Perspectivas

Imagen infinita, palabra carcelera

"Tha flase mirror", 1920, René Magritte

01/04/2024

Se atribuye a Edward Hopper haber dicho acerca de su obra que “si se pudiera decir con palabras, no habría razones para pintar”. Cierta o no la atribución, esta frase alude a una distancia irreductible entre imagen y discurso, que sin embargo insistimos en acortar con puentes de palabras.

¿Se puede observar una imagen sin pasar por un filtro de palabras, acceder directamente a ella, dejarse absorber por ella, como en una especie de contemplación mística? ¿O, por el contrario, no podemos resistir ver una imagen sin tratar de imponerle inmediatamente una red de palabras que la atrapen y no la dejen escapar más allá de los sentidos que queremos imponerle?

Hay paisajes, momentos o acontecimientos que nos “dejan sin palabras”, porque nos hacen sentir que cualquier discurso sería superfluo ante la majestad o gravedad de lo que estamos presenciando. Pero cuando se trata de una imagen producida por humanos, somos más audaces, menos tímidos: no solo queremos decir algo sobre la imagen, sino que necesitamos decirlo, no podemos dejarle el terreno libre, tenemos que acotarla y ponerla en el contexto de nuestros prejuicios, valores y experiencias.

¿Quién no ha visitado una galería o un museo en compañía de otra persona y, ante una obra —especialmente si es famosa— uno mismo o el acompañante se ha sentido obligado a hacer un comentario de cualquier tipo, desde el pretendidamente profundo hasta el más banal o anecdótico, para no quedarse en silencio? Es como si callar fuera reconocer que la imagen es demasiado poderosa y nos ha quitado la palabra; pero aun si sospechamos esto, a falta de algo inteligente que decir nos queda el recurso de llamar la atención sobre algún detalle frívolo o hacer una asociación arbitraria; todo con tal de no callar, de no dejarnos dominar por la imagen. A veces, esos comentarios nos parecen inoportunos o irrelevantes, a menos que reconozcamos en el interlocutor —por ejemplo, un guía profesional— alguna autoridad sobre la imagen o sobre nosotros mismos.

Pero, si prescindir de los acompañantes puede evitarnos momentos embarazosos, no puede impedir que nuestro discurso interno, el flujo de la conciencia, siga incesantemente disparando proyectiles de palabras a la imagen, como para probar que ella no nos ha dejado inermes, que sabemos defendernos de su poder, reduciéndola a las proporciones de nuestro discurso, hasta que nos cansamos y dirigimos, satisfechos, los pasos a la siguiente, donde comenzará de nuevo la guerra para imponerle un sentido verbal a signos que son de otro orden.

Quizás no hay imagen con más ambición de poder que la religiosa, ya que no exige a los fieles admiración sino adoración y silencio, o en todo caso un solo discurso posible: la plegaria. Ahora que los templos se han convertido en museos, es difícil ponerse en el lugar de aquellos fieles para quienes las imágenes religiosas eran una poderosa fuente de identificación con el sufrimiento de Cristo o de los mártires, de miedo al observar el destino de los pecadores, o de consuelo y esperanza al contemplar el reino de los cielos y sus bienaventurados habitantes. La misión del pintor religioso era producir emociones que renovaran la adhesión a la fe; la perfección estética era el medio y no el fin. Pero sabemos que, con el tiempo, terminó por predominar la segunda, y el mensaje unívoco, o las emociones, que pretendía transmitir la imagen religiosa naufragaron hace tiempo en las mentes y discursos de los turistas, guías y expertos en estética.

Hay otras imágenes que, por banales y repetidas, no generan discursos sino indiferencia, hasta el punto de que las vemos sin mirarlas; es como si nos defendiéramos de la sobreabundancia de imágenes que nos abruma con un filtro que les impide pasar a la conciencia. Aunque la publicidad fue evolucionando desde su verbosidad inicial hacia un predominio casi exclusivo de la imagen, los llamados “creativos” se devanan los sesos para traspasar las barreras que los consumidores saturados de imágenes oponen inconscientemente a sus asaltos, y lograr que se comporten de acuerdo a lo esperado por el cliente de la agencia.

Pero hay otras imágenes que nos asaltan cuando estamos desprevenidos: son las que nunca habríamos querido ver; transmisiones directas de guerras, asesinatos, abusos y otros horrores que aparecen de improviso en los medios —especialmente en las redes sociales— y no nos dan tiempo a desviar la mirada antes de sentir miedo, asco o rechazo; y ellas muchas veces se quedan por largo tiempo en la memoria sin que podamos impedirlo, como experiencias traumáticas de diversa intensidad. En estos casos, en lugar de largos discursos, hacemos juicios sumarios y pretendemos evitar las palabras que las puedan traer a la memoria y hacernos revivir el trauma.

De los millones de imágenes que se suben cada minuto a las redes, una minoría significativa es de este tipo, sea porque las víctimas de abusos quieren impactar la conciencia de otros compartiendo los horrores, sea porque, desgraciadamente, hay personas que disfrutan al verlos (como siempre lo hemos sabido por el atractivo de las llamadas “páginas rojas” de la prensa de albañal).

Como las corporaciones que controlan estas redes saben que la mayoría de sus usuarios las rechaza, y por lo tanto son mal negocio, han diseñado filtros para evitarlas; pero los algoritmos todavía no son capaces de hacer la tarea por sí solos. Por eso ha surgido una nueva clase formada por miles de trabajadores, muchos de ellos provenientes del tercer mundo: los esclavos de la imagen, obligados a contemplar lo que los demás no queremos ver, que pasan ocho horas diarias presenciando horrores innombrables. Trabajadores que terminan con estrés postraumático, hasta el punto de que algunos ya han demandado a sus empleadores para que les compensen el daño psicológico sufrido (y quizás estas vidas esperan el momento en que un gran novelista hable de ellas).

Este ejemplo muestra que las imágenes, por sí solas, pueden llegar directamente al cuerpo de quien mira, produciendo reacciones emocionales antes que la mente pueda percibirlas conscientemente o encontrar las palabras para describirlas; así como unas generan un rechazo visceral, otras nos producen un placer inmediato e intuitivo, antes que cedamos a la tentación de explicarlo con palabras.

Esas reacciones emocionales no son ajenas a nuestro entorno social y familiar, a la forma en que las culturas y grupos forman el “gusto”. No queremos imágenes que nos impongan su poder, su propia lógica, sino las que podamos enmarcar en nuestros criterios estéticos y morales, conscientes o inconscientes. No somos libres para mirar; estamos rodeados de juicios que nos dicen, no sólo qué mirar, sino cómo debemos mirarlo. Son dos las jaulas de palabras: las nuestras, que surgen espontáneamente, y las de los discursos normativos que nos han encuadrado desde que nacemos.

Naturalmente, es legítimo que una imagen sea estudiada y explicada en términos de análisis visual, ubicada en su contexto social e histórico, escudriñada en sus aspectos técnicos y sus influencias estéticas. Aun aceptando que esa armadura de palabras enriquece la comprensión de la imagen, no se debe olvidar que ella existe sólo porque la imagen la precedió, y nunca podrá sustituir a la experiencia del observador.

¿Es posible romper los barrotes de esas jaulas, enfrentarnos a la imagen con una especie de inocencia primigenia, que conecte directamente al ojo con la emoción sin pasar por el logos? Quizás no, pero al menos se podría aspirar a una mirada que conectara con nuestro discurso más personal, más íntimo, menos convencional, el que corresponde a nuestra experiencia única como individuos, a nuestra historia que, haciéndonos diferentes a todos los demás, hará que la imagen también sea única para nosotros, convirtiendo así cada imagen en infinitas imágenes, porque no habrá dos personas que vean en ella exactamente lo mismo.

Es inevitable que las personas quieran compartir esa experiencia, y no lo podrán hacer más que con palabras; pero sería deseable que al hacerlo fueran conscientes de sus límites; que no perdieran de vista el carácter único y hasta cierto punto irreductible de su relación con la imagen, porque todo lo que se pueda decir de ella es bien poco en comparación con su inmensa riqueza de significados.


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