Perspectivas

Nuevas rutas de la novela en América Latina

Fotografía de Jorge Mejía Peralta | Flickr

28/05/2020

I. Hoy puede comenzar una novela, que es como arar en el mar

Unas aclaraciones previas, que son el núcleo de estas líneas, en realidad.

Me he visto obligado a atraerlos con una pequeña, pero no inocente, falacia, y no me arrepiento, aunque estoy dispuesto a confesar: el título de este texto no sólo es falso, sino que además dice exactamente lo contrario de lo que contiene. Ni las rutas de la novela son nuevas, ni quiero hablar de América Latina que, por otra parte, no existe, o existe tanto como el idioma klingon, es decir, es artificial en el sentido más alevoso. Y esto es lo que pretendo argumentar.

Una de las cosas que más me atrae de la novela es que es un género que nació muriéndose y lleva haciéndolo desde ese momento: es un ser agonizante; no es un zombi, ni un no-muerto, ni un gólem que emerge a la vida gracias a la nigromancia: es un niño enfermo que nació viejo y al que todos sus familiares quieren matar o, al menos, ver morir. Pero la novela es obstinada y no se muere; cada vez está más enferma pero cada día vive más. Quizá la fuerza vital la extrae de su propia enfermedad, que es su naturaleza: y del hecho de que cada novela, siempre, sea la última de su género. La familia de la novela está preparada para vestirse de luto, pero cada vez el atuendo luctuoso va pasando de moda y hay que buscar nuevas ropas para el evento, esperado e improbable, de que el enfermo que ha matado a tanta gente, se muera por fin.

Hace muy poco hablaba con un amigo, novelista –yo también lo soy–, residente en Madrid –yo también vivo en Madrid– y latinoamericano –yo tampoco–, que me decía con un leve tono compungido que la novela había empezado a desparecer porque las nuevas tecnologías y el mundo contemporáneo todo estaban haciendo que los escritores migraran su quehacer a plataformas distintas, a formatos nunca antes utilizados como el mundo de los videojuegos: comentábamos que otro amigo novelista estaba escribiendo el guion de un videojuego, cosa que debe de ser extraordinariamente difícil y divertida, y ya quisiera yo mismo probarme en ese terreno: sería como convertirme en un personaje de Tron –que no Tlön– aquella película de los ochenta que tanto nos deslumbró la adolescencia por sus efectos especiales, ahora irremediablemente envejecidos (se hizo un remake, más bien secuela, de la película en 2012 con modernos efectos de ahora, los mismos que dentro de cuarenta años veremos con la ternura con que hoy contemplamos al tiburón de goma que en 1975 expulsó a dentelladas de su jaula anti tiburones a Richard Dreyfuss y se comió sin contemplaciones a Robert Shaw en su papel de Sam Quint, ese trasunto del capitán Ahab). A mi compungido amigo novelista traté de animarlo: «mejor que los escritores se vayan a escribir video juegos, hipertextos, transliteratura y autoficción en vez de novelas: así seremos menos y habrá más chance para los que nos quedemos».

II. Los que matan la novela no saben a qué clase de criatura se enfrentan

El novelista y crítico Adam Thirlwell, al inicio de su ambiciosa La novela múltiple, su particular investigación sobre el género, explica por qué Roland Barthes es su punto de partida:

En París, tras toda una vida menospreciando los trucos y las falsedades de las novelas, Barthes llegó a la conclusión de que, después de todo, quería escribir una novela. ¡Se había convertido! Pues una novela, había comenzado a pensar, representaba la pureza radical de la literatura. Sólo una novela podía producir lo que él llamaba sin el menor atisbo de sonrojo, momentos de verdad. Y esto sólo se puede comprender si uno admite que la novela «se mueve, vive y crece a través de una especie de “dilapidación” que sólo deja unos pocos momentos en pie».

He aquí una razón para entender por qué la novela no se muere en esa su larguísima agonía de, por lo menos, cuatrocientos años, aunque otros piensan que se muere desde hace mucho más tiempo.

Otro suceso que no está ocurriendo con la novela, o está ocurriendo todo el tiempo desde que nació, es su novedad. Los caminos de la novela están, por así decirlo, pavimentados de tiempo, esto es, siempre ha pasado alguien por el lugar que creemos haber encontrado virgen e impoluto. Salvo, quizá, Cervantes, nadie ha escrito una novela que no hubiera sido ya escrita, pergeñada, vislumbrada antes por otro novelista. Siempre reto a mis alumnos diciéndoles que escriban un relato que no se haya escrito antes; estoy tan seguro de que no lo lograrán, que ni siquiera he ahorrado el monto de la apuesta. Pero siempre puede haber una sorpresa, siempre puede esconderse un Cervantes detrás del más inocente de los aficionados. Pero sé que no habrá ningún sobresalto de esa naturaleza entre otras cosas porque el objetivo de la literatura no es ser original, sino auténtica. Lo que se va a contar ya ha sido contado otras veces; lo único que puedo hacer es contarlo a mi manera, que es única como mis huellas dactilares y la forma del iris de mis ojos. En este sentido, el novelista tan solo debe cultivar la autenticidad.

Otra falsedad del título de este texto es la expresión «América Latina». Tengo años clamando contra esta denominación, abjurando de ella y sus familiares: Latinoamérica, Hispanoamérica, Iberoamérica, etc. Me parece no solo un nombre fatuo para describir un territorio que no existe verdaderamente, sino también una trampa ideológica reduccionista en la que me niego a caer, pero en la que siempre me veo obligado a caer. No hay que olvidar que el término apareció para apoyar los intereses franceses en el siglo XIX contra los de Estados Unidos: América Latina nació para trazar una línea diferenciadora entre el país de Whitman y el ridículo y efímero imperio de Carlota y Maximiliano, el hermano de Francisco José, el Habsburgo eterno. Pasa con la expresión «América Latina» lo que pasa con la palabra «Boom»: su nombre lo dice todo no diciendo nada –o diciendo solo lo que le conviene, porque lo que se queda fuera también lo explica–.

En una ocasión escribí que me parecía que cada vez es más difícil describir una narrativa con características geográficas precisas tal como se verifica en novelas como Doña Bárbara, del venezolano Rómulo Gallegos, Cecilia Valdés, del cubano Cirilo Villaverde, o en la monumental Adán Buenosaires, del argentino Leopoldo Marechal, tan cercana a los experimentos de Joyce. Como en aquel cuento borgiano en el que el mapa del Imperio tenía el tamaño del Imperio, el mapa geográfico de la ficción latinoamericana ocupa toda la ficción –y más allá–: eso que Néstor García Canclini llamó con tanto acierto nuestra cultura híbrida.

Podría extenderme más en contra de «Latinoamérica» como término cuando quieran; por ahora digo esto: prefiero usar el nombre que inventó Uslar Pietri para el lugar donde ocurre nuestra literatura: América queda en el reino de Cervantes.

Y así es como se explica por qué no puedo hablar de nuevas rutas, ni de América Latina; y que cuando excluya a las novelas de los españoles y ecuatoguineanos, lo haré consciente de que estoy cercenando una parte no poco importante de la literatura en español y, por lo tanto, estaré incurriendo en la injusticia de la parcialidad.

III. Vino nuevo, odres viejos

En 1972, en una época que tal vez nos queda ya lejana en años e ideología, el crítico uruguayo Ángel Rama publicó un ensayo más o menos breve cuyo título muchos rechazaríamos hoy: 10 problemas para el narrador latinoamericano. Para que se hagan una idea, les adelanto el índice del ensayo, y verán por dónde iban los tiros del profesor Rama:

      1. Las bases económicas.
      2. Las élites culturales.
      3. El novelista y su público.
      4. El novelista y la literatura nacional.
      5. El novelista y la lengua.
      6. Los maestros literarios.
      7. La novela, género objetivo.
      8. Las filosofías en la novela.
      9. La novela, género burgués.
      10. Un don creador.

En este texto, Rama, con una seguridad solar, afirma:

Todo lo que se diga sobre un escritor en Latinoamérica compromete al escritor en cualquier lugar del mundo, y en especial al de Occidente; y si bien el europeo ha sido elevado por razones obvias al rango de patrón comparativo, y si bien la secreta ambición de muchos americanos es la de parecerse a ese patrón-oro, cuando se habla en término de existencia, o sea de necesidades auténticas y perentorias, cuando se redescubre el complejo cultural correspondiente a la instalación en un lugar de la tierra en situación de dominado, se asume la plenitud orgullosa de esa pobre, única realidad, como condición constitutiva («Sobre la cultura nacional», en Les damnés de la terre, de Frantz Fanon). Es entonces [cuando] la única dimensión auténtica de ser escritor es ser escritor latinoamericano, y son los valores peculiares de esta situación los que determinan los restantes, universales, y no a la inversa.

Esta seguridad, la de que ser escritor es ser escritor latinoamericano, me recuerda una noche en París, en 1901 o 1902, una noche de juerga de tres amigos americanos: Enrique Gómez Carrillo, Rufino Blanco Fombona y Rubén Darío: el temible Blanco-Fombona termina la noche muy enfadado con sus amigos que desprecian el lugar donde han nacido y les hacer ver que sin aquellos humildes lugares ellos no serían nada, como no lo son, efectivamente, en París. «Yo no he venido a Europa a sorprenderme por los inodoros de mármol», puede ser que les dijera con desprecio a sus amigos. O puede ser que fuera esa la noche en que Blanco Fombona, furibundo, agarrara por las solapas a un estupefacto Darío para decirle nariz con nariz: «no te mato porque eres un gran poeta», antes de arrojarlo por la ventana del bar donde estuvieran celebrando la etílica juerga.

Como puede comprobarse, el novelista nacido en América y que escribe español ha sido obligado a responder socialmente ante su realidad poniendo, más o menos voluntariamente, su capacidad creadora al servicio de una causa mayor, llámese esta patria, ideología, política o identidad. El novelista latinoamericano, más que el europeo, por ejemplo, para bien, muchas veces, y para mal, otras tantas, ha sido empujado al borde de un abismo donde hay un cartel que dice: tu país no se ha terminado de construir y anda perdido; ayuda, tú que puedes, a que termine de encontrarse. Y desde ese momento el escritor no solo es un simple escritor, también es un prócer. Y eso implica una nueva responsabilidad. Una que ninguno de nosotros ha pedido. Desde Fermín Toro hasta Vargas Llosa; de Juan León Mera a Rómulo Gallegos, a Soriano, a Lezama, incluso a Cortázar, José Balza y Severo Sarduy, el novelista es un prócer que relata un fragmento de su realidad, sí, pero también la pedagogiza, la señala, la guía. La educa.

Y yo siempre me pregunto, ¿de verdad es esta la labor más significativa que me ha tocado como novelista latinoamericano, maldito sea el vocablo ahora y siempre?

IV. Las nuevas rutas de la novela en América Latina

Esas rutas están, justo es reconocerlo, signadas por los asuntos comentados; y por otros, también. Pero este de la identidad y de la responsabilidad del novelista ante la identidad de sus conciudadanos es particularmente molesta.

¿Están los novelistas latinoamericanos, hoy, siguiendo estas pautas, obedeciendo el sino de su configuración “nacional”?

Voy con unos pocos ejemplos, pero bajo protesta: no se puede mezclar lo que no está junto, a lo sumo se puede comparar gracias a que aterrizan en el mismo territorio lingüístico, ese Reino de Cervantes de que hablé más arriba.

La obra del venezolano Juan Carlos Méndez Guédez (Una tarde con campanas, Los maletines, La ola detenida, por ejemplo) ha creado un espacio verbal para el exilio latinoamericano y mágico en Madrid y la novela negra política venezolana de la misma manera como el también venezolano Roberto Echeto (Breviario galante) disecciona la realidad fractal de la ciudad latinoamericana contemporánea, ciudad ésta que tiene un origen cuasi mítico y que el colombiano William Ospina (Ursúa) recupera como una historia aún más fabulosa (tanto como más tediosa) que la imaginación. Su compatriota, Pedro Badrán Padauí (La magia del Joe Domínguez, pero es un relato) cree también que la marginalidad se alimenta de la leyenda, mientras que el chileno Carlos Franz (El lugar donde estuvo el Paraíso) explora la voz femenina en el contraste de la selva amazónica, recupera el amor y la figura del Darwin viajero (Si te vieras con mis ojos) y se adentra en las consecuencias para la memoria y la vida de los años de una dictadura como la de Pinochet (El desierto). Simultáneamente, en el norte, el hondureño Roberto Quesada (Big banana) y la dominicana estadounidense Julia Álvarez (¡Yo!) ponen en escena la realidad de ser inmigrantes que pierden sus raíces en el país más poderoso del mundo, lo que recuerda vaga pero insistentemente algunos fragmentos del Benedetti de Gracias por el fuego.

Alberto Barrera Tyszka ha rozado el género de la novela de dictador con Patria o muerte, cuyo telón de fondo y lienzo fundamental es la agonía y muerte de ese astuto déspota del siglo XXI que fue Hugo Chávez, en una novela que me recuerda sin duda a la que considero la mejor novela de dictador jamás escrita, El gran Burundún Burundá ha muerto, del colombiano Jorge Zalamea. Como el Jorge Eduardo Benavides de Un millón de soles, el Juan Gabriel Vázquez de El ruido de las cosas al caer y el Edmundo Paz Soldán de Palacio quemado, Barrera actualiza, recuerda o parodia el tema de la situación política en su país de origen, tema tan querido en décadas anteriores y que tan grandes obras ha dado, de Doña Bárbara a Conversación en La Catedral, de El hombre de hierro a Margarita, está linda la mar.

V. Pero hay otros mundos

Hay otras búsquedas en la nueva novela de América Latina, y que basten estos cuatro ejemplos: la ciencia ficción caribeña y de transgénero de la dominicana Rita Indiana en La mucama de ominculé, más cercana a William Burroughs, Bukowski e Isaac Asimov, a Puig, Lezama, Sarduy y Enrique Bernardo Núñez que a Pedro Henríquez Ureña; Subsuelo, en la que Marcelo Luján rasca en la piel de la pequeña burguesía inmigrante en Madrid, en la maldad, en la fatalidad, con la misma crueldad que puede verse en una película tan oscura como Funny games, del austriaco Michael Haneke; la melancólica Hablar solos, de Andrés Neuman, canto a la madre y al padre, novela de amor puro, que por eso mismo establece conexiones con la narrativa española: el José María Merino de El río del Edén, por ejemplo, o la bellamente luctuosa La hora violeta, de Sergio del Molino. Finalmente, el peruano Sergio Galarza se abre al humor negro del que reflexiona una ciudad que no es la suya y de la que debe apropiarse en Paseador de perros y La librería quemada; parte de su mirada sobre Madrid; una mirada agria pero con humor, cáustica pero sin embargo llena de amor.

Pero hay más ejemplos, muchos más ejemplos que revelan que las nuevas rutas de la novela en América Latina ni son nuevas –estamos llenos de referencias y una cita es un plagio y un plagio es un homenaje: sólo se puede ser auténtico–, ni deben hacer ceñir al autor el uniforme de prócer. Porque las plazas no son el destino de los escritores.

VI Adenda de 2020

Claro que al intentar la falaz empresa de hablar de las nuevas rutas de la novela en eso que no se llama América Latina siempre se incurrirá en el yerro si no nos detenemos siquiera someramente en la abundante novelística que se da en la península: en España también varias generaciones se juntan cada año para dar al mundo ejemplares del moribundo género, y son, como debe ser, grandes aportes. Ernesto Pérez Zúñiga, de ya prolífica obra, en estos años ha publicado dos títulos singularmente interesantes: No cantaremos en tierra de extraños, en el que recurre al género de aventuras que no oculta su deuda con el western estadounidense para rescatar del olvido esos años oscuros que siguieron al fin de la Guerra Civil, cuando ya el silencio y el temor, la arbitrariedad y la beatería enseñoreaban en la tierra de Cervantes. Su novela más reciente, Escarcha, es una aguda Bildungsroman que navega por las procelosas aguas de la abyección y la fe, la adolescencia y el sexo, la música y la provincia. Un autor un poco mayor que Pérez Zúñiga, Andrés Ibáñez, autor de la monumental –en extensión, intención y logro– Brilla, mar del Edén, emuló la hazaña del Pushkin de Eugenio Oneguin con El rostro verdadero, una novela en cuatro cantos que regresa al verso como vehículo del epos y que es, a la vez, «una novela de ciencia ficción, una novela erótica y una búsqueda espiritual». Ibáñez es uno de los autores que va más al paso de la contemporaneidad, e incluso abre caminos nuevos, fértiles para la exploración: como es músico de jazz, ninguna novedad le es ajena. Blanca Riestra, por su lado, siempre busca ese lado pop y macarra, mágico o gótico, y por supuesto literario que ha de tener la vida: novelas como El sueño de Borges, Vuelo diurno y Pregúntale al bosque dan cuenta de ello.

Y Canarias, tan cerca siempre del otro lado, esas islas que son el punto medio entre todas las maneras de hablar español, no deja de dar autores que renuevan con sus libros lo que siempre ha sido dicho y nunca se terminará de decir: Nicolás Melini con su El estupor de los atlantes habla de amor, o no, pero también de estos días recorridos por protestas y ofendidos, por nuevas maneras viajes de mirar el sexo y la relación con el otro; Alexis Ravelo con sus novelas policiales, como La última tumba da un espacio legítimo a la isla en el imaginario de lo negro, tal como Petros Márkaris ha hecho con su Atenas querida; Anelio Rodríguez Concepción ha hecho del relato un santuario de belleza lingüística e ingenio, como puede comprobarse en El perro y los demás, La abuela de Caperucita, Historia ilustrada del mundo y su reciente Historia de Mr. Sabas, domador de leones y su admirable familia del Circo Toti; y Juan Jesús Armas Marcelo de dilatada y latinoamericanista obra, no pierde nunca el sentido que lo hace español y americano a un mismo tiempo, lo que le permite hablar en cualquier español, como hace en Réquiem habanero por Fidel, obra premonitoria de la muerte del gran dictador del Caribe que, como todo buen asesino, murió tranquilamente en su cama. «El que a hierro mata a hierro muere», dice el refrán pero esto no aplica cuando se trata de verdaderos depredadores como lo fue Castro.

En un lustro, como era de esperar, el moribundo género de la novela ha seguido pariendo hijos, miles de hijos. En español, se calculó una vez, se publican unas cuatro mil quinientas novelas al año. Para estar agonizando, no parece que demuestre mucha infertilidad la novela que muere. De esa avalancha, apenas he podido leer un mínimo porcentaje, pero faltaría a la honestidad intelectual que tanto apreciaba Ernst Robert Curtius si no asomara uno o dos títulos en América que me han gustado especialmente: en Olegaroy, ganadora del premio Xavier Villaurrutia de 2017, el mexicano David Toscana da vida a un personaje que posee al mismo tiempo algo de filósofo y algo de Ignatius Reilly y con el cual nos embarcamos en la tarea de reflexionar sobre el sentido de la existencia. Su compatriota Mónica Lavín, con una obra ya muy consolidada, sobre todo por títulos como Yo, la peor, que se acerca a la vida de sor Juana Inés de la Cruz, explora ese territorio humano que es el amor en una novela, Cuando te hablen de amor, cuyos méritos literarios no se avergüenzan de poner en escena esos momentos que todos hemos vivido cuando el amor nace, cuando el deseo vibra y cuando agoniza: el martirio por el que todos los seres humanos deben pasar si quieren catar un poquito de lo sublime de la carne. Por su parte, Ricardo Silva Romero cuenta en Historia oficial del amor las vicisitudes de su familia y de su país, Colombia, en sentido inverso, y construye un monumento digno de admiración: el amor siempre es el punto de llegada y el punto de partida. En cambio, la ecuatoriana Gabriela Alemán escribe con hermosa prosa su novela Humo sobre la base del juego del que llega y del que se va (del inmigrante) y de aquello que puede contarse y lo que no, porque una cosa es saber y otra inventarse lo que se sabe. Y en Costa Rica, Catalina Murillo remueve el pasado madrileño en Tiembla, memoria, sin descuidar la fina ironía y la prosa contenida que dice más cuando se suspende. Y, finalmente, el venezolano Rodrigo Blanco Calderón despliega un ya bien entrenado saber literario en su primera novela, The Night, ganadora de la tercera bienal Vargas Llosa; en ella aflora la Venezuela oscura y en decadencia de la actualidad, pero también los múltiples significados que en manos de un narrador adquieren la palabra, el espacio y la ciudad: porque una novela es una polis de letras, una ciudad estado de pulpa, una nación entre dos tapas.

VII. Entren, que caben cien

Hoy en día, hay en activo autores de varias generaciones y de dos decenas de países que son los topógrafos de un mapa que cambia todos los días y cuyas montañas se mueven veloces como gamos. Y tras estos topógrafos, las voces de las literaturas de otras lenguas (esos otros mapas del mundo: «Un idioma es el universo traducido a ese idioma», proclamó Ramos Sucre) resuenan como espacios para el intercambio y la opinión, la identificación y el disenso.

Por mi parte, sólo sé decir que cuando escribo, lo hago para crear otro mundo, no para salvar, ni para explicar, ni siquiera para resarcir. Soy realista, gótico y fantástico; político, revolucionario y reaccionario; social e íntimo; Gallegos, Lovecraft, Mishima, Roth y Thomas Mann. Soy Teresa de la Parra y soy Olga Orozco. Soy el corazón de Nezahualcóyotl y un tarén; soy Pedro Lemebel y Esdras Parra. Sarduy, Puig, Lispector; y soy Homero y Safo, claro que sí. Soy ellos porque quiero ser ellos, porque cuando escribo, escribo sobre sus palabras, sobre sus imágenes y sobre sus historias. Todo está cerca de mí, todo me toca; nada quiero. Y me aferro pesimista y resignado a Terencio y proclamo que, como humano, nada humano me es ajeno; y, como escritor, ningún tema está fuera de mi alcance. (Y agrego, bajito: soy Darío, soy Valle y soy Montejo; soy Galdós; y soy José Luis Perales y Gonzalo Curiel; la Lupe y Paquita la del Barrio).

VIII. ¿Cuáles, pues, son las nuevas rutas de la novela en América Latina?

No hay rutas. Ni hay América Latina. Todo ha sido un enorme, moribundo espejismo; la esperanza de un pueblo que solo se oye en las canciones de los cantautores más desatados. Latinoamérica es un pueblo al sur de Estado Unidos.

Estamos en un laberinto sin externo muro ni secreto centro, como dijo aquel que, quizá envidioso, no fue novelista jamás.

***

[Una primera versión de este texto fue leída en la Universidad de La Rioja. Logroño, el 17 de diciembre de 2015.]


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