DOMINGOS DE FICCIÓN

Morgana

Fotografía de Miroslav Vajdic | Flickr

06/10/2019

I

En el litoral de La Guaira, fiesta. Todos los días. A toda hora. Fiesta, fiesta y fiesta. Era el eterno presente. Siempre diecisiete años, como si el crecimiento personal y la madurez, la búsqueda del destino y todo ese beta de los libros de autoayuda, el karma y los chacras y los cuarzos y el zodiaco nunca hubiesen estado de moda.

Después de un par de semanas, Guillermo se reencuentra con Teodoro y Luciano en la licorería de todos los días. Le cuentan sobre la chica. Le muestran una foto que uno de ellos tomó con su celular. Sí, chamo, ya me la mandaste por WhatsApp, agrega Guillermo, está borrosa, pero confío en tu criterio, dice fastidiado. Beben, destapan otra botella de San Thome.

Esta caraja preguntaba por ti en la rumba que te dio ladilla ir, dicen. Reprochan su desinterés, su ausencia. No es que no haya querido ir, tomaba antibióticos, se excusa, y con ansiedad persigue la botella. Pura paja, igual te llegabas, la vida es corta. Marico, la gripe me tenía jugando banca, dopado, ya deja la vaina. Hay otra rumba este fin, dicen. Se repite la función en la casa de esta chama, capaz y coronas, fue insistente en que quería conocerte. ¿No te gusta la catirita? ¿Ya te obstinaste de tantas jevas?

Otra noche. Otro fin de semana. Y el eterno presente. Fiesta en una casa de tres pisos en la playa. Todos estaban pendientes con Morgana. ¿De dónde habrá salido?, preguntan. Capaz es la hija de un boliburgués, dicen que decían. Una vecina, amante de un comisario, me dijo que esta polla es hija de un presidente. O un dictador que sacaron a patadas, y ella ahora está en plan de una nueva vida con los reales que se robó su viejo. Debe ser árabe, ¿no? Las cejas, las facciones. Se parece a la hija del turco de la licorería, antes de parir, claro, dice Teodoro. Pero habla como españoleta, dice Luciano.

Morgana se metió a todos en el bolsillo. Patrocinaba las fiestas. ¿Viernes? ¿Martes? No importa. Vengan, guapos, aquí hay curda para todos. Inviten a sus amigos. Vengan. Flipeemos.

Otra noche, otro fin. ¿O era jueves? O juernes. Guillermo, al fin, aparece, pero llega tarde a la fiesta, y dirige sus pasos directamente al lugar en el que sus amigos comparten una San Thome, para variar, dicen en joda. Se saludan de puñito, como si todos pertenecieran a una pandilla inofensiva, de serie de televisión noventosa. La Pandilla Eterno Presente. Papi, andaba con un culito y la dejé en su casa, aquí en el barrio de al lado, la chama con la que me viste el otro día.

Guillermo apenas ha probado un sorbo de San Thome, y le arde la garganta. Busca con su mirada a la tal Morgana, como si la curiosidad anulase lo áspero de la bebida. Cada vez que Guillermo se sentía disminuido, nervioso, cansado, cubría con una mano el brazalete que le regaló su tío justo una semana antes de que falleciera en la Tragedia de Vargas. El deslave apalancó una roca que trituró su casa. Guillermo apenas tenía cuatro o cinco años.

Aunque Guillermo lo niegue, la foto que le mostró Teodoro lo inquietó. No ha dejado de pensar en ella. La buscó en Facebook. La buscó en Twitter. Alguien con ese nombre debe ser fácil de ubicar. La buscó en Instagram y después de un par de horas de búsquedas infructuosas se rindió.

Esa noche Guillermo y Morgana no llegan a hablarse. Pese a que sus ojos y los de ella, Guillermo lo precisó, se cruzaron tres veces. Y las tres veces, por instinto, se llevó la mano al brazalete de su tío.

Día de mercado, mediodía. Es domingo. La lista de compras ya tiene tachados dos kilos de sardinas y merluza. La lista de compras cada vez tiene menos elementos tachados. Guillermo sabe que el efectivo que le dio su madre no alcanzará para nada más. Solo con suerte para una empanada y una malta.

Guillermo tuvo suerte: pese a la estrepitosa subida del dólar, las empanadas seguían costando lo mismo. La gente en el litoral parece no haberse enterado aún, pensó. Se comió una empanada de cazón, tenía un par de meses que no probaba una. Se acompañó con jugo de parchita, que si bien estaba al mismo precio, venía servido en un vaso de plástico más breve.

Justo cuando Guillermo sacaba un billete de cien mil bolívares siente, frágil, pero firme, la caricia en su espalda. Guillermo se gira para apartarse y darle paso a otro cliente que seguro caza el instante en el que él abandone la salsa de ajo. Alguien dice, en una voz sureña, hola, qué tal vos… Y ese alguien que dice, hola, qué tal vos, con acento argentino es Morgana.

II

La mañana antes de hacer el mercado semanal borró del WhatsApp a todas sus novias, peoresnadas, culitos, amigas con derecho y afines, y dejó de darle likes y escribirle baboserías a Yeimy Rodríguez en Instagram.

Ahora Guillermo solo pensaba en Morgana. Jamás le había ocurrido algo similar. Su naturaleza lujuriosa de latin lover absoluto se había aplacado. Repentinamente, de manera exclusiva, estaba disponible solo para aquella pequeña chica de ojos café que, sigilosa, se le había acercado una semana atrás.

Morgana, por muy hermosa que fuese, jamás iba a recibir una petición para una sesión de modelaje. En su casa, la sede de las mejores fiestas a las que Guillermo asistiría en su vida —hoy Luciano y Teodoro las recuerdan con ardorosa nostalgia—, Morgana colocaba un pequeño banquito al lado de la puerta principal. A él se subía para mirar por el ojo mágico. Y había otro detalle: Morgana tenía 39 años, pero aparentaba 18. Ya sus intereses de triunfar en las pasarelas seguramente habían quedado atrás para darle paso a sueños más domésticos como desfilar de la cocina a la sala con marido e hijos.

«Creo que me enamoré de esta jeva», Guillermo repetía como un mantra a Luciano y Teodoro.

La piel de Morgana le recordaba la piel de una prima de Higuerote, a la que visitaba viajando de peñero en peñero desde Chuspa, bordeando la costa. Aquella prima que se casó y a quien él jamás volvió a escribirle. Morgana le había llegado a un lugar que desconocía de su alma, a tal punto de olvidarse de otras mujeres y de dejar de beber todas las noches.

Guillermo empezó a creer que sus amigos, por envidia, por celos, recurrían a una ironía barata aconsejándole que usara zancos, esta chama es como alta para ti, te lleva como quince centímetros, si tú mides uno setenta, ella debe llegar al metro ochenta. Poco a poco dejó de frecuentarlos y asumió con entusiasmo el rol de guía turístico de Morgana.

Una tarde, su padre, un Guardia Nacional que trabajaba en el Aeropuerto Internacional de Maiquetía, le dejó en sus manos dos billetes arrugados de cien dólares para que los negociara. A cambio, Guillermo se quedaría, como había sido habitual una vez al mes, con el diez por ciento. Guillermo logró finiquitar la transacción después de dos o tres mensajes por WhatsApp en el grupo Promoción Carlos Café Martínez. Aquella noche invitó a cenar a Morgana.

Cuando se encontraron, le extrañó ver que sus ojos eran verdes. Le pareció imprudente preguntarle si llevaba lentes de contacto y solo se permitió un leve elogio antes de sugerirle que fueran a la casa de ella. Cosas de jeva, se dijo. A ellas les gusta cambiar de aspecto para jugar con la mente de los hombres, se decía, y es que tenía esa teoría: así los hombres se hacen la ilusión de que están con otra tipa, pero en realidad es la misma mujer que cambia de look. Ellas lo saben, marico, decía a sus amigos, ellas tienen el control. Una vaina loca este empoderamiento. Este pornoterrorismo. Pero ¿por qué iba a cambiar de look si apenas había estado con ella un par de veces?, se preguntó, y no quiso seguir dándole vueltas al asunto.

Guillermo estaba fascinado con las potencialidades lingüísticas de Morgana. La chica hablaba varios idiomas. Idiomas que él jamás se había imaginado que existían. Aparte de inglés y francés, Morgana hablaba ruso. Morgana escribía y hablaba en japonés. Morgana entendía húngaro, pero estaba aprendiendo a hablarlo a través de un curso online que ofrecía el Jaime Ballestas Institute. Morgana, y esto se lo demostró regalándole un libro que ella había traducido, era profesora de alemán en España. Tal vez debido a esto es que Morgana a veces hablaba como española, otras con acento argentino, otras con acento marabino… El libro se llamaba Sectas secretas en el Tercer Mundo.

Una noche después de hacer el amor, Morgana le leyó en japonés un capítulo de una novela de un tal Miriñaki o algo así. Guillermo escuchaba la cohesión de las sílabas que jamás llegó a entender y se limitó a mirarla a sus ojos. Sus ojos verdes. Después de que Morgana terminó la lectura, Guillermo notó algo extraño: los ojos de la chica eran café. De pronto, antes de preguntarle alguna imprudencia y ella saliera con el típico: eres como todos los chicos, no te fijas en estas cosas; se acordó de que en el Liceo le llamaba la atención una compañera de clases de quinto año a la que le cambiaban los ojos de color dependiendo del estado de ánimo, o si hacía frío o calor. Pensó que quizá lo leído por Morgana la había entristecido. Guillermo se le fue encima para hacerle el amor. A las mujeres les gusta que les den duro cuando están tristes, esa era una de sus teorías. O más bien una teoría de Luciano. ¿O era de Teodoro?

Durante el desayuno le confesó sus carencias intelectuales, que estaban muy a la vista. Bastaban cinco minutos de conversación entre él y ella para que cualquiera se percatara de las distancias continentales que mediaban entre ambos. Morgana le dijo que eso no le importaba, que leer o no leer no determina si alguien es bueno o malo. Ella creía más en la sabiduría, un don que viene de años atrás o, incluso, de reencarnaciones, de otras vidas pasadas. Guillermo solo se limitó a decir que de vaina solo leía y escribía en el WhatsApp. Y lo más irónico, añadió, es que su espíritu literario se había agotado por el nombre que tenía. Guillermo Meneses, dijo ella. Qué significa. Soy tocayo de un escritor que nos mandaron a leer en el Liceo. Una ladilla. Y eso que la novela se desarrolla aquí en La Guaira. Y es de beisbol. Yo quería ser beisbolista, pero no llegué. Mi mamá dice que me hicieron un trabajo de brujería, la envidia, ya sabes, porque condiciones tengo… Tenía, me faltó práctica.

Los atardeceres en el malecón de Macuto suelen ser movidos. Morgana y Guillermo decidieron ir hasta allí a caminar.

—Llevamos saliendo un mes.

—Es así. Pareciera que no hubiera pasado el tiempo.

—Caí en cuenta del tiempo que he pasado contigo porque ayer tuve que cambiarle unos reales a mi viejo. De paso, mis panas me dicen a cada rato que ya casi tienen un mes que no saben de mí, que si me metí a Guardia.

—Tienes que saber algo de mí, Guillermo.

—¿Qué cosa?

—No lo vayas a tomar a mal.

—Qué podría tomar a mal.

—Satanista, soy satanista.

Guillermo pensó que Morgana le mostraba un tímido asomo de su recóndito sentido del humor. Pero no era así. Morgana nunca bromeaba. Y, ciertamente, un instante después se dijo que por qué diablos iba a bromear con él, si Morgana no era de hacer chistes. Sí de reírse de sus chistes. Solo con él. O de sus payaserías. Pero Morgana, si a ver vamos, no era de reírse con nadie.

—Sí, Guillermo. Soy satanista…

—Pero si me dijiste que eras vegetariana.

—Vegana…

—No entiendo…

—¿Qué no entiendes…? ¿Que sea vegetariana y también satanista? El mundo es más grande de lo que crees, guapo.

—¿Y haces Yoda?

—Yoga, hago yoga. Precisamente siendo vegana y practicando yoga mejoro mi conexión con mi señor, Lucifer.

A partir de esa noche las cosas cambiaron en la incipiente relación de Guillermo y Morgana. No fue un cambio abrupto. Aunque, a decir verdad, lo único que cambió fue que Guillermo se empepó más con Morgana. Gradualmente. Día a día. Una extraña atracción la unía a ella.

Una tarde coincidió con una de sus exnovias en el bus y esta, después de reclamarle por qué no respondía sus mensajes, que cuál era su fantasmeo, intentó acercarse, pues lo notó algo alterado y le acarició el brazo. Guillermo debió bajarse del transporte para no vomitarle a nadie encima. Por eso, les cuento, que cuando leemos cambiaron, no quise decir que las cosas vinieron de mal en peor, que Guillermo y Morgana dejaron de entenderse, que Guillermo y Morgana discutían cada noche. No, para nada. Todo lo contrario. A Guillermo le daban arcadas apenas lo tocaba otra mujer. Como si alrededor de él gravitara un campo de fuerza que hacía repulsivo cualquier acercamiento femenino.

Pero Guillermo era feliz. Y Guillermo nunca había sido realmente feliz. El vacío en su vida, se decía, era como una caja repleta de botellas de cerveza, pero sin la cerveza. Cada botella representaba los amoríos que había tenido: amoríos huecos. Este había sido el máximo nivel alcanzado por Guillermo en cuanto a reflexión alegórica sobre su existencia.

Guillermo solo se sentía a plenitud al lado de Morgana.

Así que estas cosas, viéndolo bien, se decía, no eran de temer. Guillermo se dijo que quizá muchas personas practicaban las cosas que hacía Morgana pero, dadas las circunstancias, preferían el silencio, y que ella confiaba tanto en él que había tenido la sinceridad de abrirse y contárselo. Una de estas personas era su tía, la mamá de la prima de Higuerote, que leía las cartas y veía el futuro. No se le acercó más cuando esta le dijo aléjate de mi hija, perro.

A continuación, relataré un par de eventos que le causaron extrañeza a Guillermo.

Semanas después, Guillermo ordenó una parrilla mar y tierra y Morgana una ensalada de frutas y una cachapa con queso guayanés. Guillermo se molestó porque el mesonero no les había traído un portaservilletas, así que, de mala gana, se puso de pie y trajo uno que estrelló contra el medio de la mesa de madera. El impacto no logró captar la atención de nadie. Lo único que logró fue que la botella de Coca-Cola cayera sobre la ensalada de Morgana. Guillermo, apenado, se disculpó y, de inmediato, se dispuso a restituir la botella a su lugar. Pero Guillermo se quedó inmóvil. Ya la Coca-Cola estaba en su sitio. Corrijo, porque también es complicado narrar este evento: la botella de Coca-Cola regresó a su sitio, como cuando le damos a retroceder a un vídeo. Y Guillermo la vio.

—Tranquilo, siéntate y come.

Ese día Guillermo no pudo dormir. Se preguntaba una y otra vez si la botella había regresado a su lugar de manera autónoma, o si había rebotado y el impacto había afectado el gas en su interior con tal fuerza como para hacerla retroceder y quedar erguida de nuevo, cosa inexplicable, o que Morgana había desarrollado una especie de yoga mental que la habilitaba para mover objetos.

Guillermo no pudo dormir. A medianoche abandonó su cama pensando que si Morgana era satanista quizá su señor, Lucifer, le había conferido un don: mover objetos. Escribió en Google, mover objetos con la mente. Aparecieron quinientos ochenta y dos mil artículos sobre el tema. Leyó tres. No los entendió del todo y optó por olvidar el asunto. Entre este y otros pensamientos logró dormirse cuando ya amanecía.

Hubo un par de fiestas más en casa de Morgana, con exceso de alcohol pero menos gente. La fiesta tuvo un aire de reencuentro, porque, caramba, el tiempo ha pasado rápido. Ya tenía tres meses que no veía a sus amigos. Teodoro tenía una novia, una compañera del Liceo a la que le estuvo cayendo todo el ciclo diversificado y a la que ahora le había aplicado satisfactoriamente sus teorías sobre femmes fatales guaireñas. Luciano se había dejado la barba. Gracias a ese look ahora lo llamaban el cura.

En la última fiesta en casa de Morgana decidieron terminar de beberse una caja de cervezas en el extremo de un rompeolas.

De un momento a otro, cuando el sol raspaba el mar en el horizonte, Guillermo perdió de vista a Morgana. Él no dejaba de verla. En las últimas fiestas quería saber qué tanto su novia se reía con los demás. La espiaba. No era cuestión de celos, simplemente quería estudiarla, descubrir, a fin de cuentas, si se comportaba algo distinta.

Teodoro hablaba por enésima vez de aquella mega rumba a la que se colearon y en la que el gobernador de La Guaira naufragó y terminó en La Sabana, una playa a kilómetros del Litoral Central. Guillermo lo interrumpió para preguntarle por Morgana y un brazo soliviantado por el alcohol señaló a lo lejos, hacia la orilla de la playa. Morgana auxiliaba a una niña de unos diez años. Guillermo se acercó para ayudar.

La niña sangraba copiosamente. Una raja de la extensión de un plátano le rayaba el muslo. La niña lloraba. Pero Morgana le decía que se calmara, que mañana estaría mejor… Limpió la herida con un poco de agua de mar y, en segundos, la carne abierta en canal volvía a teñirse de rojo. La pequeña empezó a sollozar, y a gritar, ¡mamá, mi mamá! Morgana colocó una mano sobre su cabello y la adormeció. Guillermo miraba cómo se movían las manos de Morgana. Cómo acariciaban el cabello de la chiquilla. Solo pestañeó cuando Morgana lo saludó y le pidió que le trajera una cerveza. Él le trajo la cerveza. Por condicionamiento, brindaron. La niña estaba dormida aún. Guillermo no dijo más nada durante esa velada después de ver que no había ninguna herida en la pierna de la niña. Ni rastro de su sangre en la arena.

Dos policías se acercaron al grupo y dijeron que ya estaba bueno. Que era hora de irse a dormir. Eran las seis de la mañana y que no se olvidaran de recoger todo ese desastre.

III

Cuando Guillermo despertó ya era de noche. Morgana le daba masajes similares a los de la niña de la playa. Ella de rodillas en la cama y él bocarriba. La única diferencia es que Morgana masajeaba su pene.

A partir de aquella noche, pasaban todo el día en la cama y promediaron diez coitos diarios.

A partir de aquella noche prácticamente ella lo mantenía, pues el padre de Guillermo fue detenido y castigado con dos años de prisión por expropiarle una laptop a la persona equivocada: el hijo de un comandante de la Guardia Nacional. De hecho, se rumoraba que en el mejor de los casos jamás volvería a vestir el uniforme, porque su destino más probable sería hundirse en la cárcel. A la menor oportunidad, los presos lo despellejarían una vez se enteraran de que era Guardia Nacional, cosa que no tardarían en saber. Cuando Guillermo estuvo al tanto de la noticia, Morgana le dijo, tranquilo, acuéstate y cógeme, y no volvió a pensar más en su padre sino hasta veinte años después cuando me contó esta historia.

Diez veces al día…

Debo ir a ver a mi mamá, pensaba Guillermo. Pero Morgana lo detenía cuando él empezaba a recolectar sus cosas para marcharse. Tranquilo, no pienses eso. Ella está bien. Tiene otro hombre.

Diez veces al día… Y Guillermo estaba feliz. Había olvidado examinar los gestos y actitudes de Morgana y se dejaba hacer. Permitía que ella lo tocara. El yoga es genial, le dijo una vez, y Morgana sonrió. El yoga es genital. Deberías enseñarme un día a hacer esas posturas…

Y Morgana volvió a sonreír. Y Guillermo trataba de reír, pero le dolían los huesos. Había rebajado veinte kilos y ya los cuadritos de sus pectorales habían dado paso a las líneas de sus costillas. Era el eterno presente, pero ese eterno presente estaba por quebrarse. El litoral es un territorio de transición entre el continente y lo marino, y en este caso, La Guaira era un territorio de transición entre nosotros y el afuera, la puerta de entrada y salida representada en el aeropuerto y el mar Caribe que nos bordeaba. El tiempo no pasaba para Guillermo, para él no existía la transición de los territorios ni de las horas, pero estaba a punto de que su reloj detenido empezara a contar los segundos de nuevo, en su espacio inalterable, y esta vez las horas iban a caer pesadamente, como las rocas que años atrás aplastaron La Guaira, y la casa de su tío, y cientos de casas más.

«Me voy», esa fue la sorpresa de Navidad que le dedicó Morgana a Guillermo. «Debo marcharme», agregó. «Disculpa que te lo diga así de repente, pero tengo familia, sé que no te he hablado mucho de ella. Soy reservada, tú me conoces. Pero tranquilo… El viaje será a finales de enero. Nos queda un mes. Y durante ese mes serás solo mío. Mío… Te voy a exprimir».

La noche antes de partir rompieron su récord: hicieron el amor once veces.

Guillermo deseaba más. Melancólico pero decidido, se concentraba en su tarea, inspirándose en cómo gemía Morgana.

Cuando ya ella se encontraba a horcajadas sobre él, en una postura que parecía sacada de un manual de yoga avanzado, cayó la primera roca. El tiempo volvió a contarse en la vida de Guillermo.

Afuera, la música estruendosa de una fiesta en un hotel vecino le lastimaba los tímpanos. Una fiesta a todo trapo, se decía Guillermo. Si hubiera sido grandesligas me daría el lujo de hacer fiestas así, pero, bah, capaz y me pasaba algo parecido a Café Martínez. O peor, a Julio Machado. O peor, a Ugueth Urbina. Dios sabe lo que hace, dice mi mamá. Tengo ya cuatro meses que no sé de ella, igual debe estar bien, pensaba. Tiene otro marido, tranquilo, tiene otro marido.

La música a todo volumen y el juego de luces consumía la mitad de electricidad del litoral.

Morgana ya no gemía, gritaba.

Morgana se balanceaba sobre el eje que configuraban sus sexos acoplados.

Morgana lo besaba, le mordía los labios. Gritaba de placer. Se retorcía y volvía a echarse para atrás. Esa era la danza contemporánea de Morgana. Los cabellos negros de ella acariciaban los pies de Guillermo cada vez que efectuaba este movimiento. Y seguidamente volvía de nuevo a hundir su lengua en la boca de él. Y así, una y otra vez. Como un ejercicio de yoga.

Cuando ya Guillermo estaba a unos pocos movimientos de acabar, Morgana se mantuvo perpendicular al tiempo que un haz de luz penetraba en la habitación y barría directamente su cara.

Guillermo gritó. Volvió a gritar hasta sentir que se laceraba las cuerdas vocales.

Empujó a la chica fuera de la cama… Morgana por nada golpea su cabeza contra el filo del tocador.

—¿Qué pasa? ¿Qué te pasa, Guillermo?

Guillermo, sin fuerzas para mantenerse de pie, la sacó de la habitación.

—¡Habla!, ¿qué sucede? Tranquilo, miamor, dime, ¿qué has visto?

Guillermo no recuerda más nada, así lo ha afirmado otra vez. Y lamenta su incapacidad para recordar algo más de aquella noche. Un vacío entre el momento en el que Morgana cerró la puerta de la habitación y el olor de los huevos fritos del desayuno. Nada más… Y Morgana tocando la puerta, llamándolo, su seductora amabilidad de siempre. Como si nada hubiera pasado. Morgana actuaba como lo haría aquel que ha olvidado o ya quiere olvidar la escena incómoda de la noche anterior. Borrón y cuenta nueva. Ni siquiera las veces que Guillermo se había emborrachado le había ocurrido algo similar.

«Ven, siéntate y come. Ayer casi no comimos», dijo esto y posó las manos sobre los hombros de Guillermo. Mientras, él yacía inmóvil, sentado a la mesa, con el café hirviendo, el huevo frito aún crepitando sobre el pan campesino. Guillermo miraba el pote de jugo de parchita a medias lleno. Por un instante, recordó la escena de la Coca-Cola cayendo y volviendo a su lugar. Guillermo se distrajo con una mosca que revoloteaba, en extrema soledad, alrededor del ventilador desenchufado. Guillermo se relajó y Morgana apartó las manos de sus hombros para sentarse frente a él.

El rostro de Morgana, aunque de naturaleza displicente, se mostró arisco, vertical.

—Debo contarte algo…

Guillermo cubrió su brazalete y, atento, la escuchó.

—Pertenezco a una logia de renegados subversivos luciferianos.

Guillermo, muy en el fondo, deseó un alivio cómico, aunque nunca lo habría exteriorizado, solo pensó en decir, ¿la corte malandra, la vikinga? Sospechaba que el asunto religioso de Morgana iba más allá. Aquella primera ducha de ambos, recordó. Las cicatrices en las manos camufladas con los pliegues de las articulaciones de las muñecas. Guillermo deseó un alivio cómico, pero él tampoco bromeaba nunca. El aire chalequeador había sido un vano intento de calma, no para la atmósfera graneada esa mañana, ni para tranquilizar a Morgana, sino más bien para tranquilizarse él. Morgana le siguió el juego, porque realmente sabía que el chico no se sentía bien. Tenía la certeza de que ya nada en la vida de aquel joven sería igual.

—No, esa es otra gente —dijo—. Déjame contarte. Vine a La Guaira a buscar a Bocu, pero no he dado con él y ya debo regresar. Solo encontré su brazalete. Sí, ese que tienes en tu brazo. Debo llevármelo. Desde que me viste por primera vez has estado protegiéndolo. No tienes idea de nada de esto, pero muy dentro de ti sabes que ese brazalete me pertenece.

—¿Quién es Bocu?

—Mi padre… un maestro de mi logia. Fue asesinado en Camurí. Una puñalada en el cuello. Después de su muerte muchos lo vieron caminar por la playa en brazos de Lucifer. Bocu buscaba sus huesos, y sus yerbas. Noche tras noche. Hasta que ocurrió la tragedia y jamás nadie lo volvió a ver. O aquellos que lograban verlo murieron. Tu tío era un buen amigo de mi padre. Mi padre lo estaba instruyendo para ingresar en la logia.

—Y todo esto tiene que ver con la onda tuya del satanismo.

—Solo dije satanismo para que me entendieras.

—Ah, claro, Guillermo «El Burro».

—No te culpes, Satán es una invención bíblica para engañar a la gente. Los poderosos que controlan el mundo así lo han planificado desde hace cientos de años. Mi señor es Lucifer, el portador de luz. No son la misma cosa.

—Por eso anoche tu rostro era como el de un lagarto, con escamas, como una merluza en el cuerpo de una mujer.

—Ese es mi verdadero rostro. Y cada quien me ve y me oye como quiere verme y escucharme. Me ves como a aquella prima o tus amigos me ven rubia, o árabe o lo que sea.

—Nos escondemos en una montaña. En el Amazonas. Desde los años sesenta. Nos separamos porque la logia madre estaba haciendo daño a la gente, y planeaba cosas horribles. Hubo una división interna. Fuimos perseguidos. A mediados de los setenta, durante un ritual, nos acribillaron. Llegaron en motos, en jeeps. Y nos cayeron a balazos. Solo una docena de nosotros logró escapar. Y digo nosotros porque de alguna manera yo estaba allí. Mi madre estaba embarazada de mí. Me contó que a los días regresaron al lugar y aún estaban los cuerpos, tirados, pudriéndose, pero sin cabezas. Después de ver esto, comprendimos que debíamos separarnos por un buen tiempo. A Bocu, ya lo he entendido todo, lo cazaron aquí en La Guaira. Con tu brazalete mi logia volverá a resurgir… Aquí en Venezuela estamos organizándonos de nuevo. Aquí nos desarticularon. Todo el mundo supo de la masacre, pero le dieron otro nombre, se disfrazó de enfrentamiento entre mineros. Los poderosos siempre le cambian el nombre a sus fechorías, cuando no se trata de atentados terroristas, se les llama atentados terremotos, o lo que ocurrió aquí en La Guaira. Esto pasa cuando los líderes de la logia llegan a cargos presidenciales y olvidan sus roles… Pero nosotros les traeremos luz al mundo, ciencia y conocimiento. Seremos el rayo que caerá del cielo y los iluminará a todos. He estado preparándome para lo que viene. Necesito… Necesitamos tu brazalete, Guillermo. El brazalete de tu tío Bocu.

Ese mismo día Morgana desapareció.

Guillermo no quiere saber nada de más nadie, ni de mujeres, ni de tragos. Lo tenemos en observación. Lo alimentamos con suero.

¿Qué es ser satanista? ¿Quién era Lucifer para ella? ¿Quiénes eran esos que mataron a sus hermanos? ¿Cuál es su ideología? ¿Por qué ella cambiaba su apariencia? Le hacemos a diario estas preguntas de manera sistemática. Pero Guillermo no sabe o no contesta. Es presa de sus nervios y permanece callado por días.

Ayer fue una tarde apacible y Guillermo nos confesó que no ha estado con más nadie después de diez años. Ayer pesaba cuarenta kilos. Hoy pesa treinta y ocho. Su apariencia es de un hombre de sesenta años.

Nadie ha sabido nada de Morgana.

Y Guillermo no sabe aún que estuvo extraviado no por diez, sino por veinte años.

Aquella mañana, Guillermo estuvo mirando al frente hasta mediodía. Morgana lo abandonó allí. El huevo frito de su plato había sido devorado por un enjambre de  moscas. Volvió en sí y lo primero que pensó fue en regresar, al fin, a casa. Con su madre. A ver qué le contaba de su padre. De pronto, las preocupaciones elementales de su vida lo atosigaban.

Guillermo salió de la casa que ocupaba Morgana (¿de quién era esa casa?) y se fue a la suya, pero, qué problema, había olvidado la dirección y vagó por años y años sin rumbo fijo hasta que un buen día tocó a nuestra puerta y lo hemos traído a donde lo hemos traído.

Cada mañana, cuando despierta, hace un gesto que siempre ha captado nuestro interés: se acaricia el brazo derecho, se lo aprieta y murmura, «mi brazalete…, mi brazalete». Como si lo necesitara para ver, o para respirar. Luego termina de espabilarse y nos observa a todos con ojos inundados de resignación, con ojos de los que ya han dejado pasar su oportunidad.


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