Grupo ritual. Conjunto rupestre La Roca dels Moros. Cataluña. Fotografía de ENric | Wikimedia
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A los que bailan en la calle
Decir “nadie me quita lo bailao” supone que en alguna parte tenemos una especie de cofre inmaterial que atesora los placeres vividos y los protege, para darnos ánimo y reforzarnos en los momentos difíciles. Cuando el médico deja su eterno optimismo de pacotilla y no sabe cómo decir lo que tiene que decir, o, para no ser tan trágicos, cuando nos sentimos disminuidos o acorralados por cualquier causa, la mente tiene lista la frase, como si ella pudiera compensar el peso de la realidad que viene a despojarnos de lo preciado. La expresión es un desafío, una apuesta que vamos renovando como quien año tras año acumula centavo sobre centavo para enfrentar un futuro incierto. Pero ella no es como la codicia del avaro, porque su materia es la espuma de aquellos instantes fugaces que evocamos para usarlos como amuletos contra el despojo.
“Lo bailao” es la síntesis y el símbolo de los placeres transitorios que hemos vivido: nuestros primeros juegos infantiles, las horas tranquilas pasadas con la familia y amigos, las mesas compartidas, los deportes practicados o vividos con emoción y, por supuesto, los momentos de pasión amorosa.
Pero el sexo, aunque nos proporciona algunos de los más intensos placeres, siempre fue demonizado por las religiones y la moral, y la gula lo es ahora por el culto a la salud y la esbeltez. Por eso, ambos están teñidos de un dejo de culpa o incomodidad. El baile, por ser (casi siempre) más inocente que otros placeres, se presta a ser idealizado, como un recuerdo puro sin contaminación. Ese bailao que nadie nos puede quitar evoca, ante todo, movimiento, es decir, la esencia de la vida. Quien se mueve en alegría y libertad escapa a la rutina, a lo cotidiano, a las responsabilidades, rieles inmóviles que sabemos nos llevarán sin posibilidad de desvío a una estación final. Aunque el baile también tiene sus normas que llamamos “pasos” y “estilos”, deja un gran margen para la invención y la espontaneidad, ya sea de acuerdo con la pareja o en forma individual. En ese corto tiempo-espacio, escapamos al “ser” y al “tiempo” que normalmente nos determinan. ¿Es libertad o ilusión de ella? Poco importa: como libertad se vive.
Tanto ha acompañado el baile a la especie humana que, como dice Barbara Ehrenreich en un maravilloso libro, por algo hay muchísimas pinturas rupestres que representan bailes y ninguna de gente sentada conversando, lo que le hace pensar que la danza haya precedido al lenguaje.[1] Se puede especular sin fin sobre las ventajas evolutivas que ha traído el baile para la especie, pero quizá es más importante lo que aporta a cada individuo. Si bien las religiones monoteístas han desconfiado y siguen desconfiando del baile, el mismo es prácticamente universal en las sociedades que los viajeros occidentales y los primeros antropólogos llamaban “primitivas”; la misma Ehrenreich nos relata la fascinación —mezclada con desprecio— de esos viajeros ante grupos humanos que al parecer no podían dejar de danzar, por razones incomprensibles para ojos externos.
Y eran incomprensibles porque ya para la época de la conquista del mundo por las potencias occidentales, el baile había sido tan codificado y formalizado, tan encorsetado por las autoridades empeñadas en quitarle su carácter pecaminoso, que no le era fácil ser fuente de exaltación ni de momentos dignos de ser atesorados en el recuerdo.
Sin embargo, en las primeras grandes civilizaciones, y en especial aquellas que dieron origen a la llamada cultura occidental, el baile tenía un lugar destacado aunque polémico. En el panteón griego, Dioniso era un dios incómodo por sus conexiones con la vid —y por lo tanto con el vino— con la tierra y con los animales: él mismo era representado en tiempos arcaicos en forma de toro u otros seres parecidos. Las danzas en honor a Dioniso eran protagonizadas inicialmente por mujeres, lo que significaba ya una transgresión. Pero lo más notorio era el carácter exaltado de las danzantes, conocidas como ménades, y su entrada en trance, que les hacía salirse de sí mismas y de los límites de su vida social, llevándolas a largos rituales que incluían el violento sacrificio de animales. Ya se juntaban en esas “orgías” dos aspectos que parecen eternos compañeros del baile: su capacidad para sacarnos de nuestro ser cotidiano y, en consecuencia, su carácter algo subversivo desde el punto de vista de las autoridades establecidas.
¿Existieron realmente las ménades, tal como se relatan sus acciones en los textos antiguos? Es más probable que ellas simbolicen y sinteticen hechos dispersos a lo largo de varios siglos, en los que se mezclan realidad y leyenda. Pero esos mitos sí dieron lugar a cultos, generalmente secretos, que fueron retomados por la civilización romana y, en su momento, prohibidos por considerárseles peligrosos para la estabilidad social.
Karl Kerényi, el gran estudioso de los dioses griegos, daba una especial importancia al culto a Dioniso como mediador entre dos dimensiones de la vida: las que designa, a partir de la terminología de los griegos antiguos, como zoë y bios.[2] Para Kerényi, la religión de origen micénico que gira alrededor de Dioniso parte de la creencia en lo indestructible de la vida. Si bien admite que, en términos de historia, en el siglo XX se ha hecho concebible el fin de toda vida, desde el punto de vista de la vida misma ello no lo es.[3] El zoë se refiere a vida en sí misma, sin particularidad, y por lo tanto eterna, mientras que el bios es la existencia individual. En palabras del mismo autor: “…el zoe es el hilo en el que cada bios individual está ensartado como una cuenta y que, en contraste con el bios, sólo puede concebirse como interminable.”[4]
En este punto, cualquier lector tiene derecho a preguntar: ¿Y todo esto qué tiene que ver con el baile? Exagerando, quizá, la simplificación, puede decirse que el acto de bailar, como actividad alejada de lo utilitario inmediato, de lo productivo y del peso de las responsabilidades, como juego en fin, no sometido a las reglas convencionales sino al influjo de la música, el ritmo y los otros danzantes, hace de puente entre bios y zoë, acercando al bailarín a una esfera donde siente su conexión con los otros que lo rodean, pero también con los del pasado y el futuro. No una conexión reflexiva, intelectual, sino una producida precisamente por el movimiento rítmico de ese cuerpo tan despreciado por la metafísica y muchas religiones.
Es por eso que poner la danza bajo la protección y la invocación de un dios no es poca cosa: significa reconocer que no se trata de un simple pasatiempo, ni de la satisfacción sublimada de impulsos sexuales, sino de una forma de entrelazamiento entre las personas, que también lo es entre cada una de ellas y una dimensión oculta, a la vez externa e interna, suya y ajena, donde se guarda el cofre siempre accesible al que podremos recurrir cuando la vida nos lo exija. Una forma, en fin, de trascender los límites del ser individual.
¿Y los que ya no bailan, o los que nunca han bailado? ¿Acaso no tienen cofres que nadie les pueda quitar?
Bailé mientras, inocente, no sabía que no sabía bailar. No hizo falta mucho tiempo para que amigas y parejas me abrieran los ojos e intentaran mil formas de enseñarme. Ante el fracaso de todas, renuncié. Pero, cuando el sol irrumpe entre las nubes y dibuja sus arabescos danzantes en el fondo de la piscina, danzo con ellos mi danza de agua y pienso: “nadie me quita lo nadao”.
Notas:
[1] Barbara Ehrenreich. Dancing in the streets. New York. Holt. 2011
[2] Kerényi analiza estos términos en forma muy distinta, y quizás hasta antagónica, a como lo hará muchas décadas después Giorgio Agamben en: Homo Sacer. el poder soberano y la nuda vida I. Madrid, PreTextos, 1998.
[3] “Puesto que la vida incluye la herencia —de lo contrario no sería vida—, trasciende los límites de la criatura individual, mortal y viviente, y resulta indestructible en todos los casos, independientemente de que la herencia se materialice o no. La vida presupone la herencia y, por lo tanto, la semilla del infinito temporal. La semilla está presente aunque nada brote de ella. Así pues, se justifica que hablemos de ‘vida indestructible’, que encontremos su imagen arquetípica en los monumentos religiosos y que señalemos su valor para el hombre religioso como experiencia histórica.” Carl Kerényi. Dionysos. Archetypal image of indestructible life. Princeton, Princeton University Press, 1976, p. xxviii. (Traducción nuestra).
[4] Ibid., p. xxxv.
Luis Gómez Calcaño
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