
Fotografía de Enrique Peña
El pasado 2 de octubre se presentó en El Buscón el libro “Imágenes del arte: revelaciones de la violencia” (ABediciones, 2024), un volumen que recoge conferencias de María Elena Ramos, Ariel Jiménez, Félix Suazo, Diana Arismendi, Rafael Castillo Zapata y el propio Rodolfo Izaguirre, como producto de la labor del grupo Discusiones, conformado por investigadores y especialistas, el cual se trazó la tarea de enriquecer la educación estética y ofrecer un acercamiento a las diferentes disciplinas artísticas. Aquí las palabras del gran Rodolfo Izaguirre en su presentación.
Este libro asusta porque a pesar de que ofrece imágenes del arte que satisfacen nuestro espíritu, revela al mismo tiempo y pone de manifiesto a través de los textos de María Elena Ramos, Ariel Jiménez, Félix Suazo, Rodolfo Izaguirre, Diana Arismendi y Rafael Zapata lo que nos aterroriza y nos arropa día a día: ¡la violencia! pero no la violencia delictiva ni la que se ejerce desde las astucias políticas sino la que se esconde detrás de la obra de arte, el horror que se oculta o se manifiesta detrás o en la ética misma, en la estética y detrás de nosotros mismos y que cambia de nombre para seguir siendo el peso que nosotros y la gente del arte llevamos a cuestas.
Félix Suazo en su iluminado texto titulado «Cartografía corporal de la violencia» enumera definiciones que nunca antes había escuchado: violencia estructural, violencia sistémica, violencia macrofísica, violencia de la negatividad, para describir relaciones de poder y de dominación que coartan o lesionan las necesidades humanas básicas como la supervivencia, la libertad, el bienestar y la identidad.
Entre nosotros, la violencia ocupa todo espacio y lugar y las artes visuales dice Suazo permanecen como uno de los pocos ámbitos donde este tema tiene una presencia crítica y en su ensayo enfoca perfomances, foto-perfomances y videos y menciona trabajos realizados entre el 2008 y el 2018 por Teresa Mullet, Érika Ordosgoitti, Juan José Olavarría, Max Provenzano, Deborah Castillo, Iván Candeo, Muu Blanco, Sandra Vivas, Antonio Briceño, Juan Carlos Rodríguez, Argelia Bravo y Juan Toro Diez. Y en las obras de estos autores aparece el maltrato policial a las transgéneros, las tácticas de terror del sicariato, el enfrentamiento político, pero no se trata de la representación de la violencia sino de la problematización semiótica de los procedimientos que permiten el sometimiento de las personas y de sus mentes. Y Félix Suazo analiza las obras y se apoya en una serie de fotos muy esclarecedoras. Este es un libro que vale la pena leer porque enseña mucho.
María Elena Ramos no solo nos ilumina desde siempre con sus espléndidos y extensos conocimientos y reflexiones sobre el arte sino que es la coordinadora de los textos que integran este libro y es ella la que se adentra en las difíciles consideraciones de la «Ética, la estética y la política en el arte contemporáneo y en tiempos de crisis» y recorre las diversas áreas y presencias de los autores del libro antes de ofrecernos reflexiones en las que afirma que el arte hace visible valores y (peligros) no visibles, que los lenguajes artísticos integran diferencias y articulan armonías a partir de antagonismos; que hay una ética en lo estético; un deber ser ético en la acción política. Y va más allá y dice que si hay una crisis en nuestro tiempo no es otra que el embudo perverso que se mantiene entre el poder del narcotráfico y las miserias de la adicción y muestra en videos y hojas de papel, es decir en manifestaciones estéticas, testimonios de seres humanos destruidos por la droga. Y se suceden en su texto y en los textos de los que participan en el libro ilustraciones y referencias visuales de obras que afirman y corroboran lo expresado en las páginas de este libro que explora nuevos, aterradores e insospechados caminos que se ha trazado el arte contemporáneo y que habían permanecido inexplorados porque la modernidad ha cambiado nuestra manera de ver y de entender lo que en el arte siempre ha sido multiplicidad.
Y María Elena sigue yendo aún más allá y se adentra en nuevos territorios éticos del arte contemporáneo y se refiere a la concientización que hoy tenemos de la vida y de la muerte, de las agresiones al ecosistema, a las barreras raciales, a la violencia de género, a la diáspora, a la presencia de la mujer. ¡Su texto es espléndido! ¡Tienen que leerlo y disfrutarlo!
Por su parte, Ariel Jiménez se apoya en la obra de Roberto Obregón para edificar una «Estética topológica o de los inconmensurables» y su sincera honestidad le hace confesar que el estudio de más de seis años de la obra de Obregón se le impuso con cierta violencia a partir de la llegada de Hugo Chávez al poder porque se destruyó el país virtual en el que creíamos vivir y fue reemplazado por una nación agresiva, diversa y opaca, y fue entonces cuando descubrió que en el tiempo de la obra de Obregón se encontraban la opacidad y lo inconmensurable que parecían responder al país real que Ariel (¡y nosotros!) comenzábamos a vivir. Y en su texto, que agradecemos, Ariel Jiménez estudia amorosamente la obra de Roberto Obregón.
Yo hablo de cine porque ha quedado establecido que se supone que debo ser un destacado cinéfilo, algo muy alejado de la verdad y digo que la mayor violencia que azota al cine es que los incesantes avances de la tecnología han terminado por acabar con el cine para dar paso triunfal a las películas. Se hace poco cine, y muchas películas son excesivamente violentas. La mafia rusa contra la mafia japonesa, la japonesa contra la coreana y así, sucesivamente, con profusión de muertes y balaceras y explosiones o de melosos e inútiles melodramas navideños. ¡Basta ver las ofertas de Netflix! Cuando escuchemos a Roberto Briceño León entenderán qué es lo que intento decir.
Y es ahora cuando aparece Diana Arismendi para asomarnos con ella a la música y a los compromisos que los músicos, latinoamericanos en su mayoría, han adquirido o no con su percepción de la circundante realidad social, política e histórica. Diana asegura que para algunos compositores no hay acercamiento posible entre creencias o incluso militancia política y expresión artística. Diana estuvo largos meses entrevistando a 134 compositores latinoamericanos, desde
México hasta Argentina, entre ellos a 30 venezolanos. El resultado es el ensayo que ella titula «Resonancias de lo vivido».

Fotografía cortesía de Katyna Henríquez
Hay compositores como Gabriela Montero que afirma no interesarle la política sino el sufrimiento de los seres humanos cuando la política es corrupta y deshonesta, y hay otros que consideran sus composiciones como arte testimonial. Diana se detiene en los años sesenta y setenta porque la Revolución cubana y la presencia del Ché Guevara hicieron posible «Una canción antigua para Ché Guevara», de Roberto Valero para coro mixto; «Nancahuasú» del peruano César Bolaños para pequeña orquesta y recitador sobre textos del «Diario del Ché»; «Acuérdate ha muerto» y «Volveremos a las montañas», del chileno Gabriel Brnic Isaza para orquesta sinfónica, y otras obras de cubanos, peruanos, bolivianos.
Pero al cambiar los tiempos y al moderarse las pasiones políticas los compositores se dedicaron a escribir obras alejadas del palpitar político, pero cuando en Argentina, Chile y Uruguay se persigue, se tortura y desaparecen los opositores políticos la música vuelve a hacerse eco. Diana Arismendi da los nombres de muchos compositores y asombra conocer la producción musical «comprometida»
en Guatemala y en El Salvador. «Las lamentaciones de Rufino Amaya» del salvadoreño Carlos Colón es un réquiem para coro, solistas y ensamble y el guatemalteco Igor de Gandarias compone en1982 «Cadenas Cromáticas» para medios electrónicos, voces e instrumentos de proyección folklóricas, y dice Diana que es el primer experimento del autor en integrar parámetros del sonido (ritmo, timbre, intensidad y altura) y visuales (velocidad, dirección del movimiento, motivo, color, luminosidad y forma).
También Diana Arismendi va más allá y se involucra con la cultura indígena, con los pueblos indígenas que hoy llamamos originarios y menciona al quiteño Mesías Maiguashca y su obra «El oro» para flauta, violoncelo, cinta y narrador. Diana se refiere a México y me gusta cuando cita a Jesús Silva Herzog: Nosotros los mexicanos tenemos dos deidades: Nuestra Señora la Virgen de Guadalupe y nuestra Señora la Revolución mexicana, y es lo que explica que un ecuatoriano llamado Juán Pontón escriba «Sueños de Zapata» –un cuarteto microtonal de voces mixtas, ocarina maya, silbatos, percusión (teponazili mexicano) y cinta electroacústica. La matanza de Tlatelolco dio origen a «Marchas de duelo y de ira» de Eduardo Soto Millán para Orquesta sinfónica.
La obra que encuentra en Colombia satisface a Diana, pero cuando le toca Venezuela ella escudriña en internet para buscar música académica venezolana dedicada al proceso de la revolución bolivariana o a sus líderes, y no encontró… ¡nada! Encontró a Josefina Benedetti, a Ricardo Teruel, a Mirtry Escalona-Mijares, a Alfonso Tenreiro, a Icli Zitella, a Alfredo Rugeles (no menciona a Diógenes Rivas) que escriben cuartetos, obras para orquesta sinfónica y ensamble de cámara para contrarrestar tanta oscuridad bolivariana y para convertir esa oscuridad en un camino para la Luz.
Y finalmente llegamos a Rafael Castillo Zapata y a su brillante texto sobre la guerrilla considerada como una de las Bellas Artes y se refiere a la poesía y a la lucha armada en Venezuela entre los años de 1960 a 1975.
Castillo Zapata nos recuerda el peso que significó para nosotros la Revolución cubana y el poder que en su momento tuvo la izquierda y se apoya en la obra poética del venezolano José Lira Sosa que se mantuvo incierta entre el compromiso de tolerar la violencia del pensamiento único de la Revolución o afirmarse en la raíz surrealista de su propia poesía. Y Castillo Zapata desarrolla su acertado ensayo enfrentando el compromiso que contrae la escritura con el que nos impone la lucha armada. Fue o sigue siendo el dilema del artista revolucionario en aquellos duros tiempos: el enfrentamiento, la confrontación entre la pluma y el fusil. ¡Una manera que asumía la violencia para manifestarse! Aquellos tiempos eran particularmente ásperos. Muchos jóvenes, asiduos espectadores de la Cinemateca Nacional, expresaban públicamente sus aspiraciones: ¡hacer primero la Revolución y después el cine!
Y Rafael Castillo se sumerge en la propia voz y en la cuenta y riesgo del poeta Lira Sosa que, en Francia, el país del surrealismo, hablaba de una manera y hablaba de otra en el país venezolano violento y guerrillero que enfrentó a la pluma con el fusil, evitando traicionarse a sí mismo como el poeta que seguía siendo.
¡Y ése, queridos amigos, es el libro que estoy presentando!
Rodolfo Izaguirre
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