¡Nunca llegaré a comprenderlos!

Fotografía de fusion-of-horizons | Flickr

18/08/2019

Acepto que el can más célebre es Cerbero, aquel perro de tres cabezas que vigilaba la entrada del infierno y permitía o impedía que los muertos entraran para asentar allí su morada definitiva. Era feroz, pero si se le ofrecían tortas de cebada con miel amansaba su ferocidad. Orfeo, al descender al infierno para rescatar a Eurídice, muerta por la mordida de una víbora, descubrió que Cerbero también tenía su corazoncito porque el monstruo se enterneció cuando escuchó la música que brotaba de la lira del poeta.

En muchas mitologías, el perro está asociado con la muerte, mejor dicho con el infierno, con el inframundo. Creen que nos acompaña durante la luz de la vida, pero es también guía a lo largo de nuestro deambular por la oscuridad de la muerte.

Existe El mastín de los Baskerville: una bestia infame con ojos de fuego que exterminaba a los varones de la familia en un cenagoso páramo de Inglaterra. Pero el terrorífico sabueso era producto literario de Arthur Conan Doyle. Prefiero los Perros del Cielo que acosan a los humanos para que se arrepientan de sus maldades. Cuando huimos somos perseguidos con saña y arrastrados al infierno. La Enciclopedia de las cosas que nunca existieron asegura que los ladridos de los Perros del Cielo “resuenan como una campana en el alma del ser humano mientras que a los Perros del Infierno, con sus ojos llameantes y sus terribles colmillos, se les oye ladrar ferozmente en la distancia, pero se vuelven silenciosos al acercarse a su víctima”. Hay más: en las tierras altas de Escocia vive un perro llamado Cusith, tan grande como un buey, de color verde oscuro, con pies humanos y una cola larga con trenzas de mujer. Cuando se le escucha ladrar, los granjeros esconden a sus mujeres porque Cusith las busca para que den leche a sus hijos.

El perro es símbolo de fidelidad. También es símbolo cristiano porque al acompañar al pastor y cuidar del rebaño se le asocia con el sacerdote.

En las célebres Celestiales, compilación y notas del jesuita Iñaki de Errandonea, con ilustraciones de Fray Joseba Escucarreta y prefacio de Miguel Otero Silva, se reproduce una copla que alude a San Roque y al perro que le lamía las llagas. Roque era hijo de un hombre acaudalado, pero decidió muy joven despojarse de sus riquezas y abrazar una vida de penitente. De niño, escribe Fray Joseba, Roque era zarandeado por los chicos del colegio en la hora del recreo y su pasividad le valió el sobrenombre de la soupe y el mal olor de sus pies el apodo igualmente gastronómico de Roquefort.

Curaba a los apestosos con admirable devoción, pero su beatífica dedicación era saludada a pedradas por zagaletones despiadados. Contrajo la peste en Piacenza y un perro realengo que le seguía los pasos con absoluta fidelidad le lamía las llagas. De allí la copla: “A ese santo y a ese perro los conozco desde lejos. Al perro por lo sarnoso y al santo por lo pendejo”.

Los comportamientos de los perros están determinados por la presencia de humanos o animales que no aciertan a conocer e invaden sus espacios. Basta con escuchar pasos por la acera y comienzan a ladrar dentro de la casa. Fue lo que ocurrió cuando visité a mi sobrino nieto, un niño de apenas cinco años. El perro del vecino comenzó a ladrar al sentir mi presencia en el solar de mi nieto separado del patio vecino por una precaria alambrada. Los ladridos incesantes perturbaban al niño que quería sostener una conversación más fluida.

De pronto, el niño vio al perro con mirada de reproche; fijó de inmediato su mirada en mí, volvió a mirar al perro que seguía ladrando como un poseso y dijo dirigiéndose al universo: ¡Los perros, nunca llegaré a entenderlos!

Me faltó velocidad la vez que el ganador del Rómulo Gallegos donó el dinero del premio a una organización que se ocupa de cuidar perros ajenos o actividades semejantes. Pude haberlo conquistado para que me donase el premio y financiar una investigación que desde hace años quiero llevar a cabo. ¿Qué se hizo el perro del Quijote? Las aventuras del caballero andante comienzan diciendo que entre las pertenencias de Alonso Quijano se encontraba una adarga antigua, un rocín flaco y un galgo corredor. Pero el galgo jamás vuelve a nombrarse y los perros no se desprenden de su amo. También es verdad que los caballeros andantes no acostumbran rondar por los caminos de la aventura acompañados de un perro, pero al regresar Don Quijote a su casa era de esperar que el galgo lo recibiera moviendo el rabo con alegría. Lo hizo Argos, el perro de Ulises, cuando el héroe homérico regresó a Ítaca.

Vi a Maximilien Schell aparecer como Simón Bolívar en el palco de honor del Festival de Cine de Moscú, al finalizar la proyección de la película que hizo el italiano Blasetti sobre Bolívar. Durante el rodaje alguien le regaló a Maximilien un perro Mucuchíes similar a Nevado, la mascota del Libertador. Schell, extasiado, convertido ya en el Héroe, abrazó y besó al perro. En Moscú, le pregunté por el animal. ¿El perro?, preguntó intrigado. ¡Oh, sí!, dijo, al recordar aquel momento de patriótica emotividad venezolana. Permaneció en silencio. Me miró a los ojos y dijo: ¡Yo odio a los perros!


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