Entrevista

Rafael Rojas: “La aceleración del cambio histórico tiene sus riesgos”

Rafael Rojas por Daniela Paredes Álamo | RMTF.

22/05/2022

La sola portada del libro El árbol de las revoluciones de Rafael Rojas* –el tronco desguazado de un árbol caído– sugiere el destino que los propios latinoamericanos nos hemos labrado. Ya sabemos que las primeras impresiones suelen ser equivocadas. Desde las primeras líneas advierto que no apela al lamento de quienes encuentran en el victimismo su “zona de confort”. Por el contrario, se indaga en las líneas que encierran las paradojas, los intentos de conjurar un pasado traumático, por la única vía que garantiza la convivencia moderna: las normativas constitucionales de la democracia. Al hacer visible esas paradojas, esos procesos de altas y bajas, esa recurrencia del autoritarismo versus los proyectos democráticos, Rojas propone una visión reveladora y estimulante de la historiografía de la región. 

Un significado distintivo en su libro es “la metaforización” del término revolución. Creo que cubre, como un manto, los símbolos, el lenguaje e incluso la emocionalidad que se instala en el discurso político revolucionario. ¿Qué diría al respecto?

Lo vemos, específicamente, en Cuba. Y comienza cuando se establece la revolución como sinónimo de la nación, de la patria, del socialismo, de la figura de los líderes históricos. Todo eso tiene un origen en la retórica de Fidel Castro. Hay una marca discursiva original en la forma en que Castro proyecta la idea de revolución. Es ahí donde se produce la discontinuidad, no solo con respecto a la tradición revolucionaria cubana del siglo XIX y la primera mitad del XX, sino con respecto a toda la tradición revolucionaria latinoamericana. Nunca antes, en ninguna revolución, ni en la mexicana, la guatemalteca, la boliviana, la que tú quieras, se había producido esa sinonimia. O sea, ese desplazamiento del concepto revolución a otras entidades que incluía, además, al líder máximo del proceso. Se trata de algo interno, y una vez que se asienta en Cuba comienza su exportación. Entonces, aparecen los aspectos más inquietantes, más perturbadores y simplificadores de esa metaforización para la historia académica, que es la que yo practico.  

¿Estamos hablando de un impacto deliberado?

Uno de los efectos de la expansión de la idea metaforizada de la revolución cubana es que las revoluciones anteriores no fueron verdaderas. Incluida la mexicana. Que la única revolución verdadera es la cubana. Y que es el modelo a seguir por todas las izquierdas de la región. Además de un efecto distorsionante de la historia política latinoamericana, eso genera este afán de hegemonía que, en buena medida, envicia la relación de Cuba con las izquierdas latinoamericanas. 

Rafael Rojas por Daniela Paredes Álamo | RMTF.

Otra idea muy llamativa es la revolución como “acelerador de la historia”. Así como el hombre quiere o intenta dominar la naturaleza, quiere dominar y controlar la historia. Yo creo que en ese intento hay grandes fiascos y experiencias catastróficas. ¿Se puede acelerar la historia? 

En realidad, es una de las implicaciones del concepto de revolución, que ha sido marcado por experiencias muy radicales, como la revolución bolchevique en Rusia o la revolución maoísta en China. Incluiría la primera etapa de la revolución mexicana, específicamente en el ángulo más popular, que es el zapatista y el villista o el anarquista (del Partido Liberal Mexicano de los hermanos Flores Magón). Y sí, la idea es que una revolución es una aceleración del cambio histórico, porque una serie de demandas, como la reforma agraria o el control por parte del Estado de los recursos naturales o la alfabetización o la política educativa orientada a inculcar los valores cívicos, que en una república parlamentaria tomarían años en realizarse, se convierten en el programa emergente de un poder político que lo lleva a cabo en poco tiempo. Yo creo que esa es la idea que está detrás del aceleramiento del cambio histórico.

Es decir, el líder imagina un mundo distinto, supuestamente mejor, y el resto lo sigue. 

Como sabemos, eso tiene sus riesgos, esa idea estaba presente en Lenin y también tiene un antecedente en el jacobinismo francés, por ahí se llega al despotismo. En el caso de Lenin y Mao se daba por sentado que, para llevar adelante una revolución, era necesaria la dictadura del proletariado. Sin embargo, en otras revoluciones, como la mexicana, por ejemplo, no necesariamente es así. Se piensa en una aceleración del cambio histórico, sin una idea clara del Estado. No la había ni en el zapatismo ni en el anarquismo del Partido Liberal Mexicano, por lo tanto, se hace muy difícil atribuirles, a esas corrientes, una noción de dictadura proletaria. 

El populismo, que tiene una raíz muy profunda en América Latina, probablemente sea una teoría política, una ideología. Menciona a dos ideólogos en su libro: Raúl Scalabrini (en el peronismo argentino) y Almir de Andrade (en el varguismo brasileño). Señala, además, que en otras esferas políticas ha habido un desprecio, una subestimación de esa tendencia política. ¿Esa no sería una de las razones por la cual se ha fortalecido tanto en la región? 

Sí, es cierto. Se acumularon muchos prejuicios, tanto desde la izquierda como de la derecha, frente a las experiencias populistas de América Latina. Quizás porque se consideraba algo utópico, sin ideologías. Y eso lo encontrabas tanto en críticas comunistas como las liberales, que se hacían al peronismo y al varguismo. Claro, lo que sucede es que (el populismo) no tenía, doctrinariamente, una ideología bien organizada, como podía ser el marxismo o el liberalismo. Pero cuando ibas al fondo del asunto, a estudiar los debates intelectuales durante aquellas experiencias, encuentras que sí había una densidad ideológica y discusiones de muchísima profundidad, como los que encontré en el caso de estos dos intelectuales, en el grupo de Forja (Argentina) y en el de la revista Cultura Política (Brasil). El hecho de que aparezca un régimen populista, que no tenga una ideología definida, no quiere decir que carezca de un repertorio ideológico. Quizás las formas de expresión de ese repertorio las encontramos en otras aristas de la cultura política. 

Indaga en el “neopopulismo” y en el “militarismo progresista” y se detiene, por un momento, en la figura de Velasco Alvarado. Ahí me encontré con lo siguiente: “se habla de la democracia participativa como forma de incorporación de las mayorías, desfavorecidas y marginadas, al proceso político”. Y, claramente, como lo anota, llegamos a la figura de Hugo Chávez. Habría que decir dos cosas. La primera: poco o nada de nuevo hay en el chavismo. La segunda, así como el gobierno de Velasco Alvarado en el Perú derivó en el autoritarismo, algo similar podríamos decir del régimen chavista. 

De hecho, hay antecedentes en el nacionalismo boliviano, en la revolución del MNR (de Víctor Paz Estenssoro) que se estudian en el libro. Ese proceso deriva en una suerte de “militarismo progresista”, pero acaba en una dictadura militar de derecha, típica de la Guerra Fría. Podemos hablar de otros casos, del gobierno de Omar Torrijos en Panamá, cuya sucesión termina a favor de Manuel Antonio Noriega. Es una deriva parecida, de cómo el militarismo empieza con una faceta progresista y acaba en un militarismo absolutista muy tradicional. Yo creo que algo de eso se puede aplicar, perfectamente, al chavismo. No hay en el libro un capítulo dedicado al proceso venezolano porque parto de la premisa de que el chavismo no es una revolución. Para mí, y esa es mi posición, la última de las revoluciones latinoamericanas fue la sandinista. Chávez se formó en esa tradición del “militarismo progresista”, en los años 80 y 90. Sin embargo, llegando al poder, por la propia vía neopopulista, acaba desembocando en un esquema claramente autoritario.

Rafael Rojas por Daniela Paredes Álamo | RMTF.

Detrás de los líderes populistas que cita, hay una secuencia de tragedias. Jorge Eliécer Gaitán, en Colombia, asesinado en una calle de Bogotá. Eduardo Chibás, en Cuba, se suicida. Más adelante, el che Guevara, asesinado en las selvas de Bolivia y Salvador Allende, el expresidente de Chile, quien también se suicida en el Palacio de la Moneda. ¿No señala la tragedia de esos hombres la suerte del populismo y las revoluciones en América Latina?

Ese hubiese sido otro capítulo del libro de haberme concentrado en la lectura que haces. Habría que agregar el caso de Vargas, un suicida, después de toda su larga experiencia de gobierno. De algún modo, y esto lo menciono, el populismo en América Latina está ligado a estos cultos fúnebres al cuerpo, y que se relacionan con toda la convalecencia, la muerte y la historia truculenta del cadáver de Evita, por ejemplo. O con las inmolaciones del che Guevara y de Allende, que tienen un ángulo suicida muy fuerte. Mencionas el caso de Jorge Eliécer Gaitán que, en efecto, lo asesinan en una calle de Bogotá, lo que da lugar al famoso “bogotazo” en Colombia, en 1948. Pero la ideología, así como el discurso de Gaitán, estaba muy llena de esta épica sacrificial y de este mesianismo corporal, que involucraba al propio cuerpo, de todos estos liderazgos populistas y revolucionarios. Tienes toda la razón. Esto tiene que ver con la tragedia, con esta vida al límite que proponen las revoluciones y los populismos. En resumidas cuentas, son dos fenómenos de una altísima emotividad, en una dimensión más propiamente de la religiosidad política que de las democracias constitucionales. Eso es muy característico de la América Latina del siglo XX.

Pareciera que estamos sumergidos en elementos de nuestra historia, tan recurrente, ¿no?

No hay que olvidar que parte de la historia de la región pasa por experiencias democráticas. No todo era despotismo y autoritarismo. En varios países de América Latina, y en distintos periodos, la democracia era lo predominante. Creo que es equivocado entender los fenómenos del populismo y las revoluciones únicamente en clave de lo que es el despotismo o el autoritarismo, más bien hay que arrojar luz en el tipo de relaciones que establecían las revoluciones y los populismos con las experiencias democráticas. En cierto modo es lo que argumento en el libro. Por ejemplo, la revolución guatemalteca y la boliviana tienen un período democrático. Los populismos clásicos –el varguismo y el peronismo– se acercan ambos a proyectos constitucionales y tratan de jugar a la democracia, aunque en ciertos momentos se mueven hacia una dinámica dictatorial. El vínculo entre una cosa y otra es más bien intermitente. 

Se detiene en la figura del che Guevara, en sus debates con los teóricos del marxismo (Ernest Mandel, Regis Debray, entre otros), pero el guerrillero argentino termina en Bolivia, entre etnias campesinas que ni siquiera hablaban el español. Cito de su libro: “Guevara transmitía una visión ilustrada de los campesinos, como sujetos supersticiosos o místicos, con un pensamiento mágico que debía ser corregido, en términos del marxismo leninismo para ser funcionales desde una perspectiva ideológica”. El contraste es evidente. 

Un aspecto relacionado con esa observación es esta larga línea desarrollista que vemos dentro de la izquierda latinoamericana. Creo que estas figuras épicas y sacrificiales, como la del propio Guevara, parten de una visión ideológica de la realidad, claramente ilustrada y desarrollista. Digamos que la dimensión épica que poseen como líderes de las revoluciones de algún modo se ve negada por una idea dogmática, alrededor de quienes son los sujetos de la revolución. En el caso de Guevara eso tiene que ver, evidentemente, con el marxismo. Porque, a pesar de que es un marxista heterodoxo, en muchos aspectos, por ejemplo, en la forma de organizar la economía bajo el socialismo o su visión del papel de la cultura, que no adscribía para nada en la órbita soviética, era también, como los marxistas de la Academia de Ciencias de la URSS, un desarrollista, un modernizador, que creía en los grandes poderes de la técnica y que pensaba, en efecto, que la superstición y el atraso de los campesinos deberían ser superados si se quería que se convirtieran en una clase revolucionaria. Es decir que, a pesar de sus vínculos con la nueva izquierda, el che Guevara seguía siendo un marxista modernizador. Y esa es una de las grandes paradojas de estas revoluciones, ¿no? Movimientos populares con líderes que no dejaban de ser elitistas. 

En su ensayo hay dos periodos claramente señalados. El que comienza con la injerencia de los Estados Unidos en el Caribe hispano (Cuba y Puerto Rico) y el que sigue con la política de contención de la Guerra Fría. Digamos que América Latina vivió bajo la sombra proyectada de los Estados Unidos, como potencia dominante del siglo XX.  

Es una larga historia de intervencionismo que pasa por distintas fases. La primera etapa del siglo XX, apoyada en la diplomacia de las cañoneras, la diplomacia del dólar y las recurrentes ocupaciones militares en la región del Caribe y Centroamérica. Entre los años 30 y 40, hay un periodo de transición que corresponde a la política del buen vecino, para dar lugar a la Guerra Fría, con un intervencionismo que se rediseña en función de esta lucha a nivel global. A mí me interesa destacar la política del buen vecino –correspondiente a la administración de Franklin Delano Roosevelt–, porque ahora hay toda una historiografía que está volviendo sobre ese tema. Y es verdad que hay una serie de enseñanzas para administrar la convivencia asimétrica entre Estados Unidos y América Latina. Dos historiadores italianos (Massimo de Giuseppe y Gianni La Bella) definen ese período como el “laboratorio del multilateralismo”, porque es la época en que se crean la mayoría de los foros interamericanos e internacionales, en los que se involucran los intereses de América Latina y Estados Unidos y en el cual se tratan de ajustar las preferencias en las relaciones hemisféricas, entre unos y otros. Esa relación ha tenido momentos de alta y baja intensidad, momentos en que se favorece una relación entre pares -más allá de las asimetrías- bajo formas multilaterales, el período largo del New Deal.

La última revolución del siglo XX, la sandinista de Nicaragua, en un comienzo convivió con la idea de la alternancia en el poder, muy distinto a lo que ocurrió en Cuba. Señala en su ensayo: “una vez más la alternancia democrática y el autoritarismo volvieron a reinstalarse, decidiendo la trascendencia de unos y el ocaso de otros”. Creo que Cuba, Venezuela y Nicaragua viven el ocaso de sus respectivos procesos políticos, justamente, porque no concibieron la idea de la alternancia. ¿Qué diría alrededor de este planteamiento?

Yo creo que ese es un punto clave de la experiencia y en la historia política latinoamericana. Sobre todo en lo que llevamos del siglo XXI, porque, en los años 90, el único caso reconocible que tenemos de perpetuación en el poder es el de Alberto Fujimori en Perú, con rasgos claramente autoritarios y evidentemente populistas. Fujimori era un político outsider que no se construyó sobre la base de legitimar una tradición política en el Perú. Para nada al legado revolucionario. Ese era el campo de los políticos del Apra. Realmente es con el chavismo y luego con los regímenes bolivarianos que aparece esta capitalización del legado revolucionario del siglo XX latinoamericano, puesta en función de algún tipo de perpetuación en el poder. Esos son los proyectos que chocan con la normatividad de las democracias constitucionales, por cierto, una normatividad que permitió que esas opciones políticas llegaran al poder. Ahora, desde el poder, lo que buscan esos gobiernos es quebrar la normatividad constitucional y una de las vías es la permanencia del mismo líder en el poder. Por supuesto que allí hay una lealtad, califíquese como se le quiera calificar, al modelo cubano. No hay otro caso, en la tradición revolucionaria latinoamericana que sea así. 

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*Licenciado en Filosofía por la Universidad de La Habana. Doctor en Historia por El Colegio de México. Miembro de número de la Academia Mexicana de la Historia. Sus libros más recientes son: El árbol de las revoluciones (Turner, 2021) y Epopeya del sentido (Comex, 2022).


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