Perspectivas

Se llamaba Felipe Cabezas

Fotografía de Kevin O'Mara / Flickr

15/01/2021

Tuve estupendos profesores, pero pocos buenos maestros. Hernández me enseñó historia universal y lo hacía de manera espectacular. Pero lo admiré aún más cuando se inscribió al mismo tiempo que yo en la facultad de Derecho. Y en el examen de derecho romano, sentado en un pupitre atrás, me susurró: ¡Rodolfo! ¿Cómo se contesta la segunda pregunta?
Pero a quien más recuerdo es a mi profesor de filosofía en el Fermín Toro: era español, republicano, hombre de exilio. Pasaba lista y una vez, era tal el barullo en clase, que se quitó los lentes y dijo para sí: ¡Callaos mierda!

Dos compañeritas, sentadas en primera fila, sifrinas y necias, se levantaron y le dijeron: ¡Profesor nosotras no estamos acostumbradas a escuchar groserías en clase!

El profesor se levantó a su vez y sin decir una palabra se acercó al pizarrón y dibujó el aparato digestivo y empleó buena parte de la hora de clase en explicar cómo actúa el aparato digestivo y qué ocurre con el bolo alimenticio y los movimientos peristálticos. Finalmente, cuando llegó al ano trazó con tiza el signo igual y escribió la palabra ¡Mierda!

Todos aplaudimos, pero las sifrinas lo acusaron ante sus padres; éstos elevaron la queja ante el Ministerio y el maestro tuvo que abandonar el liceo.

Dos atrevidos compañeros de aula y yo solíamos visitarlo en la noche. Vivía en una pensión, en un rincón de la plaza Henry Clay, al lado del Teatro Nacional. Llevábamos envuelta en papel de estraza una botella de ron. Nos abría la puerta y decía: ¡Chicos! ¡Chicos, me comprometéis, pero pasad! Y mientras tomábamos los tragos nos hablaba de Sartre y el existencialismo y dejaba para la hora de clase a Aristóteles y la caverna de Platón. Y hablaba con furia contra el franquismo y con él reverdecía la vida.

Teníamos un compañero que lo odiaba y sostenía que era un farsante. La verdad es que el compañero sabía mucho de filosofía. El maestro nos confesaba: “Este chico me jode! ¡Me pone citas en alemán!”.

Pero juro que nunca me encontré con un profesor que convirtiera cada hora de clase en un disfrute de vida plena y de grandes regocijos.

Abandonó obligado el liceo y nunca más supe de él. Pero aún sigue en mi compañía y agradezco a Prodavinci que me haya puesto en disposición de recordarlo y agradecerle lo mucho que hizo por mí.


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