¿Quién mató al general?

28/07/2022

Washington reagrupando las tropas en la Batalla de Monmouth, pintura de
Emanuel Leutze. Imagen de Doe Memorial Library | Wikimedia Commons

“Me muero, pero no tengo miedo de irme”.

Con su gran tamaño de un metro noventa y con una vida llena de luchas y batallas, el general lucía todavía robusto y saludable a pesar de sus 68 años. Y en aquel momento se sentía bien, así que un mal tiempo con nieve y lluvia no sería suficiente para detenerlo en su determinación de salir aquel día 12 de diciembre, a eso de las 10 de la mañana, a realizar a caballo las actividades de rutina en su plantación. Regresaría a casa satisfecho y en busca de calor y descanso, pasadas las 3 de la tarde. Sus ropas estaban muy humedecidas, pero no había tiempo para cambiarlas inmediatamente pues era la hora de comer y no había que dejar a Martha, su esposa,  esperando. Su vida se caracterizaba, entre otras cosas, por su puntualidad escrupulosa y él siempre cenaba sin falta a la 4 en punto de la tarde. Ya habría tiempo más tarde para cambiarse las ropas y leer las noticias de los periódicos. 

La siguiente mañana sintió un poco de dolor de garganta, pero a pesar de la nieve y el frío había que dar instrucciones sobre unos árboles que debían ser talados. Era hora de enfrentar nuevamente las temperaturas inclementes de  menos de un grado centígrado.  Peores situaciones había enfrentado el general en sus campañas militares. De regreso, volvió a su rutina de leer las noticias junto a su esposa y secretario personal, pero esta vez delegando parcialmente la lectura en alto a ellos dos porque tenía algo de ronquera. 

Pero las cosas cambiaron rápidamente en la madrugada del 14 de diciembre y el general supo que la enfermedad, para su sorpresa, se había convertido en algo muy grave y posiblemente mortal. La dificultad respiratoria era fuera de lo común y casi no podía hablar. Más alarmada aún estaba su esposa cuando lo vio esa madrugada. Por supuesto, había que llamar al Coronel Lear, su fiel secretario, y a Albin Rawlins, su capataz. Este último rápidamente le preparó una mezcla medicinal de melaza, vinagre y mantequilla, pero el general no pudo tragarla y, muy por el contrario, se sintió sofocado. Le causó una ataque fuerte de tos.  Se envió inmediatamente por los doctores James Craik,  médico personal del general, Gustavus Richard Brown, amigo personal del general y posteriormente al joven doctor Elisha Cullen Dick.  Así de grave se vislumbraba la enfermedad de un personaje tan importante. Mientras llegaban, el mismo general pensó en una solución que tanto le había dado resultado con sus esclavos: sangría. Le ordenó a su capataz realizarla. Asustado, pero obediente, Rawlins lo dejo sangrar unos 300 a 400 cc. 

A la llegada paulatina de los médicos era evidente que la situación era de suma gravedad. Se procedió a aplicar las mejores técnicas hasta entonces conocidas: gárgaras con melaza, vinagre y mantequilla, inhalación de vinagre en agua caliente, aplicación de ungüento a base de escarabajo seco en la garganta para producir vesículas, enema de calomel y  alquitrán y, por supuesto, más sangría (en total unos 2,3 litros en un periodo de solo 12 horas, aproximadamente un 40% de su volumen sanguíneo total). También se le aplicaron cataplasmas a las piernas. Pero nada funcionó. El doctor Cullen Dick sugirió la posibilidad de realizar una traqueostomía, es decir, realizar una perforación de la tráquea para permitirle respirar, pero era una técnica nueva y experimental. La opción, que ciertamente pudo haber ayudado,  fue rechazada. ¿Quién querría asumir la responsabilidad en caso de que no diera el resultado esperado?

El  general se moría y lo sabía. Dio instrucciones precisas de arreglar sus cartas militares, sus cuentas y sus otros papeles.  Decidió entre sus dos testamentos (su esposa destruiría el rechazado quemándolo en su presencia), y agradeció a sus médicos por el esfuerzo. “Me estoy yendo”, dijo. Demostrando miedo de ser enterrado vivo, manifestó: “Denme un entierro decente y no permitan que mi cuerpo sea puesto en la bóveda a menos de tres días después de mi muerte”.

Permaneció con una gran compostura durante todo el proceso y mentalmente lúcido. Su respiración agitada se fue enlenteciendo y parecía, en sus últimos momentos, lucir en paz. El 14 de diciembre de 1799, con apenas 10 horas de enfermedad, el general George Washington, uno de los padres fundadores y primer presidente de los Estados Unidos, moriría en su hogar de Mount Vernon, en Virginia, dos años después de retirarse de la vida pública.  Sus últimas palabras fueron: “está bien”.

Obviamente, la causa de muerte del general Washington ha sido muy debatida. Se ha sugerido tosferina, difteria, absceso peri-amigdalino, laringitis aguda y angina de Ludwig’s como la enfermedad que lo afectó. Pero lo que mejor parece corresponder a esta descripción clínica es epiglotitis aguda bacteriana, posiblemente por Haemophilus influenzae o alguna especie de estreptococo.  Los médicos del general Washington tenían el diagnóstico de cynanche, definición que incluye cualquier enfermedad de las amígdalas, garganta o tráquea, acompañada de inflamación, hinchazón y dificultad para respirar y tragar. En este caso, cynanche tracheales. Fallaron, sin embargo, en el tratamiento, pero eso no era culpa de ellos sino de los tiempos. Fue tratado como se estipulaba, dados los conceptos médicos propios para la época.

Para ese momento, las intervenciones médicas se basaban en el concepto de que lo que definía no sólo la salud física y mental, sino también la personalidad de un individuo, era la interrelación entre los cuatro humores: bilis amarilla, bilis negra, sangre y flema. Esta idea puede haber tenido su origen en el Egipto antiguo o Mesopotamia, pero su aplicación como concepto médico ocurrió con los antiguos pensadores y filósofos griegos, fundamentalmente con Hipócrates y Galeno. Bajo este concepto, la salud se consideraba producto de un balance entre los humores (eucrasia). La enfermedad se interpretaba como un desequilibrio de dichos humores (dyscracia). La calidad de los humores, por su parte, influenciaba la naturaleza de la enfermedad que ellos causaban.

Cuando una persona enfermaba, se buscaba estabilizar los humores por medio del sangramiento, enemas, produciendo el vómito, y causando vesículas y ampollas con el objetivo de remover un exceso de humor.  Aunque los conceptos de Galeno habían empezado a ser criticados y atacados con los estudios anatómicos de Andreas Vesalius en el siglo XVI y de William Harvey en el siglo XVII, la realidad es que el sangramiento, la administración de sustancias calientes y los tratamientos con enemas y eméticos eran prácticas comunes y aceptadas durante el siglo XVIII. Cuando finalmente estos conceptos y prácticas médicas fueron abandonados, solo nos quedaron sus contribuciones al lenguaje: estar de buen o mal humor.


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