Perspectivas

Relaciones (muy) peligrosas

04/06/2022

Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano. 1789. Atribuido a ean-Jacques-François Le Barbier

El martes 3 de febrero de 1795, día de San Blas, se develaba en Madrid una conspiración con el objeto de convertir el decadente reino de Carlos IV en una república a la francesa. Los conspiradores, encabezados por Juan Bautista Mariano Picornell y Gomila, mallorquín de Palma, masón, maestro y autor de tratados pedagógico-políticos, eran hombres de profesión liberal, profesores, abogados, médicos, entre los que figuraban José Lax, Sebastián Andrés, Manuel Cortés Campomanes, Bernardo Garasa, Juan de Manzanares, Joaquín Villalba y Juan Pons Izquierdo.

No era Picornell hombre vulgar. Había escrito ensayos en los que proponía nuevos modelos para reformar la educación. De holgada familia terrateniente, en Madrid había adquirido conocimientos suficientes en letras, filosofía, lenguas y matemáticas. También en la Villa y Corte llegó a fundar un colegio. En Salamanca había sido condiscípulo del Abate Marchena, el mismo que emprenderá en 1820 la primera traducción moderna de De rerum natura de Lucrecio en endecasílabos blancos, único antecedente de la traducción de nuestro Lisandro Alvarado. Marchena, que no era religioso ni mucho menos abate, y que no sabía por qué le habían puesto ese mote aunque tampoco le disgustaba, había ingresado en 1784 a la Universidad de Salamanca antes de pasar, como buen ilustrado español y “afrancesado”, la mayor parte de su vida exiliado en Francia. Activista liberal, a él se debe también la primera traducción del Contrato Social de Rousseau, así como de otras obras de Montesquieu, Voltaire y Molière, además del poema de Lucrecio. Por lo demás, no será su traducción del De rerum natura el único punto que lo relacione con nuestro país, pues a comienzos de 1796 le tocará compartir exilio en Suiza con un tal Francisco de Miranda.

Tampoco estaba Picornell rodeado de una pandilla de mediocres. Antes bien, se trataba de un grupo de intelectuales liberales e ilustrados: Lax, aragonés, había sido hasta ese año de 1795 profesor de humanidades en Madrid; Cortés Campomanes, ayudante de profesor en el Colegio de Pajes; Andrés, también aragonés, había opositado a una cátedra de matemáticas en San Isidro el Real; Pons Izquierdo, maestro de francés y de humanidades, y había traducido los Derechos del hombre y del ciudadano. Todos ellos fueron apresados la víspera de la revolución, sentenciados y condenados a la confiscación de sus bienes y la horca. Todos menos Bernardo Garasa, que logró huir a Francia. Y la condena se hubiese cumplido si no fuera porque un agente del gobierno francés, M. Perignon, intervino ante Su Majestad en favor de los reos, alegando que nadie podía ser ejecutado por motivos políticos. Al rey borbón, en plena guerra contra Inglaterra, no le interesaba malquistarse con sus aliados franceses, por díscolos que fueran. De modo que, por real decreto del 26 de julio, a los conjurados se les conmutó la pena de muerte por algo tal vez igual o peor en opinión de los jueces: la reclusión perpetua en los castillos de Puerto Cabello, Portobelo y Panamá, allá en las remotas y malsanas orillas del trópico americano. “Un destierro perpetuo entre los salvajes”, dice la condena.

Acaso las pésimas condiciones de navegación en las aguas del Caribe se hayan debido entonces a la guerra, acaso al endémico y viejo mal de la piratería, o acaso a ambas, lo cierto es que, por obra del azar, cuatro de los conjurados de San Blas irían a parar a La Guaira, en principio temporalmente, a la espera de poder ser trasladados a su destino final. Es así que el 3 de diciembre de 1796 el bergantín-correo “La Golondrina” traía a Picornell al puerto venezolano, en cuyas mazmorras fue depositado. Pronto se le unirán Andrés, Lax y Campomanes en la imprevista escala, quienes fueron llegando entre febrero y mayo siguientes. Fue, pues, una mezcla del azar y la guerra lo que volvió a reunir a los conspiradores de San Blas al otro lado del Atlántico.

De ahí a que entraran en contacto con Manuel Gual y José María España era solo un paso. Para éstos significaba la posibilidad de llevar a cabo los planes que por tanto tiempo veían maquinando; para aquéllos, la posibilidad de proseguir con las actividades subversivas que habían tenido que suspender un año antes en la península. Uno de los aspectos más resaltables de la conjura es la abundancia de documentos producidos. A través de ellos podemos reconstruir no solo su actividad subversiva, sino también su pensamiento. Pino Iturrieta (La mentalidad venezolana de la emancipación, Caracas, 2007) llama la atención acerca de su “básica unidad ideológica”. En el informe del gobernador Carbonell se da cuenta de los papeles incautados en casa de Gual, “muchos de su propia letra y algunos de otra que aunque desconocida, se infiere sea del reo de Estado Juan Picornell”. De Gual o de Picornell, los papeles muestran el incontestable influjo del pensamiento político de la Ilustración, donde no faltan Montesquieu, Rousseau, Hobbes, Locke, Payne ni Raynal. Tampoco falta el documento que recoge la crema del catecismo político ilustrado: la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano. En circular fechada el 11 de diciembre de 1797, la Audiencia de Caracas amenaza “con pena de doscientos azotes, cuatro años de presidio o muerte, según el caso” a quien tuviese noticia de este peligrosísimo papel y no la comunicara a las autoridades.

A mediados de año los hechos se precipitan. El 4 de junio escapan de prisión Picornell, Andrés y Cortés Campomanes. Lax no pudo escapar porque había sido trasladado a Puerto Cabello el día anterior. Picornell y Cortés se esconden en La Guaira hasta el día 16, y después en Macuto hasta que huyen a Curazao el 25. Andrés se dirige a Caracas, donde es aprehendido el 5 de julio y encarcelado. El 27 de septiembre es conducido a Puerto Cabello y finalmente liberado en 1810 por la Junta de Gobierno de Caracas, que le ofrece la dirección de la Academia Militar de Matemáticas. Andrés rehusará “por no tomar parte de un gobierno que marcha contra los intereses de mi patria la España”. Picornell y Cortés pasan de Curazao al Caribe francés, tal vez Guadalupe, donde imprimen textos revolucionarios que envían a Tierra Firme. Consta que uno de estos textos es la Declaración de los derechos del hombre, que imprimen con pie de imprenta falso.

Ni Gual ni España, lo sabemos, tuvieron la misma suerte. Los planes continúan y el golpe se fija para el 16 de julio, día del Carmen. La mañana del 11 Manuel Montesinos, acaudalado comerciante aragonés implicado en la conjura, comenta los detalles de la misma a su barbero, Juan José Chirinos, a la sazón Oficial del Batallón de Pardos, por ver si ganaba la adhesión de sus armas. Chirinos, asombrado, no tarda en contar a sus compañeros de milicia lo que ha escuchado, y estos a sus superiores, hasta que la noticia llega a los oídos del Capitán General, don Pedro Carbonell, “ya bien entrada la tarde del 13”. Numerosos implicados fueron encarcelados, aunque Gual y España pudieron huir, al parecer a Curazao, como un mes antes Picornell y Cortés. No se sabe si los cuatro llegaron a reunirse en la isla, lo cierto es que los dos venezolanos siguen a Trinidad, conocida la proclama del gobernador Picton en apoyo a las insurrecciones sudamericanas. José María España será mencionado por Dauxion Lavaisse (Voyage aux îles de Trinidad, de Tobago, de la Marguerite, et dans diverses parties du Vénézuéla, dans l’Amérique méridionale, Paris, 1813), quien afirma haberlo conocido en Trinidad. Manuel Gual, por su parte, mantuvo por un tiempo correspondencia con Miranda, en la que suministraba valiosas informaciones. Después vendrá el trágico final de ambos. España regresó a La Guaira donde fue detenido, procesado, condenado a suplicio y ejecutado de la manera más cruel en Caracas el 8 de mayo de 1799. Gual murió al año siguiente en San José de Oruña, Trinidad, dicen que envenenado.


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