Títeres

17/07/2021

Cabeza con control de un títere Bunraku de Japón. Fotografía de Hiart | Wikimedia Commons

Maurice Béjart, en su autobiografía titulada Un instante en la vida ajena, recuerda haberse deleitado en Japón con el teatro de marionetas Bunraku. Yo vi también ese teatro en Kyoto una tarde después de pasar horas contemplando enmudecido el célebre Ryōan-ji, el jardín zen de las rocas y la arena más célebre del mundo. Todavía persiste en mis pupilas la serena belleza de aquellas rocas como islas en un inventado y mágico mar absoluta y decididamente blanco.

Béjart describe el Bunraku de manera admirable y eficaz:

Cada marioneta está manipulada a la vista por varios hombres completamente vestidos de negro y con un capirote. Hay un manipulador para la cabeza y una mano; otro para la otra mano y el brazo; otro para los pies. Cada marioneta pesa alrededor de veinte kilos y mide un tercio de la talla humana. Los manipuladores son visibles en el escenario: fantasmas oscuros que avanzan, retroceden y viven al mismo tiempo que las marionetas en un decorado concebido para ellas y a su escala. Se requiere al menos diez años de aprendizaje antes de convertirse en un exhibidor de estas marionetas. Durante el espectáculo un cantor que se acompaña con el shamisen comenta, dialoga, llora, se burla o se enoja. Hay por lo menos diez clases de llantos. Y aquí, también hacen falta años antes de que se pueda comenzar a dominar la técnica.

Las marionetas son tan antiguas como la Grecia de Sófocles o la Roma imperial. En Venezuela siempre las ha habido semi escondidas y hay también titiriteros. Puedo mencionar a Javier Villafañe, embrujador argentino que vivió en Mérida y fue a morir a su país en 1996. Disfruté de su encantadora y risueña personalidad. Después de recorrer Mérida y pedir a los campesinos que le contaran cuentos seleccionó algunos y publicó un libro feliz titulado Los cuentos que me contaron. Me cautivó uno que me gusta referir cada vez que debo hablar sobre estética o ponderar la belleza. La mujer avanza por la carretera y ve al lobo y le dice: «¡Señor Lobo, si más adelante ve a dos niños muy bonitos por favor, no se los coma porque son hijos míos! El lobo responde: ¡Señora, faltaría más! ¡Y más adelante, vio a dos niñitos muy feos y se los comió!»

Un andino astuto, de mente solapada y perversa, dio por sentado que todos nosotros éramos niños muy feos y nos estuvo manejando como marionetas a lo largo de veintisiete años de tiránica represión. Unas –muy serviciales– se llamaban Victorino Márquez Bustillos o Juan Bautista Pérez, que bailoteaban en Caracas mientras el dictador, en solitario, conversaba con un hipopótamo en su zoológico personal de Maracay: lo llamaba “Hijoepútamo” y al decirlo se reía como las hienas. Pero los viernes todas las marionetas debían rendir cuentas al Andino Superior en la calurosa Maracay. Se sabía que Gómez detestaba que se dijera que allí hacía calor y uno de sus ministros, experto adulador, se presentó vistiendo un abrigo de invierno para demostrar que en efecto no hacía calor en Maracay.

Mi papá, Coronel por obra y gracia del general Gómez, estuvo allí para dar cuentas enviado por el general Emilio Rivas, presidente del estado Trujillo:

–¿Y cómo me le va al general Rivas? –preguntó Gómez.

–¡Pues muy bien, General! –respondió solícito mi papá. –Tanto que ordenó una fiesta para celebrar este encuentro mío con usted.

Entonces Gómez se volteó hacia el grupo de adulantes y dijo:

–¡Y a mí que me están diciendo que el general Rivas se está muriendo!

Al rato, alguien susurró en el oído a mi papá: “¡Coronel, lo mejor que usted puede hacer es irse esta misma noche de Maracay!”, tal era el clima de intrigas y traiciones que alimentaba la cercanía de Juan Vicente Gómez.

Dos frases se hicieron emblemáticas en aquel tiempo. La primera: “¡General, no me dé, póngame donde haiga!”, que señalaba los niveles de corrupción que permitieron al propio Juan Vicente Gómez amasar la inmensa fortuna que en 1935 se estimó en ciento quince millones de bolívares. Otro titiritero llamado Marcos Evangelista al huir como un delincuente dejó olvidada una maleta llena de dólares.

La otra frase revelaba la ferocidad que alcanzaba la violencia social cuando se trataba de enfrentamientos o lances entre personas armadas: “¡Saque esa vaina pa’ meásela!”, y el rival, atemorizado, no sacaba el puñal, el revólver o el machete capachero de Capacho.

Caudillos civiles o militares han convertido al país en tristes retablos donde bailan las marionetas sin percatarse de que estaban dando la espalda a la Historia, desestimando el privilegio de entrar en ella como benefactores en lugar de enriquecerse mientras se apropian de él y lo visten de harapos.

En la literatura hay un titiritero famoso llamado Maese Pedro (Ginés de Pasamonte, galeote liberado por don Quijote). Posiblemente más célebre por haber robado el burro a Sancho que por haber contado en su retablo la historia de Don Gaiferos y Melisendra, a quien tenía cautiva Marsilio, el rey Moro. Las marionetas cuentan la liberación de Melisendra y la persecución por parte de los moros. Llegado este lance don Quijote, que no se da cuenta de que se trata de títeres, destruye el teatro y las marionetas con el fin, según él, de salvar a los fugitivos. Los destrozos del retablo se narran en el capítulo veinte de la segunda parte de las andanzas del caballero manchego. Maese Pedro se hizo más célebre que Ginés y el burro de Sancho más famoso que el escudero.

¡No! No he olvidado a Antonio Guzmán Blanco. ¡Cómo podría olvidar al “autócrata civilizador” que desde París manejaba con astuta experiencia los hilos de la vida política venezolana como conocedor de las numerosas marionetas que se movían gracias a sus aristocráticas manos, hábiles también en contar el dinero que con estruendosa avidez estuvo amasando entre Caracas y París!

Que yo sepa, es el único abogado venezolano, político, estadista, jefe militar, caudillo liberal amarillo y presidente de la República que ha gobernado autocráticamente desde suelo francés para disfrutar, después de su muerte, el privilegio de que sus restos reposen heroicamente en el Panteón Nacional.

Personal y generosamente lo declaro glorioso sucesor del misterioso Ginés de Pasamonte.


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