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Pobre favor pensé me había hecho Santana cuando me entrego Stoner. Tomé el libro en mis manos y él me dijo: “Debes leerlo”. Miré la portada blanca, las letras en azul. El sello que celebraba los 50 años de un texto para mí desconocido. Luego dirigí la vista a la pila de libros reservados que obviamente les otorgaba más valor que a las doscientas cuarenta páginas de un autor que ignoraba.
Santana contemplaba mi duda e insistía: “Llévate este primero”.
Por aquello de la confianza ciega que se debe tener en un amigo librero (especie en extinción, al menos por estos lares), tomé el libro y me lo llevé.
Llegué a casa, puse de lado los cuatro o cinco textos que leía en simultáneo y comencé a leer.
Valga la pena aclarar que lo de las lecturas simultáneas no es una habilidad innata. Es una malformación de exalumno de la UCAB por aquellos años donde las cholas tenían GPS, A.S Neill nos ponía en las narices la utopía de “Summerhill”, y en contraparte, el Dr. Julio Aray nos incitaba con aquello del “Sadismo en la enseñanza”. Pero por más que sonara atractivo y me sintiera tentado a pensar en ello, los padres jesuitas no dejaban de recibirnos cada primer día de clase con la lista de libros que debíamos leer anualmente (porque se estudiaba por año), especificando detalladamente las páginas obligatorias, si uno pretendía graduarse algún día de psicólogo.
Ahí comenzó el régimen de leer dos libros, tres, cuatro, o cinco, más otras tantas guías al mismo tiempo. No había, gracias a Dios, inteligencia artificial que pensara por mí. Había bibliotecas, y archivos con fichas donde uno buscaba, por largo tiempo, un autor, un libro en particular. Cuando por fin lo conseguía y entregaba la ficha correspondiente al encargado, éste tenía a bien decirte: “Se lo acaban de llevar”. Pero eso es otra historia; o quizás parte de la misma, la que tiene que ver con Stoner.
Eran otros tiempos aquellos, los de la creencia tan clase media, de que una carrera universitaria nos iba a garantizar ganarnos la vida y el “ser alguien” en el futuro. Más que una creencia era una convicción. Entonces, algunos creían en las izquierdas (porque si eras adolescente y no eras socialista, no tenías corazón), y otros más prácticos, creían en el futuro. ¿Que importaba? Love was in the air. Éramos jóvenes, imitábamos a Travolta en las fiestas, comíamos pizza en El León, íbamos por la tertulia de medianoche al Gran Café y amanecíamos arepa en mano. El futuro era como la definición de libertad de Canetti: el lugar al que uno quiere ir porque no tiene nombre, era indeterminado y no tenía fronteras.
Podíamos hacerlo, porque algo nos deslumbraba, como a William Stoner cuando cambió la ingeniería agrícola por la docencia en letras. El adolescente es una extraña y contradictoria versión de ese Saturno de Rubens devorando a sus hijos. Sin embargo, el peligro que el joven no logra visualizar es que, en su caso, no hay hijos que devorar sino su propia imagen en el espejo. Trágicamente lo describe Reinaldo Arenas en su “Asalto”:
…me seguí mirando. Hasta comprender, cada vez más claramente, que me iba pareciendo cada vez más a ella, que mis ojos, mi nariz, mis patas y mi jeta iban siendo cada vez más los de ella. Que iba yo dejando de ser yo para ser ella.
Y supe naturalmente, y cada día lo sé más, que si no la mataba rápido sería ella, me volvería ella misma, y entonces, siendo ella, ¿cómo iba a poder matarla?
También los adolescentes rechazábamos la idea de requerir cierta edad para comprender que la palabra porvenir se refería a otra cosa; que la única posesión de un “ser respirante” (expresión que no existe, no la “gugleen”), es el presente. Y no me refiero a la inmediatez con que se vive hoy, sino al presente como tiempo verbal del modo indicativo, tan necesario cuando, especialmente, se habita este extraño primer tercio del siglo XI, digo, XXI.
Pero evitemos la parlería político-económica, y vayamos a las emociones humanas que es lo que nos importa, particularmente cuando estamos frente a un monumento como Stoner (1965); y digo monumento, pues es el adjetivo que le calza a esa narrativa íntima de John Williams.
Quienes busquen arabescos y crímenes, aquí no encontrarán nada de eso. Es tan solo una novela de lo cotidiano, donde lo único que ocurre es el respirar de su protagonista en el devenir de una vida elegida, entre las cuatro paredes del ser profesor. Profesor universitario. Y quizás ahí su vida toca la mía como el estudiante que fui y el docente que soy.
Stoner puede ser cualquiera que alguna vez haya asumido el reto de la docencia. Stoner es noches preparando clases, amaneceres corrigiendo exámenes, tardes en sala de profesores cansados, que de tanto cansancio solo quieren permanecer en silencio. Stoner es pizarrón y papel y tiza y cuadernos y notas. Son miradas sedientas de saber, logros de los cuales uno se siente responsable, sorpresa ante el efecto de una palabra que cambia el instante de una vida sin uno recordar haberla pronunciado; así como expectativas suspendidas, petulancia gratuita e irresponsabilidad absurda, trampas para “pasar” y algun padrino que pide “un favor y no pienses que te presiono con eso”
Cada una de las pisadas de Stoner, resonando por los pasillos plenos de estudiantes son las nuestras, así como el solitario andar por los mismos cuando las horas se han ido entre las mil y una demandas que devoran el tiempo en una casa de estudios.
Conozco ese sonido perfectamente; así como las alegrías y tristezas de lo cotidiano, que no hacen más ruido que la miseria humana que puede esconderse tras una reluciente toga, que sabe ponernos obstáculos cuando nuestras metas chocan con las suyas…
Vio hombres buenos caer en una lenta decadencia de desesperanza, destruidos al ver destruido su concepto de una vida decente, les veía caminar desanimados por las calles, con la mirada vacía como añicos de cristal roto; les veía encaminarse hacia las puertas de atrás, con el amargo orgullo de los hombres que avanzan hacia su propia ejecución, a mendigar el pan que les permitiera volver a mendigar, y vio hombres que una vez caminaron erguidos por efecto de su propia identidad mirarle con envidia y odio por la débil seguridad que él disfrutaba como empleado de una institución que, no se sabe por qué, no podía caer.
No expresó esta consciencia, pero conocer la miseria común le afectó y le cambió profundamente sin que nadie lo apreciara. La tristeza por los apuros ajenos le acompañó en todos los momentos de su vida.
Y es así, el saber lamentablemente retrocede frente a las pasiones.
Pero no desesperancen, las pasiones también mueven el saber, y de eso también trata Stoner. Silenciosamente lo demuestra en su pequeña venganza, la cual, amable lector, no te voy a develar.
Leí el libro en dos días. Reservándolo para las noches. Esperándolo durante el día. Deje a un lado a Freud y a Don Quijote. Stoner dejaba de ser papel y se me hacía espejo. Stoner me retaba. ¿Cómo se pudo escribir esto con tal sencillez y con tanta profundidad? ¿Cómo en 50 años pudo ser la gran novela desconocida? Recordé a Van Gogh que no supo del éxito en vida, y el consuelo que alguna vez me diera José Balza: “Uno nunca sabe el destino de un libro”
Y ahí estaba yo, hundido en mi poltrona azul, leyendo, retrocediendo para volver a leer. Tratando de dilucidar el misterio de una sencillez narrativa que sigilosamente me contaba acerca de las trampas del amor a primera vista, el arrebato de la vocación, el consuelo del silencio, y aquello que no se dice de una relación.
Y desde ese presente que una vez pensé pudiera ser mañana; desde la mirada en tiempos de madurez, Williams reflexiona a través del eco de la soledad de Stoner, en torno a aquellos pasajes de la condición humana, que sólo pueden atisbarse, cuando ya no hay nada que observar:
Y había querido ser profesor, y lo fue, aunque sabía, siempre lo supo, que durante la mayor parte de su vida había sido uno cualquiera. Había soñado con un tipo de integridad, un tipo de pureza cabal, había hallado compromiso y la desviación violenta de la trivialidad. Se le había concedido la sabiduría y al cabo de largos años había encontrado ignorancia. ¿Y qué más?, pensó. ¿Qué más?
¿Qué esperabas?, se preguntó.
Abrió los ojos. Estaba oscuro. Entonces vio el cielo afuera
Terminé de leerlo con la necesidad de volverlo a empezar, pero decidí no embriagarme con su lectura. A mi lado, tengo la deuda pendiente con Cervantes o, mejor dicho, conmigo mismo, que a esta altura de mi vida debo saldar.
Tomé el libro, lo iba a colocar en la biblioteca, donde estaban aquellos ya leídos, pero un impulso me hizo retroceder. Miré el tramo de libros por leer. Dudé y decidí abrir las páginas de Stoner al azar. Ahí estaría la respuesta de lo que debería hacer. Ahí estaba:
El amor a la literatura, al lenguaje, al misterio de la mente y el corazón manifestándose en la nimia, extraña e inesperada combinación de letras y palabras, en la tinta más negra y fría… el amor que había ocultado, como si fuese ilícito y peligroso, empezó a exhibirse, vacilante en un principio, luego con temeridad y finalmente con orgullo.
Entonces coloqué el libro sobre mi escritorio y comencé a escribir estas palabras que hoy dejo para ti, cómplice lector.
Y tras el punto final, comprendí que después de todo esto, parece que no fue tan pobre el favor que el librero me hiciera.
***
Williams, John. Stoner. Ediciones de Baile del Sol. Quinta edición. Tenerife, 2022
Johnny Gavlovski
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