Cerezas rojas

07/02/2023

Fotografía de SANTIAGO | Flickr

Buenos días, espejo. Sí, es y no es la misma cara de ayer, quizás un surco algo más hondo, el cabello algo más ralo: una cara de setenta y tantos, más o menos los que tenía ella cuando la invité a mi boda. Pero hay algo más: sobre las marcas usuales del tiempo, la de una derrota. ¿Cuántos años van? Después de los veinte perdí la cuenta. Ya se cansa uno de repetir lo que todos decimos: nadie podía imaginarlo. ¿Será que nuestra imaginación es tan limitada, o que le ponemos gríngolas? En estos días me vuelve sin cesar a la memoria el escenario catastrófico que inventé cuando era niño, inspirado por los relatos de una refugiada europea, y aunque siempre me pareció una fantasía absurda que no tenía la menor posibilidad de cumplirse, nunca fui capaz de olvidarla como si fuera una niñería más.

I

Mi hermana mayor tiene el don de los idiomas. Todavía muy niña, empezó a aprender inglés; cuando sintió que ya no tenía más que avanzar en ese idioma, empezó a buscar alguien para que le enseñara francés. De los anuncios clasificados surgió Mme. Olga, una señora de origen ruso, de unos cincuenta años, quien después de muchas peripecias había recalado en Venezuela. Pero ¿por qué una rusa? Quizás porque eran escasas las profesoras francesas en aquella Caracas todavía algo provinciana de los años cincuenta. Además, se sabía que las familias rusas de clase alta, las que dispersó la revolución, manejaban el francés tan bien como el ruso, y a veces mejor.  Y todo en Mme. Olga indicaba ese origen privilegiado: modales impecables, conversación culta y postura siempre erguida (rasgos que trataría de inculcar, sin mucho éxito, en sus alumnos más pequeños).

Lo que no esperábamos los dos niños de la casa es que, además de las hermanas adolescentes, también íbamos a ser reclutados para el aprendizaje del francés. Aunque habríamos preferido mil veces más aprender inglés, ya que ese era el idioma del cine, de las máquinas y de todos los objetos relucientes que nos atraían, sabíamos que el estilo paterno de decisión no contemplaba excepciones.

La llegada de Mme. Olga significó para los más pequeños un toque de novedad y hasta de inocentes transgresiones. La primera de ellas, que vimos con horror, era que cuando ella llegaba con el paraguas mojado por alguna lluvia, lo ponía a secar abierto en una esquina de la sala, violando la sagrada regla de que un paraguas no se abre bajo techo porque eso trae mala suerte, o como se decía, es pavoso. Sin embargo, nadie se atrevió a reprochárselo, sin duda por vergüenza de compartir creencias tan primitivas. Su vestuario era más una fuente de exotismo que de transgresión: los zapatos blancos y abiertos que lucía de vez en cuando, calzado impensable para unos niños de tan poco mundo, acostumbrados al negro estricto de los zapatos cerrados; o la redecilla que de vez en cuando le cubría el cabello, que le daba el aspecto de una dama salida de algún retrato antiguo. Pero lo más llamativo, que más tarde encontraría su explicación, era la absoluta ausencia del rojo en su vestimenta.

Apenas había empezado a leer y escribir en español cuando recibí las primeras lecciones de francés, adaptadas para niños:

Un, deux, trois, nous irons au bois
Quatre, cinq, six, cueillir des cérises
Sept, huit, neuf, dans mon panier neuf…

Lecciones que se acompañaban con dibujos del bosque, las cerezas y la cesta donde se recogían. El sistema de Mme. Olga excluía radicalmente el uso del español desde el primer día, tanto que durante muchos años no le oímos hablar en ese idioma, reservado para los adultos que no fueran sus alumnos; y la primera vez que lo hizo ante nosotros nos sonó tan extraño como si hablara otra persona.

Así se inició una relación de largos años, en los que Mme. Olga se convirtió en una presencia permanente. Semana a semana compartió los altos y bajos de la familia; llegó a conocer muy bien a todos sus miembros e incluso a intervenir discretamente en algunas crisis, hasta que el último y más joven de los alumnos, ya estudiante universitario, se atrevió a decirle que no tenía tiempo para seguir con las clases de literatura francesa.

Con el pasar del tiempo y la mayor competencia de los estudiantes en el idioma, las clases se fueron convirtiendo —una vez superados el control de la tarea y el implacable dictado, la dictée— en largas conversaciones, en las que los alumnos descubrían el pasado de su profesora por medio de recuerdos que saltaban en el tiempo, de Kiev a San Cristóbal pasando por Yugoslavia. Como todo relato, el de Mme. Olga tenía una misión, o como se dice ahora, una “agenda”: más allá de contar sus pocas venturas y muchas desventuras, no dejaba de resaltar el papel central del comunismo, o para personalizarlo como ella lo hacía, “los comunistas”, en la destrucción de su modo de vida, su familia y todo el mundo que la rodeaba.

El relato se iniciaba con un testimonio que, a sus ojos, refutaba el discurso revolucionario: siendo todavía una jovencita, había presenciado la última visita de la familia imperial a Kiev, pocos años antes de la revolución, y fue testigo de cómo las multitudes habían llenado las calles para vitorear apasionadamente a los soberanos. Rusia era profundamente cristiana y zarista, repetía; los comunistas eran otra cosa, y aunque habían pretendido representar al pueblo, sus impulsos más profundos los alejaban radicalmente de él. Esa convicción nunca la abandonó, pero le sirvió de poco frente a la ola que se llevó por delante, uno por uno, los pilares de su vida: primero la posición de su padre, director de un importante colegio público; luego la vivienda y otras propiedades, y, en medio de la guerra civil, la familia misma, que tuvo que dispersarse y finalmente huir del país, temiendo por su vida tras el asesinato de uno de sus miembros.

Su primer exilio en Yugoslavia se pareció a los orígenes de otras diásporas: pensado al inicio como una etapa transitoria, destinada a terminar con la derrota de la revolución y la restauración del orden anterior, fue dando paso con los años a la resignación y la adaptación a la realidad. Dentro de la comunidad de los llamados “rusos blancos”, Mme. Olga emprendió una vida relativamente normal a pesar de las condiciones: se casó, tuvo hijos y un hogar propio. Pero la normalidad era sólo aparente: los desplazados por la revolución eran considerados apátridas, porque ya no eran ciudadanos rusos ni mucho menos soviéticos, pero tampoco habían sido integrados al país en que vivían.

Esta fragilidad se hizo más evidente al comenzar la Segunda Guerra Mundial: la ocupación alemana de Yugoslavia internó a los exiliados rusos como ella en campos de trabajo. Al terminar la guerra, los amos nazis fueron desplazados por los comunistas de Tito, apoyados por el Ejército Rojo: la ola que había destruido su primera vida la alcanzaba en la segunda. Aprovechando las oportunidades que ofrecía Venezuela en esa época a los migrantes, recorrió medio mundo para llegar, viuda y madre de dos hijos, a San Cristóbal. Pocos años después se integró a la pequeña comunidad rusa de Caracas.

Un día que Mme. Olga rememoraba conmigo la rutina del campo de trabajo, sometida a la vigilancia y las amenazas incesantes de unos y otros amos, concluyó rogándome, conmovida, que fuera cualquier cosa en la vida menos comunista, porque de todos los males que había vivido ninguno podía ser peor.

La narración de la profesora llegó en forma oportuna y hasta providencial, ya que iba a servir de contrapeso al adoctrinamiento dispensado (sobre todo a las hermanas adolescentes) por el doctor Pineda, odontólogo que aprovechaba el forzado silencio de sus jóvenes pacientes para hablarles del futuro esplendoroso que abriría el comunismo, y les prestaba libros editados en la URSS como Oblómov, de Iván Goncharov. Esta obra, escrita mucho antes de la revolución como novela psicológica sobre un caso de extrema indolencia, fue después instrumentada por la guerra cultural bolchevique como supuesto retrato sociológico de los terratenientes rusos y su decadencia. Aunque no era un libro para mi edad, me las arreglé para leerlo, y comencé a preguntarme si yo mismo no compartiría ciertos rasgos del personaje principal: incapacidad para decidir, tendencia a evadir la realidad y posponer la acción, rasgos que, temía, podrían llevarme a un final tan triste como el de Oblómov. A esas edades, lo habitual es que un niño piense en el futuro como escenario de triunfos o, al menos, de satisfacciones. Pero una oscura intuición me llevaba a explorar el reverso de ese futuro imaginario.

Al pensar en la historia de mi profesora, y especialmente en la súbita caída desde la seguridad de una situación privilegiada hasta el despojo, el exilio y el desarraigo, me preguntaba si sería posible que un descalabro de esa magnitud ocurriera en mi vida: ¿podría soportar la pérdida del ambiente protegido y confortable que había tenido hasta entonces? ¿Cómo enfrentaría un cataclismo de esa magnitud?

En aquella mitad de siglo ya se hablaba mucho del hito que significaría el año 2000; había todo tipo de especulaciones sobre los cambios técnicos y sociales que vendrían. Trataba de imaginarme en el momento del cambio de milenio, con algo más de cincuenta años: ¿Cómo sería mi vida? ¿Seguiría siendo de clase media, tendría una casa y otras propiedades como mi padre? ¿O habría pasado algo semejante a la revolución rusa, capaz de arrancarme a una vida de seguridad y comodidad?

Me dio por imaginarme en el año 2000 como una nueva versión de Mme. Olga: expropiado por una revolución, y dependiente de alguna actividad precaria como dar clases privadas para sobrevivir. Esa fantasía era como un espantapájaros que invocaba de vez en cuando para recordarme lo privilegiado que era, pero en el fondo no la creía posible. Nada en mi entorno anunciaba semejantes turbulencias.

II

En plena dictadura perezjimenista, la cuestión del comunismo era tan lejana como si fuera propia de otro planeta; de hecho, en una ocasión en que me había atrevido a preguntar qué significaba eso, porque había oído susurrar que un cierto pariente era comunista, fui inmediatamente conminado a callar y nunca repetir esa palabra. Pero al caer la dictadura, de un día para otro la palabra comunista dejó de ser prohibida, y se convirtió en el nombre de un partido que había contribuido a la lucha por la democracia: los comunistas podían dar discursos y buscar votos, ser diputados y senadores.

Esos primeros años de democracia les permitieron ganar posiciones en nichos clave del Estado, como las universidades y algunas instituciones culturales. Aunque la lucha insurreccional de los años sesenta los volvió a convertir en parias políticos por muchos años, el régimen de la época les permitió atrincherarse en aquellos espacios, desde donde tratarían de ampliar su influencia ideológica entre los estudiantes e intelectuales. Los comunistas se fueron convirtiendo en una más de las innumerables sectas de la “izquierda”, ensimismadas en sus conflictos internos. Sin embargo, ellas coincidían en algunos dogmas centrales, como el de la infalibilidad de Marx en todos y cada uno de los campos de pensamiento imaginables.

Cuando entré a estudiar en una universidad pública me fui deslizando rápidamente hacia el marxismo, como vía de menor resistencia y mayor aprobación social, ya que la mayoría de mis profesores lo compartían y promovían. Pero, más allá de la presión a la conformidad, llegué a creer sinceramente que el socialismo —y a largo plazo, el comunismo— eran el destino inevitable de la humanidad y había que luchar por ellos, corrigiendo, por supuesto, las “desviaciones” que explicaban su deriva autoritaria: el estalinismo era un accidente histórico y no un destino inexorable. Y si la revolución expropiaba a mi familia sus precarios bienes, sería el precio que habría que pagar de buen grado en nombre de la felicidad de todos.

Las admoniciones de mi profesora quedaron en el desván, menospreciadas como producto del resentimiento de quien ha perdido privilegios. Sin embargo, quizá no las había olvidado del todo, ya que, por más que me estremeciera oyendo a Silvio Rodríguez cantar hay que dejar la casa y el sillón, o quemar el cielo si es preciso, nunca dejé la comodidad de casa y sillón para quemar cielo alguno. Y la cobardía que me reprochaba terminó por protegerme del destino de algunos de mis compañeros de estudios, quienes, atendiendo al llamado de sus líderes, dejaron años de su vida en la clandestinidad o la cárcel.

En aquellos tiempos tardíos de la relación con mi profesora, trataba de ocultarle mi nueva ideología; pero ella no se dejaba engañar y aprovechaba para corroer mis ilusiones con golpes de realidad. Me contó cómo había logrado, después de muchos años, ahorrar lo suficiente para visitar su ciudad natal, con la esperanza de encontrar algún rastro de sus familiares que no habían logrado escapar del país. Fue inútil: entre la revolución, la guerra civil y la mundial, habían desarraigado tanto a poblaciones y familias que no valían registros, archivos ni cementerios para rehacer el hilo de tantas vidas desplazadas. Su hermana y sus sobrinos habían sido borrados de la historia como si nunca hubiesen existido.

Yo prefería evadir la discusión sobre el tema, sabiendo que en buena parte ella tenía razón: y recordé sus palabras poco después, aquella mañana de agosto de 1968 cuando leí en la primera plana de los periódicos algo que —ingenuamente— no había creído posible: los tanques soviéticos entraban en Praga. Pero no me atrevía a romper en forma radical con las ideas compartidas con casi todos mis amigos y maestros, por miedo a contaminarme con ideas “de derecha”.

III

Con el pasar de las décadas fue pasando también la fiebre revolucionaria: escarmentado por frustraciones y decepciones, me fui convirtiendo en una especie de socialdemócrata, mucho más al centro que a la izquierda. Aunque había dejado de ver a mi profesora por largo tiempo, un día sentí el impulso de visitarla antes que fuera tarde. Ella me recibió en su pequeño apartamento, donde me sentí transportado en el tiempo al ver, en el lugar de honor, los retratos del Zar y de la familia imperial, iluminados por una llama votiva. Aunque ya frisaba los noventa años, Mme. Olga se mantenía vivaz y sus magníficos ojos azules eran tan penetrantes como siempre.

Su longevidad le había permitido presenciar la caída del Muro de Berlín y, más recientemente, la de la misma Unión Soviética; asistía a las recepciones de la embajada rusa, integrada de nuevo al país del que la habían despojado, y convencida de que el tiempo le había dado la razón. No dejó de reprocharme, en un tono más bien indulgente y suavizado por el tiempo, mi pasado “rojo”, y logró adivinar mi presente “rosado”, aunque sin mucha esperanza de influir sobre mis ideas; lo que importaba eran los recuerdos de cuando era niño y aprendía balbuceante un nuevo idioma.

Ambos preferimos ignorar los nubarrones sembrados hacía poco por una revuelta y unos golpes fallidos, como esperando que se mantuvieran apartados para no afectar nuestra conversación. Al despedirnos, sabíamos que era la última vez que nos veíamos. Ella tuvo la fortuna de morir antes de la tercera embestida de la ola, que escogió esta vez la tierra donde, después de tantos años de errancia, ella había encontrado un piso firme y una ciudadanía.

IV

Cuando llegó el tan esperado y temido milenio, yo no vivía precariamente ni tenía que dar clases particulares para sobrevivir; mi trabajo en el sector público y unos modestos ahorros me permitían un estilo de vida de clase media. Al comenzar la “revolución”, ya no había casi nada que expropiarle a mi familia: el patrimonio se había ido disolviendo entre las crisis y los vaivenes del país. Los años iniciales de la oleada revolucionaria no significaron un descalabro inmediato porque el azar de los mercados produjo un nuevo auge petrolero. Los favorecidos fueron pocos, pero las migajas repartidas, junto a las técnicas de opresión heredadas de aquellos lejanos bolcheviques, sirvieron a los nuevos amos para derrotar todos los intentos de desplazarlos del poder. Participé —con menos riesgo y muchas menos consecuencias que otros— en todas las iniciativas para detener, o al menos atenuar, el tsunami revolucionario, hasta que no me quedó más remedio que aceptar el fracaso de ellas.

En lugar de una expoliación directa y repentina como la que sufrió Mme. Olga, lo que millones vivimos fue un lento deslizarse por una cuesta que llevaba a lo impensable. A diferencia de mis parientes más previsivos o temerosos, no me incorporé a la diáspora, tal vez más por mi parecido con Oblómov que por algún arraigo especial a la patria o un proyecto de resistencia. Y el espejo me recuerda que cada día se hará más difícil empezar de nuevo en otra tierra o contribuir a luchar contra la ola.

Pensando en mi profesora, empiezo a comprender que aquella fantasía absurda, que no tenía la menor posibilidad de ocurrir, era en realidad un presagio escondido en la primera canción infantil que ella me enseñó: …dix, onze, douze, elles seront toutes rouges. Las cerezas serán rojas, muy rojas… ¿Rojitas?


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