Perspectivas

¿Nadie? (sobre “Polifemo”, novela de Erik Del Bufalo)

30/12/2020

Leo una importante novela venezolana: Polifemo (Caracas, Eclepsidra, 2019) de Erik Del Bufalo. Sus protagonistas inevitables son Lucian Holzer, desde dentro del libro, y cualquiera de nosotros, como sus cómplices o intérpretes, de acuerdo con la imposición de Lucian. Este es un arquitecto, en plena madurez, que narra en primera persona y con gustosa aplicación sus avatares; por ejemplo, su boda, que es uno de los dos incidentes centrales de la historia.

Ágil (va de un sitio a otro, en el presente y antes), pero inmóvil (está casi siempre encerrado), proclive al desmayo, al miedo, no cesa de considerarse a punto de un cambio (¿sin que este ocurra?), católico, y se interroga con frecuencia sobre su condición humana (o de hombre). Tiende a la alucinación, aunque lleva una vida ordinaria en el edificio («Somos el ardiente patio del desconsuelo»), con vecinos, conserje y sus detestadas reuniones de condominio. Tal es Lucian Holzer por fuera, durante esas semanas en que, sorpresivamente (con el beneplácito de la familia) decide casarse y nos muestra sus horas de felicidad.

Su tensa vida absorbe las súbitas conexiones que establece con los objetos comunes («La muy mesa gozaba de su solidez indiferente») y depende de dos mujeres (o de una): Judith, la espléndida joven novia («el amor no significa suprimir el alma del ser amado»), dotada de un aura virginal, judía laxa, rica como también parece serlo Lucian; y Lucrecia, antigua amante, plena, de vida autónoma, cuya muerte impregna la narración de un raro carácter detectivesco.

La novela enfatiza la vida de un solitario especulativo, sin embargo por sus páginas transitan innumerables indigentes, la ciudad («Había algo dañino en el ambiente») con sus diversos estratos sociales y físicos, una singular rata («una rata contranatural») que polariza suspensos, ascos, comedia; y por lo menos cinco individuos de notable perfil: Tanabe, amigo imaginario y concreto; el Tío Graz, generoso, versátil; Lalo Manrique, cómplice y sospechoso del asesinato; Solano, un inocente y detestable cuñado, con tendencia incestuosa; el hijo castrado del conserje.

Así como el narrador calcula con acierto los calificativos para cosas y seres, también Erik Del Bufalo distribuye las secuencias novelescas, sus engarces y refracciones. El transcurrir prenupcial, la semana de la boda y los días siguientes fluyen con saltos coherentes, porque rescates del pasado y uno que otro sueño, añaden espesor a la trama. Esto permite naturalidad a la ambiciosa fusión entre Judith y Lucrecia y estremecer al lector con la extensa escena del matrimonio cuando el novio debe responder a la pregunta «¿Acepta usted…?» y la enamorada Judith es sustituida en la mente del hombre por las ardientes horas con Lucrecia ya muerta. Uno de los logros bífidos del relato.

Otros dos recursos estructurales matizan los monólogos (¿o todo el libro es un monólogo?) y destacan, como cubos, con una superficie contra otra: en primer lugar los «pequeños opúsculos» del narrador: el que se refiere a tener un hijo, el relativo al ajedrez, las notas sobre el maestro Eckbert y, sobre todo, el que trata de Leonardo y su cuadro de la virgen María. Todos, como dijimos al comienzo, bullirán en la mente de Usted, el lector, para teñir de inesperados ecos los detalles de la anécdota central; sin embargo, las consideraciones acerca de la Virgen pueden adquirir sutiles, admirables o perversas implicaciones, si, como quiere Del Bufalo, las dirigimos hacia el personaje de Judith, al de su contraste, Lucrecia, o a la posible integración de ambas.

En segundo lugar la fulgurante aparición de temas que si bien involucran a personajes de distinto calibre funcional, no solo vuelven a resonar en ellos sino que adquieren independencia y pueden ser seguidos por sí mismos. Por ejemplo, los párrafos en que se retrata la sordidez de alguien o su enlace con un vómito o basura; o aquellos dedicados a la nonagenaria del edificio (su mano, que puede fascinar al narrador) y de manera especial la fina pimienta cómica que se esparce en cualquier momento por toda la obra (efecto que, como vería quien quiera detenerse un poco, deriva de la aplicación súbita al detalle elegido de serias acepciones filosóficas).

Un crimen establece anillos para atar a los personajes: el posible asesinato de Lucrecia con veneno para ratas: sulfato de talio; pero tanto su acaecimiento como las hipótesis acerca del culpable (todo está percibido por Lucian) surgen bajo dudas. Y Lucian, según ocurre con alguna novela de Olga Tokarczuk, oculta o diluye al ejecutante.

El tono especulativo del narrador, con las insistentes interpretaciones de su inmediatez –y del mundo–, es una sutil arma expresiva para el autor que le permite agilizar las notas descriptivas (el tío, los familiares, el hijo del conserje, etc.), cambiar de manera sutil el registro perceptivo o practicar una prosa de noble tradición contemporánea. Esto ocurre de manera notable al dar vida a los objetos. Lo que parece una manía de Lucian es también un despliegue de destrezas pictóricas para Del Bufalo: un vaso, una escoba rota, la puerta, el ángulo del mantel, por ejemplo, son convertidos, por su in/fidelidad a lo real, en presencias que flotan, a lo Swift, a lo Ponge, a lo Lispector.

Erik Del Bufalo retratado por Roberto Mata

Toda novela pretende reflejar al mundo, Polifemo también. Y, lo que es casi imprescindible (¡cómo se reiría Raymond Queneau con esta frase!) para que eso ocurra, consiste en ubicar la anécdota en un contexto histórico. Nada más. Esto, desde luego, ha desembocado en una enfermedad: la de que debe ser la Historia lo que constituya a una novela. El resultado: éxito posible y banalidad poco duradera. (¿Quién lee hoy Guerra y paz para saber de Napoleón? Al contrario, sus protagonistas Natasha Rostova o el príncipe Bolkonski están más vivos que nunca). Trampa que se han puesto los escritores de las últimas décadas para cazar lectores ingenuos. La ciudad de Polifemo es histórica, casi reconocible, pero escapa del tonto documento periodístico.

De allí lo valioso de construir un personaje como Lucian: ser imaginario que nos encierra en muchos de sus rasgos.

Uno de los sentidos más poderosos de esta novela reside en que salta desde la página al interlocutor: usted, tú, y lo perfila al mismo tiempo que ciñe a su narrador. Efecto primordial –creación de personajes sólidos, exclusivamente imaginarios– este que ha hecho perdurar el género novela a través de los milenios.

Como ella tenemos pocas en Venezuela: los atisbos de Ifigenia de Teresa de la Parra; la sequedad conceptual de El falso cuaderno de  Narciso Espejo, de Guillermo Meneses; las cinéticas reflexiones en El pájaro de tres cuerpos de Carlos Villalba: «Esta novela empieza con usted, que lee esta línea, y sigue con usted, si es que usted sigue. Y con un hombre asomado a la ventana. Con un hombre de espaldas»; los ocultamientos y lo tangencial de Vagas desapariciones de Ana Teresa Torres: «Durante mucho tiempo estuve obsesionado por un sentimiento de lo disperso, lo heterogéneo, lo inasimilable»; la ambigua ternura, de corrosivo efecto en los personajes, en Juan Carlos Méndez Guédez.

Así podemos extraer bordes como: «en esos estratos del pasado siempre hay falsos anhelos»; «los restos de comida burlándose de nosotros sin que lo sospecháramos»; «Uno solo puede casarse con la mujer insoluble», «más revolucionario que el misterio no hay nada»; «el problema no era la muerte, demasiado imparcial para ser un problema», «Soy lo opuesto de un loco. Vivo en la incertidumbre absoluta», «aunque, en realidad, “la gente” sea la pura elucubración de una literatura malvada», «Y lo peor de todo es que incluso la perversión terminó por volverse pura estupidez», «cada cosa de la habitación prescindía de la más decorosa duda», «Es como el tiempo. No hay ninguna razón para que exista, mas sin él las otras cosas no podrían existir tampoco», etc. Frases con un ápice de generalizaciones, pero que solas o al situar conflictos y actuantes, dentro del libro, adquieren su madura cualidad.

Finalmente, el título elegido por Del Bufalo se torna elíptico: Holzer, aunque mucho tiene de Polifemo («el cual en mi caso no tenía un solo ojo, sino todos los ojos del mundo y no se encontraba en una bucólica isla sino en todas partes, en la insularidad de nuestra existencia. Es el cíclope de nuestra ignorancia»), no es Polifemo: lo somos nosotros: –¡Oh gran tú!, usted, los lectores–, algo cegados ante ese nadie, un gerente desempleado, sospechoso de matar a Lucrecia/Judith y encerrado dentro de unas páginas que esperan ser interrumpidas, reescritas por un analista delator o por «el mirar de un dios que mete la mano por los hombres. Ese dios es lo inhumano en nosotros».


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