Memorabilia

Palmarote en Apure

09/12/2023

[Publicado en La Época, periódico de San Fernando de Apure, en 1867, este relato costumbrista, uno de los más célebre de la literatura venezolana, es una continuación de «Un llanero en la capital» (1849), del mismo autor.]

Llanero. 1882. Arturo Michelena

Vamos, señor lector: ah, perdone usted (¡buena la iba diciendo!). Vamos, ciudadano lector. Quiero probar si es usted despabilado de inte­lecto. Estoy de buen humor. Decir así un escritor de costumbres o de caracteres es como si un cantante del teatro lírico dijese: «estoy en voz», o como si dijese un poeta: «me pica la vena». Vamos: quiero reconciliarme con mi antigua afición literaria, y voy a escribir. Ven­ga la pluma, el papel, el tintero: muy bien. ¡Muchacho! si alguien lla­ma, di que no estoy.

Decía, pues, lector querido, que voy a probar si es usted un tanto aguzado de ingenio, o como diría un Palmarote de buena raza, quie­ro sabe si es usted hombre de tabaco en la vejiga. Con permiso de usted, pues. ¿Qué va a que no adivina usted el asunto de este capítulo? ¡Có­mo!, ¿arruga usted el ceño? Pues le hablo con toda formalidad. ¿Será que no esperaba usted esta introducción? Pero ¿cuándo me compro­metí yo a presentarle otra? Conque vamos ¿a que no atina usted con el argumento que me propongo desenvolver, si no tan hábilmente como usted desearía, al menos tan medianamente como mi pobre ingenio me lo permita? Muy versado será usted en esto de descifrar enigmas; convenido. Atinará usted al vuelo un acertijo: santo y bueno. Será usted muy hábil en esto de destripar charadas, ¿quién lo niega? Pues así y todo ¿qué va a que no acierta usted con el tema del mal hilvanado escrito con que desearía yo tener la fortuna de divertirlo?

‒Hombre (dirá usted), pues me pone usted en un apuro. ¡Ahí que no es nada!, que le adivine uno los antojos a un escritor.

‒Hombre (replicaría yo): eso no es responder a mi pregunta, ni mucho menos acertar la respuesta, conque vamos: al tema.

‒¡Virgen de los desamparados!, ¡sácame de este berenjenal!

‒No hay vírgenes; ni berenjenas que valgan. Al tema, al tema.

‒Pues de veras que ya es tema la suya.

‒Conque así, ciudadano mío, ¿preferiría usted darse por muerto?

‒Hombre: esto de darse por muerto en medio de tanta gente viva, que vive de su viveza y de la simpleza de los otros, como que ha de ser una simpleza más.

‒Pues vea usted cómo ha de ser, porque perdemos el tiempo y la paciencia también. Ah, espere usted, ¡vaya una torpeza la mía! ¡Que sí adivino!, usted va a escribir sobre política, pero no esa política abstracta, sino polí­tica actual, calientica, que es como si dijéramos acabada de sacar del horno, la única que cuadra a los marchantes y demás aficionados.

‒¿Sobre política dijo usted? Gracias, señor mío: no me da el nai­pe para cómico; y le prevengo a usted que me haga un poquito de más favor.

‒Perdone usted si lo he ofendido, que no lo dije por tanto, sino que en esta tierra de Dios (porque el diablo ya no lo quiere) parece ser que la primera afición de todo fiel cristiano se encamina… pues, quiero decir, al empleíto, o por lo menos, a encompadrar con los empleados empingorotados, dispensadores de privilegios, contratos y otras gangas por e! estilo.

‒Pues, amigo mío, repita el tiro si usted gusta, que por ahora lo ha errado.

‒Pues bien, ¿querrá usted escribir sobre ciencias exactas, sobre literatura, sobre…

‒Vaya ahora la lisonja. Primero una pulla, después un cumpli­miento. Parece ser, ciudadano mío, que no acierta usted a andar sino de extremo a extremo, como los partidos dominantes en nuestra Repú­blica, que antes todo lo centralizaban y ahora todo se lo quieren fe­derar, es decir, todo lo quieren ajustar al sistema federativo. Oiga usted, señor mío, para escribir sobre ciencias es menester ser en ellas pro­fundamente entendido; y sin la intención de parecer modesto, con­fieso francamente, que en punto a ciencias me sucede precisamen­te como a aquel ciudadano filósofo de la antigüedad que solo sabía que no sabía nada.

‒Pues yo, señor escritor, que no tengo de filósofo ni filo, ni aun punta declaro que lo que sé es que no sé que usted quiere. Y por último, me doy por muerto. Usted convidará para el entierro.

‒Dejaría usted de ser, ciudadano mío, de ciertas gentes que conoz­co yo, quiero decir, venezolano. Porque tropieza usted a los princi­pios con una dificultad y lejos de procurar vencerla se deja usted vencer por ella y retrocede. ¡Hombre! Y por último lo vuelve usted broma. ¡Hombre! ¡Hombre!

‒Alto ahí, señor articulista, que eso es ya picarme el amor pro­pio, ahora precisamente que se usan los patriotas. ¡Caramba!, que tie­ne usted pergeño para comprometer a los hombres, casi como quien los tira al charco. Pues bien, que usted lo ha vuelto punto de honra ensa­yemos. A ver… ¿querrá usted calcular cuántos centavos pagan en la Aduana una caja de zarazas, o bien cuánta sal lleva un queso de cuatro arrobas?

‒Y no escasearía de interés esa materia; pero temo que a las ocho líneas tendríamos al lector bostezando. ¿Usted no conoce a la gente? O como diría un Palmarote de incuestionable legitimidad, ¿usted no conoce el sebo de su ganao?

‒Pues, señor, lo dicho, usted se arreglará con el cura y con el sepulturero, porque… Pero, hombre, ¿por qué pone usted la cara así? No, señor escritor: si por ello hemos de regañar espere usted que ya creo acertar. Vamos: será sobre… sobre… sobre…

‒Eso es, precisamente, señor mío. ¡Acabáramos! Sí señor, sobre caracteres nacionales. Ese es el tema, eso es ya dar en el clavo y sea verbigracia.

Pues, como iba diciendo, lector querido, era una mañana de abril pero ¡qué bella mañana! Si Chateaubriand, ese habilísimo pintor de la naturaleza en América prestase a mi pincel su gracia y sus colo­res ¡qué interesante descripción espontanearía yo en este momen­to! Desgraciadamente para usted, lector carísimo, tengo que renunciar a la peligrosa tentación de hacerla, por lo tosco del pincel y la pali­dez del colorido. Pero ¡qué linda mañana! Todavía me parece ver aquel sol radiante despuntando por un horizonte risueño y despe­jado, y rielando en las rizadas aguas del Apure. A una y otra margen del río acudían gentes, cuyos semblantes se me antojaban alegres y satisfechos. La sencilla, pero animada perspectiva de la ciudad, presentándose repentinamente al viajero que llega del Guárico, des­pejó mi imaginación recargada de tristes impresiones, al acabar de recorrer extensas pampas, yermos y desiertos hoy, si ayer cubiertos de ganados innúmeros. A la vista de un pueblo libre, porque no obe­dece hoy a un hombre, sino a la ley, y tranquilo por el hecho de ser libre; a la vista de un pueblo laborioso y feliz, cuando cabe, sentí en­sancharse mi espíritu y abrirse mi corazón a la esperanza. Fijé la mi­rada escrutadora para examinar la fisonomía de aquel pueblo excepcio­nal entre tantos que a la sazón despreciaban su tiempo, su sangre y su riqueza, y puse atento el oído para escuchar su palabra. No vi justifica­da, desde luego, esta tristísima división de individuos en productores y consumidores improductivos, cáncer de las sociedades y origen casi siempre de sus sangrientas querellas. Todos profesaban la religión del trabajo. No distinguí allí godos ni patriotas, que eran todos los ve­nezolanos apureños, hermanos de la patria, e idólatras del orden, no menos que de la libertad. No vi gallardearse insignias militares como insultando a la paz por haber desalojado a la guerra. No vi semblantes escuálidos por la insolencia de los empréstitos forzosos, ni frentes palideciendo al amago de los encarcelamientos arbitrarios. Un rayo de esperanza reanimó mi abatido corazón y sentí revivir mi fe moribunda. Y en tan feliz disposición de espíritu salté con pie re­suelto en una pequeña embarcación, merced a la cual atravesé en breve al anchuroso río.

Pero no bien acababa yo de saltar en tierra, cuando vi venir ha­cia mí con los brazos abiertos, risueño el semblante, y el paso más que medianamente apresurado ¿a quién se figurará usted, lector benévolo? Estoy seguro de que tampoco daría usted ahora en el clavo, si yo no lo ayudase. Pues para servir a usted, era el ciudadano Palmarote en Apure.

‒¡Hombre! ¿Palmarote? Sí señor, él mismo, no con su pelo (porque ya es calvo) pero sí con su lana: el mismo que viste aunque no calza: en una palabra: «El llanero en la capital».

‒Pero dotor, ¡manito del alma!, ¿qué viento lo ha traído a usted por aquí? Gua, dotor, gua no juegue, ¡Jesús y qué flaco! Lo que le digo es que si lo matan no doy un güevo por la manteca. Párese ay, dotor; venga acá, que voy a hablarle. En su tierra ¿cómo que no comen carne ajena, dotor?

Y a todas estas me tenía abrazado por el cuello tan cariñosamen­te, que pensé que me quería estrangular.

No sé si sea contar demasiado con la simpatías de mis lectores, o si sea obra y aun gracia de esta flaqueza del corazón que llama­mos vanidad, el suponer que al entrar en escena el ciudadano Pal­marote mis lectores componen el semblante y se sonríen, encienden un cigarro (los que fuman), limpian sus anteojos (los que han con­tado ya sus cuarenta carnavales) y se arrellanan cómodamente en el asiento, como quien se prepara a gustar de la sabrosa plática de un interlocutor tan campechano a veces, y tan bellaco casi siempre, tan naturalote cuando se piensa en Dios, y tan socarrón cuando lo tienda el diablo que suele ser a cada instante; de un tertuliano, final­mente, en quien no está aún averiguado qué condición se ve más en relieve, si la sencillez o la bellaquería.

‒¿Qué quiere usted amigo mío?, contesté, procurando desacirme de aquel círculo de hierro que me ceñía el cuello. ¿Qué quiere usted?, hoy hemos vivido un poco más que ayer, así como mañana habremos vivido un poco más que hoy.

Palmarote tenía razón de sorprenderse. El tiempo y más todavía que el tiempo, la serie de vicisitudes porque ha pasado, no ha mu­cho, nuestro país, alterando sustancialmente lo que llamamos el pro­grama de la vida: burlando cálculos aquí, defraudando allí esperan­zas, y violando por aquí y por allí derechos adquiridos, han producido, si no en todos, al menos en muchos de los venezolanos, en quienes los reveses dejan estampadas profundas huellas exteriores, que por desgracia no pueden disimularse, como se disimula una mala in­tención, han producido, digo, una cuasitransformación física pare­cida al deterioro. Palmarote tenía razón.

‒Pues agora, dotor, soy yo el vaquiano aquí conque déjese ca­brestiá y vamos pa casa, que no hay trampa que se pague en este mundo y rodando las piedras se encuentran;[1] y no me jaga pucheros, ni morisquetas, que yo no entiendo de yeso, porque no soy santero.

Más que conducir, dejéme arrastrar de Palmarote en fuerza de su poderoso lógica, que fue llevarme del brazo sin esperar mi consenti­miento; pero caminaba ya en ese estado de penosa incertidumbre en que nos deja un suceso que sobreviene, y que no estaba escrito en nuestro libro de memorias. Así, no sabía aún si debía alegrarme o afligirme por la aparición de Palmarote en tal coyuntura, pues co­mo ya dijo él, había entre los dos lo que se llama en el comercio cuentas pendientes. ¿Cómo me irá en el saldo?, me pregunté yo men­talmente, encomendándome de paso a Santa Rita, por si fuera ver­dad que ella asiste en las dificultades e imposibles.

No habíamos aún andado gran cosa hacia la casa de Palmarote cuando de repente se detiene éste para interrogarme por la lentitud con que yo andaba.

‒Dígame la purita verdá, dotor, ¿usted tá bravo colmigo, o es que viene espiao de las patas de atrás? Con esta tro­chita esgonsá, que ni mi caballo baquero, no aumenta usted tanaina. Suelte la trocha, dotor, que ai mesmito queda el rancho viejo.

‒Es verdad, Palmarote, me siento algún tanto molestado de la jornada de ayer. Pero no importa: sigamos.

Palmarote no acertaba con la verdadera causa de esa lentitud que lo contrariaba, y probablemente mis lectores tampoco.

Habíame yo preparado a visitar un pueblo en ruina. Tal me lo figuraba al traer a la memoria el incendio de que fue víctima en la triste jornada de junio del 59.[2] Y recién apagada, puede decirse, la chispa incendiaria, apenas si había él tenido tiempo de reponerse de tan rudo quebranto, cuanto menos de adelantar en la vía de la mejora y el progreso. Pero ¿cuál fue mi sorpresa el encontrarme con una ciudad, no solo reedificada, sino mejorada y considerablemente au­mentada? ¡Cómo!, decía yo: la mano del hombre, siempre más rápi­da y segura para destruir ¿lo ha sido tanto para reedificar? ¡Cómo! Cuando tantos pueblos padecen todavía los estragos de la guerra, San Fernando renace de sus cenizas, como el Fénix de la fábula, ¡y mejor apercibido a pruebas ulteriores! Pues hay en ello una causa que el viajero o el filósofo no deben dejar pasar inadvertida. Sí, dos son esas causas: notémoslas, o mejor, subrayémoslas para consuelo y en­señanza de otros pueblos. «Un gobierno, que sin criminal pretensión de gobernar para medrar, ejerce con conciencia su influencia repa­radora devolviéndole a la propiedad sus fueros de inviolable, al comercio su libre y seguro movimiento y a la libertad su impunidad, siempre que no extralimite su esfera de acción hasta rozarse con las ga­rantías individuales y con la seguridad social o la conveniencia pú­blica bien entendida, que son, a juicio de los más profundos publicis­tas, la justa y racional barrera de la verdadera libertad, barrera que nadie, ni la autoridad, ni el pueblo mismo reasumiendo su tremenda aunque limitada soberanía, pueden traspasar sin atropellar la razón pública, que la sociedad: sin desconocer el criterio de la humanidad, que es la Historia: sin sublevarse contra la justicia eterna que es Dios».

Y después de esta digresión, que las circunstancias han hecho tal vez necesaria, continuemos apuntando las causas de las mejoras actuales de Apure, si es que usted, señor lector, no lo da por enojo.

Decía yo después: que son las causas que tan eficazmente contribuyen al progreso efectivo de este pueblo. De un lado el Gobierno, haciéndose centinela avanzado de las garantías individuales: haciendo con pocas, pero necesarias medidas, que todos los intereses, lejos de excluirse o combatirse, se ayu­den y sostengan: que todas las industrias se den la mano como amigas, lejos de aislarse y dañarse como rivales: que se reani­men el Trabajo, previa la convicción de que se aprovechará exclusi­vamente al que lo emplee y no a procónsules, que llegan ávidos de enriquecerse en pocas horas con ajenos sudores acumulados en muchos años; que queden arrinconadas estas odiosas denominacio­nes de partido (que reaccionan en elementos disolventes, en vez de traerlos en rígida convergencia al provecho de la comunidad): que pretende estrechar cada vez más los lazos de benevolencia entre pueblos y pueblos, entre individuos estimulando, al paso, con garantías efectivas el amor al trabajo, y probando, no con mentidas propuestas, sino con experiencias al alcance de todos, la necesidad del Orden, este aliado obligado de la verdadera Libertad. Y por otra parte, un pue­blo, si manso de índole y hasta indolente por hábito, libre e indepen­diente por temperamento, hasta el caso de sacudir heroicamente, y siempre con buen éxito, el yugo extraño que se le ha querido impo­ner. También aquí impera la doctrina de Monroe, salva la diferencia de teatro. ¡En Apure los apureños! Pueblo dócil a la ley, pero rebel­de a la tiranía. ¡Y por último!, pueblo hospitalario y generoso, cuali­dades estas dos que aceleran su ya fijo rumbo hacia prósperos des­tinos.

Muy a pesar mío tuve que cortar el hilo de mis observaciones, aumentadas a ratos con las que en el camino ponía Palmarote, como si dijéramos, de su bolsillo, haciéndome notar algunos adelantos ya realizados y otros en proyectos, cuando llegamos a la casa. Pero la casa de Palmarote necesita párrafo aparte.

Era ésta, en verdad, de apariencia; pero ni ella ni su dueño se da­ban trazas de disimularlo, a diferencia de ciertos individuos que co­nozco yo, que todo se vuelve exterioridades, y por dentro… ¡nada en dos platos! Figúrese el lector una de tantas casas que el impulso civilizador se apresura a hacer desaparecer para sustituirlas con otras de más comodidad y lucido aspecto. Tenía, a lo que pude ave­riguar, una sola pieza que hacía de sala, de dormitorio, de comedor y de despensa, según los casos. Por cierto que esta aglomeración de papeles en un solo individuo me hizo recordar estos hombres múl­tiples que suele haber en algunos de nuestros pueblos más atrasados, los cuales hacen de juez, de médico, de abogado y hasta de cura según la necesidad. He aquí el mobiliario: una butaca de los tiempos del Corregidor, una mesa que supongo de la misma fecha, según lo tem­blorosa y chillona que se había puesto, la cual mesa era una cómica consumada, pues a las diez de la mañana y a las cuatro de la tarde hacía de mesa de comer: si apuraba mucho el caso hacía de escritorio: de noche era un ropero muy regular, pero muy mal tinajero, por cuan­to el gato se daba sus artes de beber agua a medias con el amo, y por temporadas servía de urna mortuoria a algún marrano que se matara en la casa de lo cual daban fe las reliquias de sangre y grasa que iba dejando en ella esa especie de sacrificios cruentos.

Al frente de la puerta se veía una especie de ventana, que proba­blemente abrirían allí por pública honestidad, como dicen los cano­nistas, pues para dar luz a la pieza era demasiado chica, y para dar vista a la calle era demasiado alta. En las paredes laterales había va­rias estacas enclavadas a guisa de roperos. De una pendía una espada en actual servicio, con su banda colorada, por más señas: de otra un fuste viejo, dado de baja, de aquella un par de sueltas, utensi­lio indispensable para todo llanero graduando en la facultad: de esta un hierro para marcar ganado: de la de más allá pendía una cruce­cita de palma, probablemente del domingo de ramos último y con la cual creía Palmarote estar seguro contra rayos y aun contra el diablo, si este se descuidaba: de la de más acá colgaba una especie de cartera de piel de venado, en donde tenía Palmarote resumido su botiquín de campaña, a saber: raíz de mato, fruta de burro, raíz de escorsonera y corteza de naranja. Esto lo aseguraba, decía él, contra la puntá y el tabardillo.

‒¿Y dónde me deja usted, dotor (me preguntó al observar­ que yo recorría con la vista su mobiliario), esta recomiendita que ten­go siempre aquí desde el fulano cólero? Y me enseñó un pequeño ga­rrafón que estaba en uno de los ángulos de la pieza. Este es el im­prosulto para el pasmo (agregó tomándola por el cuello y vaciando un poco de su contenido en un vaso que le servía como de tapa). Esto sirve para quitá el frío y hasta los pesares, dotor, ¿usted no quedrá echarse un lote?

‒Gracias, amigo mío: siento rehusarlo por ahora.

‒Pues yo me alegro de usarlo ahora y siempre, porque cuando estoy más atropellao de la fortuna, vengo y cojo, ¡pa!, me echo un lo­te y ¡adiós pesares que yo me llamo alegría! Y efectivamente apu­ró el vaso, como para probar el dicho con el hecho; y enseguida volvió a su lugar la recomiendita, no sin echarle una mirada cariñosa, como quien dice: hasta la vuelta compadre.

He aquí, lector querido, la sencilla descripción de la pieza de Palmarote. ¡Ah!, se me olvidaba. ¡Vaya una memoria la mía! Pero ¿có­mo diablos había de verlo si yo estaba repantigado en él, como un canónigo? Y la verdad es que a esta hora no sé si los canónigos usan chinchorro; pero carguémoslos a buena cuenta, por la semejanza con sus otras aficiones.

Ya lo dije, pues, lector querido, que había además en la pieza este otro mueblecito, que cuenta ya más devotos que el santo niño de Atocha. Y de veras que el fulano chinchorro no será muy elegan­te, por ejemplo, para un salón de Embajada, pero para sestear acá, en nuestros incultos llanos, donde tercian tan a menudo los calores abrasadores de la zona tórrida…

Si se toma votación
En algún congreso o corro,
No hay remedio, caballero:
Yo voto por… el chinchorro.

Que es afición muy decente
De cualquier fiel cristiano
Esa que llamó el toscano
En griego, «dolce far niente».

Y para dar punto al inventario de los muebles de Palmarote, bueno sería, en gracia de la exactitud, no dejarme en el tintero (por que no cabe) un enorme perro, que no quiso hacer las paces conmi­go en todo el tiempo que fui huésped de su amo. Del perro se ha dicho que tiene instintos imponderables. Quién sabe si este animal (individuo al fin, del siglo décimo nono), sacó su cuenta, al ver en casa una boca más, y se dijo: ‒«Pues si comemos más, claro es que comamos menos; y quien de dos quita tres, míreme los dedales», como dicen que dice una de nuestras entidades militares.

Instalado, yo, pues, en el mueble indígena de que dejo hecho mención, y Palmarote en la contemporánea del Corregidor, y mientras llegaba la hora de yantar, como decía Sancho, comenzamos de chin­chorro a butaca, el diálogo siguiente:

‒Conque vamos a ve, dotor, usted que sabe lé ¿qué le ha parecío la siudá?

‒La verdad, Palmarote: muy otra de la que yo me figuraba. En pocos pueblos de la República se notará más animación, ni más mo­vimientos. Por de pronto echo de ver gran afluencia de forasteros.

‒Pues eso es cabalitamente lo que menos me gusta a mi, dotor; porque esos a lo que vienen es a poné cara la carnita y el casabito y a llevase de paso el poco ganaíto que queda.

‒Disparate, Palmarote: disparate máximo. Estos contribuyen poderosamente al progreso y mejora del Estado. En primer lugar, su afluencia aumenta la población: en segundo…

‒Párese ai, dotor: permítame que lo ataje. ¿Qué cuento es ese de aumento de población? ¿Porque haberá más bautismos? ¿Y usted piensa que nojotros solos no somos unos hombrecitos pa…

‒Calle usted, hombre; que no lo dije por tanto. Figúrese usted que esta población asciende hoy a seis mil almas. Pues si afluyen, por ejemplo, quinientos extraños ya habrá seis mil quinientos habitantes; y ello sin contar los que vienen con su familia.

‒Y son completicas quinientas tortas menos de casabe, con su sancocho igualmente. Y usted me dirá si la verdolaga es fresca.

‒Pero usted no ve la afluencia de extraños sino por una sola cara.

‒Pues ¿y cuántas caras cargan ellos, dotor? ¿Serán hombres de dos caras? Pior que pior, porque ¿quién quita que carguen tam­bién dos barrigas? y entonces saldría la chanza a dos tortas por ca marchante.

‒Dije que usted ve la cosa por un solo lado. Convengo que en mi hipótesis se aumente el consumo: tanto mejor; esto aumentará la producción porque será un nuevo estímulo al trabajo. Apunte­mos ahora otras ventajas. De los forasteros concurrentes unos vienen con sus empresas y capitales, otros con sus industrias, otros con sus luces, otros con…

‒Güelga acá, dotor. ¿Con sus luces dijo usted? ¡Guá! Y se figura que aquí no soplan candela? Y además, si ca forastero trae su luz ¿ande diablo vamos a encontrá faroles pa tantas luces?

‒No hablo yo, hombre, de la luz material sino de los conocimien­tos del individuo en artes, ciencias, industrias…

‒¿En industria, dotor de mi corazón? ¡Jum!, malo, malaso que está eso! No me acomodan caballeros de industria, mejor sería que se fueran a industriá a otra parte.

‒¿Usted se ha vuelto tonto o bellaco?

‒Hombre… bellaco, ¡quién sabe! ¿Pero tonto? ¡A candela! Si supiera que aquí los tontos se mueren chiquitos… Pero, en fin, siga su historia, porque tuavía estamos muy lejos del ajuste. Por­que, amigo, yo convendría en las fulanas luces, y en lo de la industria, y ni aun peleamos por tortas más o menos de casabe; en lo que si me encuentro too mal enlasao es en el aumento de la población. (Y al decir esto, Palmarote se rascaba la cabeza y se veía de soslayo con aire de duda y socarronería).

‒Pues eso es todavía más claro, si cabe. Imagine usted, Palmarote, que antes de la afluencia de forasteros (la cual data de la capitula­ción de Coche acá) estuvieron los sexos en proporción, por ejem­plo, de uno a cinco: es decir, que por cada hombre se calculasen cinco mujeres; hoy, con la concurrencia extraordinaria de hombres en demanda de trabajo, de ganados, o de una vida menos azarosa y ocasionada a altibajos, merced a la paz y tranquilidad que aquí reinan: hoy, digo, pueden considerarse los sexos equilibrados, o en una proporción menor. Y tal vez, si crece la corriente de la inmi­gración se inviertan los términos de la proporción. Así, verbigracia, si antes por cada hombre había cinco mujeres, habrá, más tarde o más tem­prano, cinco hombres por cada mujer…

‒Pues entonces, dotor, más bien se nos ha enredado la cochi­na; porque si, como dice usted, ca hombre tenía antes cinco mujeres, ahora con la dichosa creciente, ca mujer quedrá tener cinco o más hom…

‒Calle usted esa boca, majadero y socarrón que es usted, ¿quién ha dicho ese disparate?

‒Hombre, dotor, si le he ofendio no ha sido adresmente, sino que como uno no es plumario, amigo, se le salen las voces como arpa vieja, y de ca cuerda, coje y sale un disparate.

‒Pues mala cuerda ha tocado usted por bellaco y taimado, que no por sencillo. Si lo oyeran a usted las mujeres, no ofrecería yo gran cosa por sus orejas (de usted).

‒Mire, dotor, venga acá. Voy a decirle. No hay palabra mal dicha, como no sea mal tomáa. Amigo, como uno es así… pues, quiero decir, con licencia de usted, y el más vocablo, así medio brutón y hasta medio mostrenco… Ya se ve, a nosotros los pobres siem­pre nos pegan las petacas.

Y habían de verle ustedes, lectores míos, la cara de compungido que ponía el muy inocentón procurando justificarse con su ignoran­cia y sencillez. Yo fingía aceptar su exculpación, y como para ayu­darlo a salir del trance, doblé la hoja y busqué nuevo argumento a nuestra plática. Casualmente acertaba a pasar por la calle, en tal coyuntura, una señora que tal nos lo pareció el individuo que pa­saba, a juzgar por ese ruido de sus vestidos al rozarse, entre sí y con el suelo, semejante, muchas veces, al ruido de una escoba de moriche. Quiero decir que era una ciudadana de crinolina con su apén­dice de rígidos fustansones. Y aprovechando este incidente, pre­gunté:

‒¿Quién será ella, Palmarote? Y eché una mirada hacia la ventana.

‒Hombre, dotor, por balunvo[3] y la sonaja lo único que podemos sacar en limpio es que no son bigotes sino clinejas las que han pasao, porque, amigo, agora con la fulana elustración, pa vestí y planchá a una mujer se necesita un mes de quesera de a cuatro arrobas diarias too los días.

‒No tanto, Palmarote. Ustedes los llaneros no acertarían a hablar sin la hipérbole: quiero decir, sin exagerarlo todo.

‒Hombre, dotor, de libros y gacetas, no digo que no saberá us­ted más, pero ¿de mujeres? ¡Jun! Yo tengo ese librito muy estu­diado, por mor de una sobrina que tuve ¡más modista y más moris­quetera! Si hubiera usted visto toos los aperos que se echaba encima. Ca ocho días le hacía una nueva morisqueta al camisón, sí; fijándose por un maldito figurín y por unas esconfiscás novelas que le tenía la cabeza más enredá que un bejuquero. Había veces que pasaba el santo día, y de cuando en cuando la noche, añadiendo tiritas, y es­ponjándose por detrás, rellenándose por delante; y luego cogía y se miraba al espejo y hacía una morisqueta: hasta que una de esas se le calienta el tarro, y se le enfrían las pesuñas, y se le pega una calentu­ra, y se muere, que fue la última morisqueta que hizo.

‒Por la cuenta, Palmarote, no le agradece usted a las mujeres ese afán por agradar y tanto estudio como hacen de no cansarnos con la monotonía en la forma del vestido.

‒Hombre, dotor, si es con buena intención, que Dios se lo pa­gue. Pero, cristiano, ¿y pa eso se salen agora de travesía toas embo­tás y empantalonás y ensombrerás y con su perra chupa? Y párese ai, viejito, que tuavía falta el rabo por desollá. Porque más cuento y más cuento y más enredo, nos han echao agora unas dichosas colas que la que no cae se trompiesa; y usted me dirá si podrá agora decir alguna que no tiene rabo que le pisen.

‒Pero ¿qué quiere usted decir, amigo mío? Todos, y las mujeres con más razón, somos esclavos de la moda. Cada época tiene sus usos. ¿Qué les contestaría usted si le echasen ellas en cara su eterno e indivisible garrasí que usan ustedes hasta el fastidio? Y hay una gran diferencia en favor de las mujeres; y es que las modas de ellas pasan; pero el garrasí no pasa nunca.

‒¿Y cuándo diablos va a pasar, si el barro no pasa nunca en estos bajumbales?; y si acaso pasa es de la rodilla pa arriba.

‒Pues bien: úsenlo ustedes solo para andar en los lodazales, pero no en terreno seco, sobre todo en poblado.

‒Hombre, dotor, yo con leguleyos no armo cuestiones por­que antes de que el diablo se rasque un ojo le forman a uno un capítulo, y cuando muy bien parao sale uno, le quedan las orejas lo mesmo que un gurrufío. En pelea de tigre y burro usted me dirá quién costea el sancocho. Si se tratara de enguralar un toro o devorarle la pierna a un potro serrero, por toas sus gacetas y toas sus leyes no daba yo una mascá de tabaco.

‒Ni yo tampoco, Palmarote.

‒Gracias a Dios que ya nos topamos en un mesmo camino. A leguleyos bien montaos ¡hombre! Si le digo a usted que es más fácil cojé un tapis que a un leguleyo.

‒Y bien, Palmarote (volviendo a mis observaciones viajeras): lo que si me ha parecido extraño es no ver aquí gran concurrencia de extranjeros.

‒¿De esos jurungos que hablan lengua, dotor?

‒Sí, verbigracia, europeos, norteamericanos, &.

‒Y ¿pa qué serían guenos?, ¿pa vení con sus artificios y bru­jerías a enseñarles a uno en qué más se puen gastar los riales? Si nos trujieran una máquina de conseguirlos, eso sería ya otro moo de cantar. Y si nos descuidamos, con sus pinturitas, y sus cobres doraos y su “guí Musiú” se acaban de llevar los pocos realitos que quedan.

‒Así que ¿persiste usted en el error de que nos perjudica el roce con los extranjeros?

‒¡Gua!, pues si eso es como quien plancha. Viene con oro fin­gío y se van con oro macizo: usted me dirá si el cambure mancha.

‒Sobre eso, amigo mío, hay mucho que decir. Si tuviéramos que vagar para profundizar esa cuestión, doime a entender que lo dejaría a usted convencido.

‒Hombre, yo no niego que nos han traido… así, algunas co­sas; verbo y gracia, el vapor ¿ya ve?, eso es bueno, porque no es más que: rrrrrrrr y ¡zas! ya está usted en el cusco del mundo. La ca­buya esa que lleva los papeles a Caracas: que se cansa usted, amigo, de aguaitar cuándo pasa el papel, y la tal cabulla muda, como una soga tendía: y me han asigurao que el papel va, y yo lo creo, por­que contestan de allá. El fósforo, ¿ya ve?, eso también me gusta: parece una miselania, porque no es más que ¡ras! y pongan la oya. Pero ay de fuera ¡jun! Pa lo que sirve su fulana cerveza: toa se vuel­ve espuma y lo poquito que le viene usted a conseguir, allá a las mil y quinientas, es el puro miao de cabayo. Porque aunque me han asigurao que por ay anda una tal champaña, hombre, sambo, yo nunca me he podido ajuntar con ella. Si es veneno no reviento.

‒Pero no son esas las únicas ventajas que nos brinda el co­mercio y amistad con los extranjeros.

‒Ja, Ja. Ya sé por ande usted me va a salir, ¿por la elustración?, ¿no es verdad? Tamaña potra nos tienen con esa mogiganga. Dende que llegó esa santa o esa diabla a esta tierra se nos ha alborotao el rancho, y toa anda patas arriba. Ya y que no se dice gómito sino vacas.

(¿Usted habráse visto?).

‒¿No será bascas, Palmarote?

‒Lo mesmo vale, dotor; solo que le falta un cacho. Y no me ataje, porque se me encaloma el discurso. ¿Le hacen a usted un favor?, pues no vaya usted a salir con «Dios se lo pague». Usted debe decir «Gra­ciassss». Ya y que no se dice «Adiós», sino «Argusito». Pues ¿no le cuento, dotor, y que ya las mujeres no se ponen aquellos nom­bres del tiempo cristiano: Sinforosa, Pantaleona, Sebastiana, Timo­tea? Agora lo que cargan son unas migajitas de nombres, que pa­recen unos jicaquitos forros; y cuando usted está más descuidao, por aquí le sale Julita, por allí Tulita, allá va Lolita, ai viene Lucita. ¡Misericordia de Dios!, que se nos ha llenao la iglesia de mediecitos bambinos. Los nombres de antes eran de veintiséis con seis.

‒Y que no ha de extrañar usted eso, hombre, que ya dije que to­das las épocas tienen su gusto. Y si puede decirse, fisonomía. ¿Qué papel haría hoy una mujer, por más hermosa y elegante que fuese, si al fin veníamos a salir con que se llama Bibiana? Hoy hay reme­dio, amigo Palmarote: la moda es uno de los pocos tiranos que que­dan en pie en el siglo décimo nono.

‒Pero, dotor, y no piense que es cualquier mandil, sino seño tirano en todo y por todo. Si ya los cristianos se hacen ricos a la moda; se enferman a la moda; se mueren a la moda, y aun creo que hasta se los lleva el diablo a la moda.

‒A ver hombre: explíqueme usted eso; que tanto así no sabía yo.

‒¿Y de qué diablos le sirve a usted entonces too lo que estudia y lo que lee en las gacetas? ¡Pero miren el hombre! Venga acá, do­tor, y coja y dígame ¿usted no conoció ayer nomás un puñao de pela­gatos que andaban pidiendo aguinaldos sin música? A pues, y hoy los tiene usted montaos en haciendas de caña o de café o de algodón, con riales por dentro y con riales por juera, y hasta con mujé por dentro y por juera. Y ¿qué quiere decir cristiano? Es verdá que toos ellos han sío concertaos, quiero decir empliaos.

Quesero que vende queso
Sin que a su amo le aproveche,
Y de pobre pasa a rico,
¿De dónde sale esa leche?

‒No hay como mamar, dotor. Por eso le aconsejaría yo a mis amigos que vean si se ponen en una vaca de leche.

‒Y bien, sin que se entienda que doy ascenso a esas que se me antojan mordacidades suyas, Palmarote, ¿podríamos saber cómo es que cristianos se enferman a la moda?

‒Pero digo yo que este dotor quiere que yo le duerma con las letanías mayores porque ¿dónde hay paciencia que aguante ese cardumen de enfermedades que han inventao agora? En el tiem­po de antes, ¡bendito sea Dios!, la mitad de la gente se moría mas­cando el agua. ¡Ah sonsos!, y no conocía el cristiano más que cuatro o cinco enfermedades: la puntá, el mal de ojos, la correncia y el ta­bardillo. Y vaya usted a ver con qué se curaban: con la raíz de mato, la verdolaga de cabra, manteca de vaca, y si el caso apuraba, ayá le iba la oración del justo juez. ¿Vomitivo? Si algún desalmado se atrevía a tragarlo tenía que encerrarse cuarenta días con sus noches, como en los paritorios. Pero agora, dotor de mi alma, dende que vino la elustración parece que destaparon algún baúl viejo y salió pa juera toda clase de bichos. Y tiene usted la fiebre vidriosa, la fiebre penitente o impenitente, la fiebre amariya, la fiebre pútica, el gómito prieto, el cólero, los flatos, las liarreas (pero de éstas me han asigurao que son las mesmas correncias de antes), la ronquita o la bronquita (no estoy bien seguro, pero por ahí va), y un chorro de dolencias y iniquidades que ya yeban medio mundo pa “Jova­lito”.[4] ¡Ah!, espérese ai, que toavía llueve. ¿Y ande me deja usted uno fulanos ñervos, que por sonsa que sea la vieja, toa se le desmaya y se le gomita, y blanquea los ojos, y le dentra una tembladera con más visajes que un tuqueque en la boca de una guanota? Eso yaman agora el puro ñervo, dotor. Sobre que yo digo que las gentes del tiempo cristiano eran más sonsas: figúrese usted que nacían sin ñervos.

‒Y bien, Palmarote: cuando se le ocurra a usted morirse, ¿no piensa usted morirse a la moda?

‒Hombre, dotor, en el tiempo en que vivieres has lo que vieres.

‒Vamos, pues. ¿Qué género de muerte piensa usted escoger?

‒¿Yo? El matrimonio.

‒¡Hala!, ¿con que el matrimonio es una especie de muerte?

‒No es especie, es un género muy duro y abatanao. ¡Gua! ¿usted no me pregunta qué género escojo para morirme, es decir, pa que me vistan con él, después de muerto? Pues digo que ese que llaman matrimonio.

‒Así ¿hasta en asuntos serios habla de mecha?

‒Ni el matrimonio que usted piensa, ni el morirse son cosas de mecha, y si acaso lo son, cuesta la mecha más que el candil. Con que usted me dirá si la verdolaga es fresca.

Aquí llegaba nuestro diálogo, querido lector, cuando una mu­jer casi joven o casi vieja (como usted quiera), término medio entre criada y señora (y no digo más, porque ando de prisa), entró a ser­virnos un almuerzo, no diré opíparo, pero sí apetitoso y bastante a satisfacer la necesidad matinal de cualquiera fiel cristiano, por mal ­contentadizo que fuese.

De Lúculo, el más célebre gastrónomo de la antigüedad, cuenta la historia que nunca era más decidor, ni más chistoso que en su espléndida mesa. Pero Palmarote (que probablemente no tenía ni noticia del opulento romano) al avisársenos que el almuerzo estaba servido, fue de opinión que suspendiéramos nuestra plática mien­tras almorzábamos, porque al que asa dos conejos (añadió él, dono­samente) se le quema uno, y el otro le queda crudo. ‒Con que arrime, dotor, que después conversaremos.

Así, pues, lectores míos, si ustedes no gustan de acompañarnos, que un convidado convida ciento, me permitirán suspender por al­gunos instantes mi pesada narración; que, despachado el trabajito gastronómico, ofrezco a ustedes continuarla y aún darle cumplido acatamiento.

Las once serían de la mañana cuando nos sentamos a la mesa; y bien fuesen las varias y gratas impresiones del lugar, bien lo ya avanzado de la hora, o uno y otro juntamente, ello es cierto que no me sentía estimulado por un apetito más mediano, y que Pal­marote había podido llamar de a veintiséis con seis. La función principió, como diría un poeta dramático, con la graciosa piecesita en un acto titulada «Un lotecito», que acepté entonces con gusto en gracia de la oportunidad, y que me pareció confortable por más señas.

Mal podía yo ajustarme, desde luego, a la condición de Palmarote de no hablar durante la sesión gastronómica. Sabido está que la charla, este libre desahogo del ánimo, como no raye en indiscreción es la mejor salsa de la comida. Mi huésped, por fortuna, fue el primero en romper los tratados, pues no bien acabábamos de sentamos a la mesa, cuando me dijo con su acostumbrada sorna:

‒Hombre, dotor, al vernos aquí a los dos despachando este oficito cualquiera diría que usted no es el amo de la casa o por lo menos diría que usted me debe.

‒Y bien, le contesté, ¿en qué cree usted que lo conocería?

‒En que como dice el corrío:

Cuando un blanco está comiendo­
con un probe en compañía:
o el blanco le debe al probe,
o es del probre la comía.

‒Pero eso no siempre es cierto, Palmarote.

‒¡Jum! Ya usted va armar una cuestión sobre eso. Mejor será que se la forme a ese platico que le arrimo.

Y la verdad era que servía efectivamente un hervido de gallina gorda, a lo que parecía mal aderezado.

‒He aquí, Palmarote, le decía yo, haciendo alternar mis frases con sendas cucharadas del sabroso caldo, he aquí que si en todas las mesas de la ciudad terciara con otros este plato, habría sido hoy un gran día para el célebre Enrique IV, llamado con razón «el rey caballero».

‒¿Y por qué sería grande el día para ese caballero, dotor?

‒«No ha de haber, decía él, ningún aldeano en mis Estados que no pueda poner una gallina en su puchero los domingos».

‒Hombre, dotor, ya me gusta el rey caballero solo por ese jalón. Los presidentes caballeros de Venezuela debían aprendé esa punta. Y agora me está retosando, aquí en el tarro, ¿porqué llama­ban a ese siudadano el rey caballero?

‒Por sus rasgos generosos, Palmarote, por su valor, que ya rayaba en temeridad y principalmente por su proverbial afición y su fina solicitud para con las damas.

‒Pero vamos ¿sacaba alguna anchetica con ellas?

‒Y mucho que sí, Palmarote; pero lo más curioso era que casi siempre andaba un tanto escaso de dinero, y además no era, como si dijéramos, un buen mozo.

‒Pues señor: el tal Enriquito tendría el diablo en la camilla, porque tras de ser medio feúsco, andar siempre corto, eran dos cor­tedades juntas. Y sobre esto se yo una oración que dice:

Hombre probe no enamore,
La razón lo va diciendo;
Que el que no tiene que dar
Mal puede llegar pidiendo.

‒Y como que le hacen a usted su poquito de efecto los lotecitos, amigo mío: me parece usted un tanto flojillo de lengua.

‒Y a mala hora, dotor, se me vendría a aflojar la sin güeso, porque en este trabajito la necesita uno con toa su fuerza. Y por lo demás ¿quién nos escucha?

‒¡Podríamos pues, poner en la puerta aquella inscripción que se lee a la entrada de la clase de anatomía en cierta Universidad de Europa: «Les dames n’entrent pas ici»: «Las señoras no pueden en­trar aquí».

‒No vengamos a poner aquí esas autonomías de Uropa, dotor. A esos jurungos le pegan esas morisquetas, porque tienen rabo y hablan lengua. Nosotros tenemos el agua del bautismo y quin tin paz.

‒Pero observo una cosa, Palmarote: que en los llanos como que transigen menos con los europeos que en los pueblos costane­ros. Y amén hay las ventajas que nos brinda su inmigración, todavía hay que tener en cuenta su preponderancia sobre nosotros. Nos conviene más tener por amigas las nociones extranjeras que por ene­migas. Ea, Palmarote: vamos: un brindis a la salud de los ex­tranjeros.

‒Pues, señor, si eso nomás es, párese ai, párese ai, que yo lo voy a arenguiá. Écheme aquí un lote, dotor, y échese usted otro; y pe­rros al agua.

Servido Palmarote y servido también el que habla, púsose el primero de pie, tosió dos veces, como para despejar la garganta, vio hacia el techo, asomáronsele a la cara los colores, y ya empezaba a sudar abundantemente, cuando dijo:

Que venga la Ingalaterra
Y que venga la Morisma,
Pa que vean si les da el barro
Más arriba de la crisma.

Porgue sólo Palmarote
Si le suelta un linternaso,
Les revienta el espinazo
Y les arranca el cogote.

Dejémonos de «Musiú»
Y dejémonos de «Veso».
Mientras más probe más tieso.
¿Conmigo? Ni Belcebú.

Que si monto en mi alasano,
con mi trabuco y mi espá,
¡Santa Rita! eso será
otro llover en verano.

‒Bravo, Palmarote, exclamé yo como aplaudiendo.

‒¡Gua! pero si es verdad, dotor, contestó entre mohíno y sa­tisfecho, después de haber apurado hasta al fondo el vaso que en la mano tenía. ¿Quién no se va a poné bravo con las esodomías de esos jurungos? ¿Pues usted no ve la otra, la fulana Isabel Segunda? ¡Y que mandaba quemar el Paraíso! ¿Usted habráse visto una esodo­mía como esa? ¡Ah ña Isabelita Segundita! ¡Jum! Si cogiéramos esos quemadores de paraíso, entre Apure y Capanaparo, quizá si les se­gundaríamos unos buenos masos de pilón, pa que no fueran sa­fricos. ¡Cristianos! ca uno en su casa y Dios en la de todos, qui tin paz. ¿Ustedes quieren saber más que Dios, el que puso la mar por el medio? Cojan ustedes de las barrancas de allá hacia esos quilombos, y déjenos a nosotros las barrancas de acá, y Cristo con todos.

‒Usted tiene razón, Palmarote. Ha hablado usted como verdadero americano. Ha hablado usted y salva las distancias y salva también una que otra palabrilla no muy de recibo, que digamos, como ya hablaron algunos de nuestros célebres ministros y escritores. Porque ha de saber usted, Palmarote, que a más de un acendrado patriotismo, tiene también algunos de nuestros prohombres contemporáneos la pala­bra tan fácil y la pluma tan diestra y tan correcta que a algunos los llaman «pico de oro» y a otros «pluma de oro».

‒Hombre, dotor: en cuanto al pico y a la pluma de esos pája­ros no tengo na que decir. Pero decía yo ¿y no habrá entre ellos algunos pajarracos que apliquen las uñas? Porque si a conforme menean el pico y las plumas, menean también las uñas… ¡a candela bien brava!

‒Hombre, Palmarote, ¡qué bueno está este pescado! ¿Es abun­dante aquí la pesca? Permítame usted servirle un poquito. ¡Oh riquí­simo está!

‒Voy a decirle, dotor, sí abunda un poco, solo que hay algunos que no tragan el ansuelo. ¡Hombre! ¡A aleguleyos bellacos!

‒Vamos, Palmarote: sepamos qué puntos calza usted en asuntos filosóficos-morales. ¿Dónde cree usted que hay mayor suma de felici­dad en la alta sociedad o en las masas populares?

‒No me suspenda muy alto, dotor, que se me marea la metra ni ¿qué quiere usted que calce yo sino cotizas? Y no de masas sino de cuero crúo.

‒Vamos, hombre, ¿quiénes serán más felices, las gentes cultas y en general mejor acomodadas, quiero decir más ricas o la generalidad del pueblo?

‒Hombre, dotor, por regla de naipes, el que tiene más morocotas tiene la totora mas fresca, porque los que somos del pipiolaje too los más se nos va en sacar cuentas con granos de maís, y en fin de cuentas no nos queda más que ¡el vea usted! Con que a las morocotas me atengo. Y dígame usted agora, si es cosa que se puee, ¿dónde haberá mas pillos, entre la gente de curbata o entre los prójimos de cotiza?

‒¡Hala! señor crítico ¿con que también quiere usted darse a filosofar?

‒Sáqueme de esa dudita, dotor (me decía el muy taimado con cierto aire burlón, como aquel que pone a otro en apuro, para gozarse en su embarazo).

‒Probablemente, Palmarote, allí donde campea mayor número de individuos, allí campeará también mayor suma de debilidades humanas. El sabio dijo: Infinitus est numerus stultorum, lo cual quiere decir: «La mayoría de los hombres son necios». Con que si el pillo al fin no es más que un necio, y el hombre de bien un prudente, usted aplicará el cuento, si es cosa que puede.

‒Ya me lo temía yo, dotor, que con aleguleyos no hay tutía. Pero bien me sé yo lo que debo creer, más que venga el sabio con todos sus escultores.

Pero suspendiendo aquí, lectores míos, por temor de fastidiar a ustedes, la exacta relación del diálogo sostenido con Palmarote durante el almuerzo, les diré que una vez satisfecha la corporal necesi­dad, nos levantamos de la mesa, no sin acompañar yo a Palmarote en la oración de alabar a Dios por aquel favor más.

‒Porque Dios lo libra a usted, dotor (añadió él), de gente que acaba de comer­ y no alaba a Dios. Hasta eso se ha llevao de aquí la fulana elustración.

Tres días después, arreglado el negocio que me trajo a San Fer­nando, me despedí cordialmente de mi bondadoso huésped, quien tuvo la bondad de acompañarme hasta el río, y con un afectuoso abrazo díjele adiós por aquella vez, no sin protestarle de nuevo mi amistad. Iba yo a poner el pie a bordo cuando me detuvo Palmarote, con semblante medio serio y medio burlón, me dijo:

‒Hombre, dotor: ¿usted y que me sacó por hay en una gaceta la otra vez que nos vimos en Caracas? Sobre que le digo que por andequiera que iba se me pegaba esa muchachá atrás. «¡Ay viene Palmarote!». «¡Allá va Palmarote!». «Hombre ¡qué parecío!». Conque, cuidao, dotor. No me vaya a sacar en la gaceta.

‒No pase usted cuidado por eso, amigo mío: palabra de honor que no lo haré. Adiós.

***

Y ustedes lo ven, caros lectores: he cumplido fielmente mi pala­bra. No he retratado a Palmarote en La Gaceta: ha sido en La Época.

La Época, San Fernando de Apure, 1867.

[1] El lector recordará, si la memoria no le es infiel, que el año de 59 sirvió de práctico en Caracas a Palmarote su muy atento servidor. (Nota del autor)

[2] Se refiere a 1859. (Nota de Prodavinci)

[3] Balumbo. (Nota de Prodavinci)

[4] Barrio donde está el cementerio de San Fernando. (Nota del autor)


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