Sócrates sobre la máxima “Conócete a ti mismo”

Escultura de Sócrates en la Academia de Atenas. Fotografía de C messier | Wikimedia Commons

25/03/2023

El origen de la máxima “conócete a ti mismo”, gnôthi seautón, se pierde en los límites entre lo legendario y lo histórico, en ese lugar impreciso que los griegos llamaban sophía, la sabiduría. En principio, cuenta Pausanias en su Descripción de Grecia, parece que la frase estaba inscrita en el frontón del templo de Apolo en el santuario de Delfos. Esto implica que ya en un tiempo tan remoto formaba parte de una especie de sabiduría popular consagrada, lo que prueba el hecho de estar nada menos que inscrita en el mármol de un santuario panhelénico. En efecto formaba parte de lo que se dio en llamar las “máximas délficas”, diez aforismos contentivos de esta sabiduría.

Los historiadores, pues, no se ponen de acuerdo acerca de su origen. Algunos la atribuyen a Pitágoras, otros a Heráclito, o a alguno de los Siete Sabios, incluso al mismo Apolo según ciertas leyendas. En el Protágoras, Platón cuenta que fueron los Siete Sabios quienes ofrecieron a Apolo llevar a Delfos la frase como una ofrenda, pues la consideraban “el principio de la filosofía” (Prot. 434 b). También la fecha de su aparición es incierta. Un incendio destruyó el templo en el 548 a.C. y el edificio debió ser reconstruido en la segunda mitad del siglo VI. Algunos se inclinan a pensar que la frase fue inscrita por estas fechas. Otros como Christopher Moore (Socrates and Self-Knowledge, Cambridge, 2015) piensan que debió ser un poco después, entre el 525 y el 450 a.C., cuando Delfos se convirtió en un verdadero “centro de sabiduría”. Como quiera, el hecho de que se contara entre las diez máximas délficas y que estuviera inscrita en un prestigioso centro del panhelenismo como Delfos, el ómphalos, el “ombligo del mundo”, demuestra que los griegos se la tomaban muy en serio.

También es verdad que la frase entró en la filosofía de la mano de Sócrates, quien la reinterpretó. Entre los académicos, el interés socrático en el conocimiento de sí mismo ha sido entendido de diferentes maneras. Para algunos, es simplemente imposible llegar al verdadero autoconocimiento, pues somos individuos cambiantes. ¿Cómo conocer realmente algo que siempre cambia? Otros como Mary McCabe (“Plato’s Charmides on Knowledge, Self-Knowledge and Integrity”, Abingdon, 2011) piensan que el conocimiento de sí mismo es central para el proyecto socrático. Implica un esfuerzo metódico por conocer nuestros principios y creencias, y aún más nuestros defectos y nuestra ignorancia, a fin de mejorar y alcanzar la propia excelencia, la ansiada areté, la virtud, objeto de la conducta ciudadana como de la mayoría de los sistemas éticos. Según esta interpretación, el autoconocimiento es un paso fundamental para nuestra superación como seres humanos, para nuestro progreso personal.

Queda por dilucidar un punto fundamental, y es la naturaleza de ese interior que debemos conocer. ¿Es algo que previamente existe en todos nosotros, o es algo que vamos construyendo a medida que vivimos, comemos, amamos…? ¿Es acaso una entidad que debemos descubrir? ¿Debemos, pues,  construirlo o encontrarlo? La tentación nos llevaría a pensar en el “alma”, tal como la concebimos los cristianos. No nos engañemos, los griegos de entonces aún desconocían el concepto del alma cristiana, y la psykhé es otra cosa. Para la psicología socrática nuestra interioridad consiste en algo un poco más intelectual. 

Hay en nosotros una cierta “individualidad” consistente en un conjunto de creencias y deseos que de alguna manera condicionan nuestra conducta. Desde luego, para ello se hace imprescindible el conocimiento de la verdad, pues de ello dependen nuestros valores y creencias. Allí entra en escena la “mayéutica”, el método por el que, a través de la conversación, Sócrates inducía a encontrar las verdades que guardamos en nuestro interior, a “parirlas”, para seguir la imagen etimológica del término. A través de la conversación con el maestro somos capaces de encontrar las verdades que construyen el mundo, o al menos nuestro mundo. Sócrates imagina a nuestro interior no como un lugar, sino como un mecanismo de permanentes descubrimientos, como una práctica continua. El descubrimiento de nuestro interior como práctica de libertad.

Pero la frase también comporta un importante significado político, más allá de su naturaleza interior e individual. En el Alcibíades de Platón, Sócrates conversa con Alcibíades, joven rico cuya belleza y talento eran conocidos en Atenas, así como su gran ambición, acerca de si él se encuentra preparado para dedicarse a la política. En la conversación, Alcibíades se muestra confiado y seguro de aventajar a sus conciudadanos atenienses, aunque también ignorante de conceptos básicos en el arte política, como son la justicia o la virtud. Entonces Sócrates le dice: “querido amigo, hazme caso a mí y a lo que está escrito en Delfos, «conócete a ti mismo», porque nuestros rivales son estos y no los que piensas. A ellos no los podremos vencer si no es a través del cuidado de ti mismo y de la técnica” (Alc. 124 a). Prestarse atención, cuidar de sí, en palabras de Foucault, en toda su dimensión psicopolítica. Conocerse y gobernarse primero a sí mismo antes que a los demás, para poder dominar la “técnica” política, la tekhnè politikè. Recordemos que en el Gorgias, Sócrates dice: “yo llamo política a la «técnica» que tiene el alma por objeto” (Gorg. 464 b). La ciencia del poder se convierte, pues, en una práctica de la prudencia y de la mesura que requiere previamente del autocontrol, el conocimiento y el dominio de sí. Difícilmente podrá alguien gobernar a una ciudad si no sabe cómo gobernarse a sí mismo, es lo que en definitivas cuentas quiere decirnos Sócrates. 

“Conócete a ti mismo” queda, pues, como un reto formidable, una de esas ideas fundadoras sobre la que se erige no solo la psicología y la filosofía, tal y como las conocemos hoy en esta parte del mundo, sino incluso la política y el nacimiento mismo del humanismo. En cuanto a nosotros, la frase termina convirtiéndose en piedra angular no solo de nuestra propia superación, sino también de nuestra inteligencia emocional y, por tanto, de nuestra convivencia social.


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