en niños con errores innatos del metabolismo.

De las clases en Baltimore saltó a Guatemala, donde el Instituto de Nutrición de Centroamérica y Panamá (INCAP) preparaba un programa de maestría en seguridad alimentaria. Siendo estudiante pudo conocer más de cerca la realidad centroamericana, aunque les exigían a los alumnos internacionales que sus tesis trataran sobre sus países. Susana utilizó la experiencia en Catuche para diseñar un sistema de distribución local de alimentos, que recortara los precios de los productos. Regresó a Venezuela para empezar.

Corría ya el año 1998 y la gente estaba embelesada con las venideras elecciones presidenciales. Nadie esperaba la tragedia. Mientras hacía las entrevistas, nunca imaginó que aquello sería arrastrado por la quebrada. Luego decidió irse a Bogotá, Colombia, a trabajar en UNICEF, gracias a una propuesta que le hizo Aaron Lechtig, director para Asuntos de Nutrición en América Latina en esa institución.

Allí duró dos años y se enamoró de un hombre de quien prefiere reservar el nombre. Era de izquierda y acababa de llegar de Cuba. El destino los separó bruscamente, cuando participaba en una campaña humanitaria, en Burundi, llevando un convoy de alimentos; fue asesinado en un ataque terrorista. En la oficina nadie podía creerlo, a Susana eso le afectó mucho.

Después de culminar su tesis de grado regresó a Venezuela con intención de ponerla en práctica. Sin embargo, el deslave de Vargas llegó primero. Frente al desastre no pudo hacer mayor cosa. Ese día, parada en el puente El Guanábano, se sintió vacía. Después de recorrer el sitio comprendió que no quedaba mucho por hacer. Aprovechó que todavía tenía unos proyectos en el INCAP y se devolvió a Guatemala. Visitaba a su familia dos veces al año, en agosto y en diciembre. Así se mantuvo hasta el año 2004, cuando, finalmente, optó por irse a España para formarse en Derechos Humanos.

Hasta ese momento, llevaba 7 años trabajando en proyectos sociales.

En un curso ofertado por la Universidad Complutense de Madrid y la Cruz Roja española, Susana Raffalli comprendió la importancia de la alimentación en las emergencias humanitarias, y con estas credenciales se postuló al Oxford Committee for Famine Relief (Oxfam), confederación internacional con la que trabajó en varios proyectos sociales en todo el mundo, desde el tsunami indonesio de diciembre de 2004 hasta campañas en varios países asiáticos y africanos. De aquellas experiencias recuerda una lección que no olvida: a veces toca tener que negociar con dictadores, con los que tienen el control.

Utiliza una metáfora para explicar esa lección: “Si vamos todos en un avión y se empieza a caer. Tú tienes al piloto legítimo amarrado en el baño y a los secuestradores en la cabina. Quieres salvarte y salvar a todos los pasajeros. ¿Tú vas a ir al baño por el piloto legítimo o te vas con los locos que están manejando? La acción humanitaria se hace con los que tienen el control. No tiene sentido negociar con alguien que si bien es legítimo no tiene poder”.

Su regreso definitivo a Venezuela fue en 2011, debido a la enfermedad de una de sus hermanas. Aunque estaba en contacto con la realidad venezolana, le costó entender cómo funcionaba la gestión humanitaria en el país, pues sus colegas eran del ámbito clínico y su formación social la adquirió afuera.

Intentó con la Fundación Bengoa, pero esa organización era más social que humanitaria. La degradación de la calidad de vida de los venezolanos aumentaba con velocidad. Debía decidirse rápido. En casa las cosas tampoco andaban bien; una segunda hermana falleció en el año 2013.

La salud de su madre tampoco se encontraba en su mejor momento. La muerte de sus dos hijas la afectaron bastante. Susana se quedó en el país para hacerle compañía. La crisis empezó a ahogar a los venezolanos en 2016: inflación, devaluación, escasez y especulación eran las palabras más comunes que definían la situación. Era hora de hacer algo.

Caritas, una organización “al servicio de los más pobres”, le interesaba mucho. Allí le propusieron un trabajo y lo aceptó. Además, formaba parte de la Iglesia católica. Era como volver a la idea de donde inició todo, la caridad cristiana y la justicia social que tanto le inculcaron las monjas del colegio San José de Tarbes.

En 2018 recibió el premio franco-alemán de Derechos Humanos y Estado de Derecho. En 2020, entró en la lista de las 100 mujeres más inspiradoras e influyentes en el mundo, selección realizada por la BBC. Eso todavía la sorprende. Fue por su trabajo durante la pandemia: “Diseñamos un sistema de alimentación grande, con comedores y ollas comunitarias. Ayudamos a mucha gente. Lo hicimos con la Congregación de las Hermanitas de los Pobres, quienes se encargan de llevarles comida a los presos del Rodeo”.

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Este texto se produjo bajo la dirección y coordinación  de la asociación civil Medianálisis (medianalisis.org) como parte de un proyecto para reseñar y destacar el trabajo de la sociedad civil en Venezuela.


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