Ramón J. Velásquez. Ca 1990 / Esso Álvarez. Fotografía del ©ArchivoFotografíaUrbana
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En la editorial Planeta, cuando publicaron La caída del liberalismo amarillo, me pidieron que escribiera la contraportada. Afirmé allí: “No parece casual que los venezolanos hayan fijado los ojos en el autor, Ramón J. Velásquez, hasta el punto de designarlo Presidente de la República en un período tan descompuesto como el que estudia. La designación otorga una relevancia inusual a su obra, pero también le ofrece una esperanza a nuestro atolladero. Gracias a la solvencia del intelectual en el conocimiento de los sucesos que una vez condujeron a Venezuela hasta el borde del abismo, se puede esperar una gestión de resultados plausibles. Mejor ocasión no se había presentado de saber para qué sirve la historia”. Entonces y ahora, considero que los aciertos del ciudadano Velásquez, especialmente en la parcela política, dependieron de la obra del historiador que en esencia fue. En consecuencia, trataré de mostrar aquí algunas de sus contribuciones como indagador del pasado.
Fue trascendental lo que hizo en materia de custodia y divulgación de fuentes primarias. En especial la organización de un precioso repositorio para el entendimiento de la contemporaneidad, el Archivo Histórico de Miraflores, cuya oferta de materiales inéditos resulta esencial para el análisis de la vida pública en el siglo XX. No solo se ocupó de encontrar los presupuestos del caso, sino también de la redacción de los epígrafes de las secciones de 150 volúmenes publicados partiendo de los documentos guardados en su seno. Lo más importante sobre las dictaduras de Cipriano Castro y de Juan Vicente Gómez, conocidas hasta entonces de manera fragmentaria o a través de anécdotas inconexas, estuvo, por fin, al alcance de los investigadores y del público en general. Hasta entonces los análisis se limitaban a la averiguación hemerográfica y a los recuerdos de los testigos de la época, sin que el gran volumen de las fuentes públicas estuviera disponible.
La mayoría de las grandes obras que se dedican al análisis de los sucesos ocurridos entre 1899 y 1935 circulan después de la apertura del Archivo Histórico de Miraflores. Lo mismo sucede con los fenómenos del posgomecismo, con los inicios de la democracia a partir de 1945 y con la dictadura militar de Pérez Jiménez. Si se agrega el aporte de millares de imágenes conservadas y ordenadas en el archivo, estamos ante una de las recopilaciones de datos más completas de la historia contemporánea. La memoria de los hechos de nuestros abuelos hubiera desaparecido, o fuera apenas un remedo pintoresco, sin el soporte documental que logró la sociedad gracias al empeño de un político de amplias miras.
Después emprendió otra relevante faena, la Fundación para el Rescate Documental de Venezuela, para entregar a los estudiosos, de manera coherente, los informes de los diplomáticos extranjeros sobre la vida domestica en general. La historiografía se había limitado a los confines nacionales, debido a la escasez de fuentes foráneas. La mirada de los historiadores dependía de la interpretación de los protagonistas del contorno, sin el soporte de explicaciones o descripciones de mayor aliento que vinieran de voceros diversos, de sonidos distintos a los habituales. Aparte de la documentación relacionada con los convenios diplomáticos de mayor envergadura, solo un poco de las versiones de las legaciones extranjeras sobre nuestra sociedad se había filtrado hasta el conocimiento de los historiadores, o de la opinión pública en general. Gracias a los contactos llevados a cabo por la Fundación con el soporte de la Biblioteca Nacional, las versiones del vocero ajeno se agregaron a los entendimientos del vocero oriundo, para la realización de investigaciones redondas que antes no se podían hacer. La incorporación de la mirada oficial del otro ha permitido estudios de una profundidad inusual, por consiguiente.
También le debemos ediciones monumentales de documentos, la mayoría desconocidos o de ardua localización, sin los cuales no hubiéramos salido de las versiones simples o planas del estado nacional a través del tiempo. Me refiero, en primer lugar, a la serie Pensamiento político venezolano del siglo XIX, compuesta por quince volúmenes cuidadosamente apuntados por los recopiladores, en cuyas páginas se han nutrido con provecho los especialistas y los simples curiosos. Puso el ojo en dos investigadores excepcionales, Pedro Grases y Manuel Pérez Vila, buscó los recursos en las arcas de la Presidencia de la República y echó a andar el ambicioso designio.
Las versiones del comienzo de la autonomía republicana, de las hegemonías personalistas, de las guerras civiles y de los esfuerzos del antiguo civismo, son otras después de la edición de esta colección imprescindible. Sobre la mayoría de los pensadores de la época apenas se tenía noticia somera, no en balde buena parte de sus escritos permanecía perdida o era de ardua localización. Muchos documentos imprescindibles se ocultaban en los anaqueles de las bibliotecas, o no se habían divulgado sino solo cuando aparecieron por primera vez. Había atribuciones falsas de diferentes obras, debido a la prisa de la improvisación y a las presiones de un tiempo en el cual se vivía a salto de mata. De las grandes polémicas de prensa sucedidas entonces apenas se tenía un recuerdo superficial, o, en no pocas ocasiones, ninguna referencia. En consecuencia, la antología del Pensamiento político venezolano del siglo XIX es una obra mayor en el ámbito de la investigación histórica que se ha realizado en Venezuela desde su fundación como república, aunque parezca hiperbólico.
Pero no detiene el esfuerzo, hasta adelantar una titánica edición de 130 volúmenes sobre el Pensamiento político venezolano del siglo XX. Un fatigoso rastreo, una búsqueda que parece interminable, el movimiento que insufla a un enjambre de historiadores jóvenes, desembocan en un legado de extraordinaria entidad para el análisis de nuestros días. Lo más digno de atención en relación con el tratamiento de los asuntos del bien común en el período contemporáneo se incluye en sus páginas. La diversidad de las fuentes, debido a la multiplicación de los partidos y de los voceros políticos y a la heterogeneidad de las formas de comunicación, implicó un desafío de gran estatura, pero la faena no cesó hasta su culminación. Si se agrega la colección de Fuentes para la historia republicana, que coordinó para la Academia de la Historia, la colección Venezuela peregrina que recoge títulos de venezolanos en el exilio, y su creación de la Biblioteca de temas y autores tachirenses, extensa como ninguna en la escala regional, estamos frente a un trabajo sin parangón.
Si el lector se pregunta cómo pudo hacer tanto sin abandonar sus obligaciones políticas, se sorprenderá al saber que su bibliografía individual está compuesta por 40 títulos, algunos tan importantes como: La caída del liberalismo amarillo. Tiempo y drama de Antonio Paredes, Confidencias imaginarias de Juan Vicente Gómez, El proceso político venezolano del siglo XIX y La obra histórica de Caracciolo Parra Pérez. De esta lista conviene el comentario de dos obras en particular, que gozaron del favor de los lectores.
La caída del liberalismo amarillo. Tiempo y drama de Antonio Paredes, en primer lugar. Analiza un período de descomposición que dará paso a las dictaduras del siglo XX y a la desaparición de las banderías tradicionales, pero rescata la dignidad de sus protagonistas y la seriedad de sus ejecutorias. No es poca cosa, si consideramos cómo se había juzgado hasta entonces a los políticos decimonónicos cual un conjunto de pigmeos, cual una reunión de mediocridades orientadas a la destrucción de la sociedad. La investigación de Velásquez los muestra como fueron, hombres de un tiempo que la altivez de la posteridad había subestimado sin fundamento serio, figuras de una etapa fundamental que la irresponsabilidad del futuro había condenado a los rincones de la opacidad. Confidencias imaginarias de Juan Vicente Gómez, después, debido a la profundidad de la introspección de una de las figuras más influyentes de nuestra contemporaneidad. Nadie pudo saber lo que pensaba un hombre de presa que hablaba poco, pero las intimidades que comunica valiéndose de la pluma del historiador se ajustan a las sensaciones que tuvieron de su tránsito las colectividades de su lapso y de más tarde. ¿Cómo? El rigor de una meticulosa indagación lo convierte en traductor fidedigno de un tirano silencioso.
En 1993, cuando corre grave riesgo la democracia, venezolana, los ojos de la clase política se detienen en Ramón J. Velásquez. Los partidos en decadencia, las instituciones sin el favor de la colectividad, todavía fresco el recuerdo de la intentona golpista del comandante Hugo Chávez, el presidente Pérez enjuiciado y echado del poder, la banca en problemas que amenazan su supervivencia, los empresarios y los grandes comunicadores con hartas ganas de suplantar a los líderes que a duras penas predominan… un cúmulo de circunstancias adversas aconsejan la búsqueda de un navegante experto. Pese a que se le niega el soporte permanente de las organizaciones políticas, el escogido asume el reto e impide el fracaso del republicanismo acosado desde diversos frentes. Culmina su gestión como Presidente Constitucional en febrero de 1994, garantizando la continuidad del proyecto de sociabilidad iniciado en 1958, que estaba a punto de zozobrar. ¿Por qué lo buscan, en medio de la tempestad?
Por su combate denodado contra el perezjimenismo, desde luego. Por su labor de compañía del presidente Betancourt, como Secretario de la Presidencia de la República en tiempos de refundación democrática rodeados de amenazas armadas. Por su trabajo parlamentario desde los años sesenta, prenda de apertura y conciliación. Por su faena de promoción de valores y productos patrios en la Asociación Pro Venezuela. Por el auxilio que presta a Caldera cuando se lleva a cabo la política de pacificación, a través de la cual se cierra un ciclo de violencia política. Por sus trabajos primordiales en la Comisión Presidencial para la Reforma del Estado, que refresca la vida de un sistema tieso y distanciado de las masas. Sobran las razones para buscar su auxilio, la mayoría procedentes de su quehacer en la parcela de la vida política y en cargos públicos de relevancia. No se equivocan los azorados líderes cuando confían en sus habilidades de hombre corrido en cien plazas, pero quizá no piensen en su virtud cardinal cuando le piden que los aleje del trance de la muerte. Tal vez ignoren que vale más su auxilio por el conocimiento del pasado venezolano que por su probado currículo.
Debido a su complicación, las circunstancias de entonces no dependen del cálculo inmediato que habitualmente prevalece en los dominios del poder. No es cuestión de pensar en los días siguientes, sino en procesos más lentos y morosos. Las hojas del calendario que se debe consultar no son las que mueven la vida de los hombres comunes, sino otras de difícil movilidad a través de las cuales se percibe e impone la larga duración. Las medidas no se piensan en función de un golpe militar fracasado que sucedió en la víspera, o de un mandatario defenestrado hace poco, sino mediante la revisión de cómo sucedió antes frente a desafíos semejantes, a través del análisis de cuál fue la conducta de la sociedad ante hechos irrepetibles, pero parecidos. Si ejerce así su oficio, el líder no actúa como político sino como historiador, o como político-historiador, cuando se da el insólito caso. Tal es el predicamento de Ramón J. Velazquez, que seguramente no aprecian del todo los que lo conducen hasta el Palacio de Miraflores.
Es evidente que el compromiso de Ramón J. Velásquez con el bien común remite a un vínculo con el republicanismo que determinó su conducta desde la juventud, pero la comprensión cabal de su tránsito obliga a juzgarlo como investigador del pasado. En nuestros días, pero también en días ajenos y remotos, fue el político mejor informado de los antecedentes de la sociedad porque los estudió con método y sin impaciencia. Cultor empecinado de la memoria colectiva y ciudadano legítimo de la república de Clío, gracias a su íntima relación con la obra de los antepasados, con los antiguos y no pocas veces torcidos pasos de los antecesores, le podemos atribuir un quehacer de entidad que no pueden llevar a cabo los políticos que a duras penas se interesan por lo que sucede en su presente.
Elías Pino Iturrieta
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