Estatua de Ovidio en el centro histórico de Constanza, Rumanía. Fotografía de Balcón del Mundo (bdmundo.com) | Flickr
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Ovidio, Amores.
Creo que fue Einstein quien dijo que Dios no juega a los dados con el Universo, y Stephen Hawking le respondió que no solo juega, sino que a veces los lanza a donde no podamos verlos. Es, mutatis mutandis, lo que puso Shakespeare en boca de aquel pobre muchacho, Romeo Montesco, cuando gritaba como loco que era un juguete del destino. Homero, siempre tan gráfico, nos explica en el canto xxiii de la Ilíada que Zeus tiene dos múcuras, una llena de bienes y otra llena de males, y que de allí va repartiendo a los mortales según le viene en su muy regalada gana. Así de caprichosa es la vida. Nadie puede saber exactamente por qué ni para qué escribe lo que escribe, ni quién lo leerá ni cuándo, ni mucho menos lo que ese escrito significará el día que alguien lo lea.
Hace mucho tiempo dediqué un estudio a la poesía de Ovidio. Eran los muy lejanos días de mi pregrado, y ya me llamaba la atención el cambio paulatino pero radical que experimentaba el poeta desde los versos graciosos, procaces y eróticos de sus Amores y de su Arte de amar; desde su magistral lectura de los sentimientos femeninos en las Heroidas y la altísima factura de sus Metamorfosis, a los dolientes tonos de su poesía del destierro en las Tristia y especialmente en sus cartas desde el Ponto, las así llamadas Pónticas. Ya entonces me impresionaba la manera como un poeta podía ser uno y tantos a la vez, hombre y mujer, rey y esclavo, soldado y amante, cómo un escritor genial podía tener esa cualidad, solo reservada a los verdaderamente grandes, de desdoblarse en cuantas formas puede tener el alma humana, de expresar con la debida fuerza todas sus cromaturas. Eso, claro, no es posible antes de haber vivido mucho y muy intensamente. En todo gran poeta hay una simbiosis entre vida y poesía. También en todo el que aspire a ser un buen lector se da esa comunión entre su vida y sus lecturas. También yo he tenido que vivir bastante para comprender mejor lo que leí hace tanto tiempo.
Ovidio nació en Sulmona, un pueblecito del centro de Italia, un día de primavera del año 43 a.C. Era hijo de un rico terrateniente. Muy joven fue enviado a Roma junto con su hermano a estudiar derecho. Sin embargo su vocación se inclinaba irresistiblemente por la poesía, lo que causaba natural temor en su padre, quien deseaba para su hijo, como es fácil de entender, una vida mejor. Cuando Ovidio tiene veinte años muere su hermano, y al poco tiempo su padre, con lo que se convierte en un rico heredero con dinero y tiempo suficientes para viajar y dedicarse a la poesía. De esos años felices son sus Amores, libro de elegías eróticas, y sus Heroidas, originalísima colección de cartas imaginarias que dirigen las heroínas mitológicas abandonadas a sus ingratos amantes. Después vendrá una trilogía que lo convertirá en uno de los poetas más populares de Roma. En el Arte de amar explica a las mujeres romanas los trucos de la seducción, las mejores posiciones amatorias y juegos eróticos, y hasta los mejores lugares de la ciudad para encontrar amores furtivos. En sus Remedios de amor les dice cómo superar un despecho amoroso y en sus Cosméticos para el rostro femenino les enseña incluso a maquillarse.
Todo esto pareciera hablarnos de una poesía frívola y banal. No nos engañemos. De su época de madurez son sus Fastos, donde explica los nombres y el origen de los meses y las fiestas del calendario romano. Sin embargo, la obra que dará a Ovidio un lugar en la historia de la poesía es sus Metamorfosis. Se trata de una monumental recopilación en quince volúmenes de todos los mitos griegos y romanos, desde la creación del universo hasta la apoteosis de Julio César. Cada mito tiene como centro y elemento común la narración de una transformación sobrenatural, dando a la compilación cohesión y originalidad, pero también plasticidad y fuerza poética a sus versos. La influencia y fortuna de las Metamorfosis continuará por toda la Edad Media hasta el Renacimiento y la Ilustración. Incluso aparece en la primera lista de libros hecha en Venezuela, allá en el siglo xvi, y los primeros venezolanos aprendieron latín traduciendo las Metamorfosis, que no podía faltar en las buenas bibliotecas coloniales.
Ya dijimos que Dios se divierte jugando a los dados con nuestras vidas, y que un gran poeta lo será no importa donde caigan esos dados. En el año 8 Ovidio cae en desgracia ante el emperador Augusto y éste lo condena al exilio en Tomis, un lejano y pequeño puerto sobre el mar Negro, el viejo Ponto, en los confines del mundo civilizado. Se inicia para el poeta un doloroso período que marcará sus años finales. Aún hoy los historiadores no entienden las razones por las que Augusto condenó al más popular y querido de los poetas romanos, mucho más popular y querido que Virgilio. Tampoco Ovidio pudo llegar a entenderlo. Unos dicen que el emperador deseaba una regeneración moral para Roma, lo que poco acompañaba a su poesía más ligera. Otros quieren ver al poeta envuelto en oscuras conspiraciones.
Sea cual haya sido la razón, Ovidio es expulsado y enviado a los lejanos confines con las tierras bárbaras. Es entonces su único consuelo el escribir dolientes versos. Sus Tristia comprenden cinco libros en los que inútilmente apela a la clemencia del emperador. Sus Pónticas son angustiados llamados a los amigos y a la esposa para que intercedieran por él ante Augusto. Todo fue en vano. Ovidio murió hace poco más de dos mil años, en el año 17, sin poder volver nunca más a Roma, ni ver a su mujer ni a sus amigos ni saber por qué. Su última poesía, signada por el dolor, la lejanía y el desarraigo, lo convirtieron en uno de los primeros poetas en cantar las penas del exilio y el destierro. Sus versos, que trazan el triste arco que va del amor a la nostalgia, fue leída hace ya un buen tiempo por un entonces joven estudiante de letras clásicas al que aún faltaba mucho por vivir para poder comprenderlos.
Mariano Nava Contreras
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