Perspectivas

Meteoro

04/02/2022

Foto cortesía de Natalia Díaz

A mi padre Diego Díaz Segura,

in memoriam.

Soy Meteoro: el placer de la velocidad es mi pasión. Ciento sesenta kilómetros por hora en la autopista José Antonio Páez y en la subida desde La Guaira; retos mayores.

Meteoro es de 1967-68. Justamente, en el sesenta y ocho fue mi nacimiento, pero nuestro encuentro debe haber ocurrido ocho años más tarde.

Para ser Meteoro debes tener foco. Hacer zigzag en la autopista de Valencia entre San Blas y Naguanagua o en la entrada a Caracas. Requiere más concentración que una posición de equilibrio en yoga. No hay tiempo para tener conciencia de la respiración, tu mente está enfocada en cada milímetro, en calcular la distancia, en intuir el movimiento del otro, en ser uno con el tacto del acelerador y el freno. Es meditación activa, pero al volante, algo así como la experiencia de los videojuegos donde matan personajes. Al bajar del carro debes estirarte: todo tu ser es una sola tensión. Algunos me llamarán loca y seguro me habrán insultado a la española. Son miradas cívicas distintas. Soy mujer.

Foto cortesía de Natalia Díaz

La enseñanza de Meteoro fue respaldada por papá, o al revés. Lo heredamos todos sus hijos y hasta mi madre. Sentir el viento en el Caprice ocho cilindros a más de ciento treinta kilómetros por hora vía Paparo o, mejor aún, en la carretera de El Tigre con esas lomas que suben y bajan como si hubiesen sido diseñadas para mangas japoneses. La velocidad es sinónimo de libertad.

Analizo ese diseño de caricaturas de 1968 y me encantan, aunque los movimientos del habla se limiten a un abrir y cerrar de boca de arriba hacia abajo, todos iguales. Un gesto innovador pudiera ser voltear el rostro hacia un lado. Para entender las mangas de hoy necesitas un curso, pues se trata de dimensiones inexploradas. En Heidi, de 1974, los personajes mueven los ojos, pestañean y hasta algunos caminan encorvados. Mi pasión por la montaña y en solitario pudiera venir de este cómic: forma parte de mi imaginario. Heidi andaba por los páramos cantando, sonaban las campanas de las cabras y llegaba feliz a la cabaña donde la esperaba su abuelo. Yo no llegué a conocer a mis abuelos, la posguerra española se los llevó pronto. Santiago Peña era pintor; dicen que era muy bonito, un don Juan con salud débil. Nació en Granada y se casó con mi abuela Victoria Villafranca. La guerra los hizo huir porque tenían un bar tipo casa-comida, “Doña Matilde”, regentado por mi bisabuela en la plaza Mariana de Granada, cerca del Municipio donde caían las bombas. En Málaga alquilaron una casa frente al puerto donde montaron un bar que mi abuelo decoró como si estuvieras dentro de un barco. Se llamaba “El Camarote”. Mi madre, Guadalupe, cuenta que tenía un timón pintado en la pared y que desde cada una las ventanas pintadas y ovaladas veías un paisaje diferente; lo dicho: como si estuvieras en un barco: “La gente iba a tomarse fotos”.

Mamá recuerda a su padre como un amor idílico: lo perdió cuando ella apenas tenía ocho años. Estuvo sus últimos veintiún días sin dormir. El médico le puso una inyección para que descansara; su corazón no la aguantó. Mi abuela dormía a su lado cuando se fue. De él conservo una acuarela con el título El piropo: una mujer camina por una calle andaluza mientras un hombre con sombrero susurra cosas a su oído.

Mi abuelo paterno, Antonio Díaz, trabajó en Málaga como chofer de un falangista. Esta historia la cuentan sin resabios políticos: era un empleo que sin fanatismo les permitía llevar comida a la mesa. También trabajó en una línea de autobuses que todavía existe en Málaga: Alsina. Gran fumador, murió de cáncer a los cincuenta y dos años, pero antes había ganado la lotería y se compró un taxi. De allí la pasión de papá por los vehículos y la razón por la que llegó a Venezuela: comprarse un carro.

Desde adolescente y de manera autodidacta quien sería mi padre hacia carteles publicitarios. Era famoso. Hizo el cartel del Papa ubicado en la calle El Mar, en el centro de Málaga. Su futura suegra consiguió trabajo en Caracas y su posterior cuñado en el Hotel Humboldt, quienes le contaban de la modernidad, de las autopistas y de los vehículos americanos.

Apenas llegó a Venezuela, en enero de 1958, montó un taller con un catalán: Blasco & Díaz. Primero cerca de Miraflores y luego a una cuadra de la avenida Victoria. Por más de cuarenta años crearon miles de carteles de cine. De eso vivimos y, por supuesto, también le permitió comprar carro todos los años; bueno, hasta que el país cambió.

Foto cortesía de Natalia Díaz

Muchos sábados y domingo acompañaba a papá para ver su trabajo en la fachada del cine Broadway, en el Olimpus o el del Hollywood porque el de La Castellana se podía ver desde el balcón de nuestro apartamento en Bello Campo. Algunos tenían dimensiones de seis o diez metros de ancho por dos o tres metros de altura. El del cine Canaima era inmenso. A veces llegaba a casa con un póster para anunciarnos el próximo estreno. Ese papel tamaño tabloide era sagrado: su material de trabajo. Le dibujaba una cuadrícula encima para su proyección en gigantografía y, lo más importante, diseñar la composición de modo que el título fuera protagonista. Algunas veces tomaba fotos a los carteles que hacía, como el de La caída del imperio romano o Los diez mandamientos, que estuvo en la fachada del cine La Castellana, uno de los más grandes que hizo.

Este oficio también lo llevó a realizar el cartel que sirvió de fondo cuando Kennedy estuvo en Venezuela y que suele aparecer en las fotografías que aún reseñan esa visita, pero sin darle los debidos créditos a papá. O las reproducciones en papel de algunas de las obras gigantes de Mateo Manaure, quien le pedía que se las hiciera de mayor tamaño.

Mi padre se llamaba Diego, como el de la serie El zorro, pero mamá -cuando lo quería más- le decía “Godie”. Sabía los nombres de todos los actores de cine. Si llevabas una amiga a casa le decía: “Te pareces a Elizabeth Taylor”, una de las actrices preferidas de mi madre (a quien celaba cuando veía a Rod Hudson). Su simpatía por nuestros allegados podía inclinarse más por su similitud fisonómica con algún actor cinematográfico que por sus valores humanos: “Camina como Travolta”, “Tiene la nariz de Cher” o “Sonríes como Scarlett Johansson”, le decía a su nieta Camille. Miraba el mundo en imágenes y desde el cine. Su mayor afición: las películas de terror y las de muchas acciones. Ben Hur era su favorita y al final de su vida, en Caracas, podía verla todos los días. También le gustaban los filmes con animales: King Kong, Tiburón. Hacía comentarios centrados en sus movimientos y en cómo la cámara había podido captarlos. Se asombraba de escenas de felinos en la intimidad, como la de una madre alimentando a sus cachorros. Guardo en el recuerdo escenas resaltadas por él: la de Bo Derek con mínima ropa simulando harapos en Tarzán o cuando sale del mar en 10, la mujer perfecta y que le sirvieron de inspiración para algunas posturas de mujeres morenas que representaba en sus cuadros de caballete.

Papá era un artista con la caligrafía, acaso pudiera haber trabajado con Steve Jobs. Dibujar las manos era lo más difícil y por ello cuando te miraba ponía especial atención en tus dedos. En sus últimos años, cuando vivía aún más del silencio, cuando sus ojos hablaban más que sus palabras y mis abrazos podían extraerlo de su indiferencia, miraba llegar a su nieta Zoe y le sonreía: “Eres Geraldine Chaplin”.

Foto cortesía de Natalia Díaz

Mi padre se fue mucho antes de su muerte física. Autodidacta en la pintura más que en el dibujo, adoraba los barcos: los construía con nueces; las velas con papel o retazos de tela; los bautizaba con nombres de piratas del Caribe.

También le fascinaban los aviones. Solía contar sobre el tiempo que pasó en la Academia Militar de Málaga donde construyó varios aeroplanos y pintó en las paredes de aquella institución el mapa militar de España. Cuando llegó el Concord bajamos a Maiquetía para verlo y escucharlo.

Su amor por la tecnología relacionada con los vehículos hizo que los comprara a escondidas de mamá. Tuvo varias discusiones con “el amor de su vida”, quien anhelaba invertir en una vivienda propia. Pero así es el amor: tolerar más que comprender. Aceptar más allá de compartir lo mismo. Dos o tres veces lo acompañé en sus grandes momentos de felicidad, que también fueron míos: caminar al concesionario, montarte en el carro, pagarlo y listo; sin complicaciones, así era la Venezuela moderna.

Foto cortesía de Natalia Díaz

Papá también era fotógrafo. Maravillado por el trópico hizo retratos en las décadas del sesenta-setenta de cierta idiosincrasia venezolana: en Margarita o Higuerote, de sus puertas y colores, de peñeros y atardeceres. Al ser pintor de mujeres desnudas, hizo un curso de fotografía y montó un taller de revelado en casa. Era mágico el tendedero donde colgaba esos rectángulos: mujeres en pose, volteadas, con una escalera o de perfil; nalgas perfectas. Un imaginario prohibido para la época. Mujeres desnudas y a color. Negras con cuerpos excelentes.

Yo también estuve colgada en el tendedero y, por supuesto, mis hermanas. Me retrató cientos de veces. Gracias a él tengo un registro de mi crecimiento: mi cara, mis ojos, mi perfil, mi silueta, mi cabello. Algunos imágenes fueron tomadas de una distancia muy cercana; otras, veladas, casi blancas. De mi adolescencia prefería ver los desnudos secando, descubrir en ellos la estética del cuerpo y de las mujeres. Las sombras de los músculos, el erotismo del movimiento, el silencio de esconder el rostro. Nunca lo conté a mis amigas; con ellas jugaba voleibol, con muñecas y patinábamos.

La magia del tendedero: mujeres apareciendo, revelándose a través de los químicos. Tú decidías la cantidad que usabas para el resultado de la exposición, la luminosidad o el contraste. Hoy lo edita una app. Éramos papa y yo: en un cuarto oscuro, con un bombillo rojo, la alquimia en acción y esos olores únicos: haluros de plata, carbonato sódico, bórax, metabisulfito potásico. Ocultismo, transformación, conocimiento, tecnología, arte, magia. Con razón me aburrió Disney Word.

Desde niña también estuve, pues, rodeada de mujeres desnudas en su versión de caballete y al óleo. Atraviesan paredes, ventanas, algunas tienen cuchillos volando en la composición del cuadro. Teníamos el apartamento 17 donde sus pinturas colgaban en todas las paredes, en tanto vivíamos en el apartamento 16 con una selva pintada en la sala por papá. En mi cuarto el motivo era plantas y flores. La vida cotidiana entrelazada al arte.

Hombre de pocos amigos, mi padre socializaba solo por amor a mamá. Le costaba. Su interés era la luz y despertar con el alba. Evitaba la noche. De hablar breve, sus gestos comunicaban mucho más. Su aguda mirada te penetraba desde el silencio. Compartimos afición por los cangrejos, las ostras y las gambas, los pimientos fritos y una buena ensalada de tomate; por la comida tradicional andaluza antes que nuevas propuestas o fusiones. Del gazpacho decía que era la bebida de los campesinos de su tierra, quienes la tomaban en el campo junto con el pan; así aguantan la pesada faena.

Sus últimos meses en Arriate, rodeado de ancianos, lo entristecieron. La ausencia de filtros para sus palabras fue aumentando: se quejaba de la nariz grande, del cuerpo deforme, del gritar de las andaluzas o de la cicatriz que trastocaba algún rostro. La demencia lo irritaba y deprimía, necesitaba la belleza. Se refugió aun más en el silencio. La vida le de daba igual. Estaba cansado, olvidó firmar, olvidó dibujar, olvidó pintar. Perdió el arte, perdió su esencia.

Amo a mi padre porque entendió mi interés antropológico, mi necesidad de caminar en la montaña, recorrer el Amazonas y vivir con espíritu libre. En mi corazón siempre estará porque cuando miro al cielo -con nubes o lluvia, despejado o gris- recuerdo su insistencia en apreciar la composición del infinito, donde ahora está.

Agradezco sus enseñanzas, su pasión por el trópico, por el arte, por el cine, por el silencio, por el placer de manejar grandes distancias y ese gran amor que manifestó de mil formas por mi madre.

Por él sigo siendo Meteoro.

***

[Texto generado en el “Taller de literatura autobiográfica” coordinado por Ricardo Ramírez Requena.]


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