Memorabilia

Los lunes de don Rufino

24/08/2020

[Francisco Tosta García (1846-1921) se destacó en varias actividades: fue militar, político, académico de la historia, novelista. No obstante, su mayor proyección intelectual se debe a las piezas costumbristas que publicó en varios órganos periódicos venezolanos del entre siglo XIX-XX, como este relato que forma parte del compendio Risa sana. Colección de cuentos, zarzuelas y artículos variados (Caracas, Tipografía “La Semana”, 1911. pp. 83-89.]

Francisco Tosta García en El Cojo Ilustrado N69, del 1 de noviembre de 1864.

A Federico Álvarez Benítez

I

Hotentote, sicario, pantera, verdugo, inicuo, Barrabás sin entrañas y cien otros calificativos a cual más amables, ha recibido y continúa recibiendo el infeliz casero, de todos los autores antiguos y modernos “de aquende y de allende.”

Muchos han llegado a aplicarle hasta el terrible apóstrofe de Virgilio en la Eneida: ¡Monstrum, horrendum, informe ingens cui lumen adeptum!

Es una como pila de agua bendita, donde todos se lavan el dedo, creyendo de muy buena fe, que no es ni pecado venial, hacer morcilla con la sangre del que ha cometido el crimen de tener casas de alquiler, como negocio o empresa.

¡Oh!, ¡el pulpo, el monstruo, el desarrapado, el casero!

Sardanápalo, Calígula, Nerón y Cómodo, fueron niños de biberón comparados con el ecce homo de los tiempos modernos, a quien la humanidad tiene como el perpetuo blanco de sus negros tiros, como la interminable representación de su salvaje inquina.

Yo también, castigat ridendo mores, preso de la sugestión de los descuartizadores, llegué un día a echar mi cuarto a espadas contra el tipo, poniéndolo como para que no dijeran dueñas, en alguno de mis artículos de costumbre.

Hoy me arrepiento de todo corazón, no porque haya entrado a formar parte de la secta, sino porque la práctica y el estudio imparcialmente psicológico del ramo, hanme dado autoridad y valor suficientes para salir con la adarga, el escudo y el danzón, a enderezar los entuertos y a desfacer los agravios inferidos a esa Dulcinea de pantuflas, antiparras, gorro, flux color de pelo de guama y lápiz tras la oreja, que se llama casero.

Sostengo en campo abierto, o sea en tesis formal, con cualquier taumaturgo, aunque se llame San Gregorio, o con cualquier perdonavidas, aunque se llame el Preste Juan de las Indias, que el casero es el mejor amigo del género humano, el que contribuye a todas sus necesidades y el que por fas o por nefas, quieras o no quieras, ha sido, es y será el paño de lágrimas de su clientela, apoyo en sus días felices y amparo en sus desventuras.

Como estamos en la época de res non verba, del crudo positivismo, no bastan palabras, la demostración se impone, por lo cual, vamos a descorrer la cortina social para exhibir la prueba cinematográficamente.

¡Qué inmensidad de adverbio, reclamo patente de invención! Me hace recordar aquellas palabras que Horacio llamabas de a toesa

¡Pero basta de circunloquios y telón arriba!

II

Allí está un ejemplar que elijo de la cofradía.

Allí está don Rufino Paredes, contoneándose en la cima de la edad madura, en la década viril de los cincuenta a los sesenta eneros, en la antesala de la ancianidad, en ese período feliz aunque decadente, que se llama la juventud de la vejez, en que el hombre tiene una como etapa de renacimiento de ilusiones, una como resurrección de pasiones y deseos, uno como florido paréntesis, entre el otoño que acaba y el invierno que comienza, medio escabroso de la vida, que a pesar de ser tan álgido, siéntese aún los tentadores fuegos del tizón próximo a consumirse…

Fresco, lustroso y rubicundo el rostro, exento por raro privilegio de los arrugados perfiles de la pata de gallina, afeitado y primorosamente descañonado, a estilo de cómico, torero, canónigo o yanqui, amanece en su gran escritorio, vis a vis de la vetusta caja de hierro, tabernáculo de aquel templo, cuya puerta en honor de la verdad, no se abre nunca sino para lícitas entradas y salidas, porque don Rufino no cree como Vespasiano que «el dinero no tiene olor» y se cuida mucho de especular con la miseria, y de mancharse con el dolo.

El señor Paredes es miembro de varias sociedades religiosas, mayordomo de fábrica y encargado de bienes de tres o cuatro templos, teniendo vara alta en el coro metropolitano y grande influencia en el Cabildo. Más de cuatro beatas de garbo y campanillas han sido sus admiradoras y suspirado por él pecaminosamente al contemplarlo en las grandes fiestas, de pantalón de casimir color crema, levita negra cruzada, cuello alto, corbata de seda flor de romero, chaleco abigarrado de floripondios y ramasones, meciéndose más que deslizándose, con el pendón dorado de las naves hacia el ábside, al son de la imponente marcha de Ione, en las grandes solemnidades místicas de los días en que se repica duro.

Nuestro hombre, a pesar de sus ribetes ortodoxos, es un completo sibarita, pues come bien, bebe mejor y duerme óptimo, aunque algunas veces, caprichoso y maniático como Sminiredes el personaje de Fontenelle, pasa las noches sin dormir porque ve una rosa doblada, un clavel marchito, una mujer mal vestida, o algunas de sus casas pintadas con colores chillones.

Fuera de estas sensiblerías y de ciertos belenes non santos, el señor Rufino Paredes es el hombre mejor de la tierra, bonachón, justo e inofensivo. Si hubiera existido en los tiempos de Diógenes, el filósofo del tonel y de la linterna, habría encontrado al fin un amigo.

Y qué fama tiene en la ciudad por el inri de la profesión! El médico, el cura, el boticario, el panadero, el sastre y hasta el vendedor de comestibles y licores adulterados, todos pueden sin escrúpulos cobrar un ojo y parte del otro, por matar, casar, exprimir y envenenar; pero el casero es un escorpión porque cuida y defiende el producto de sus fincas. Aquí diremos con San Agustín: ¡Felix culpa!

III

Los lunes son días de mucho movimiento en la casa de don Rufino Paredes.

Se anotan los pagos, se distribuyen los trabajos de albañilería, carpintería, pintura, etc., y se visitan las casas desocupadas.

Se reciben empeños, banderillas y sablazos, porque los parroquianos amanecen agresivos después de los jaleos del domingo.

Desde las siete está don Rufino en su escritorio, bañado, afeitado, desayunado y vestido muy correctamente.

Entra una dama vestida a la dernière, muy sandunguera, apetecible y guapa, a pesar de sus cuarenta.

–Buenos días, amigo don Rufino.

–Excelente, señora Filomena, tome usted asiento y dígame en qué puedo servirla.

–A eso vengo. Mañana se me vence el maldito mes de la casa, y dentro de ocho días es mi cumpleaños…

–¡Me anticipo a felicitarla!

–Yo no tendré mayor cosa, porque la situación está de perros, pero tengo amigos y amigas, me llevarán como de costumbre una serenata y se darán unas vuelticas.

–Nada más natural y de buen gusto.

–Mas es el caso que el papel de la sala no está bueno y el zaguán y el corredor necesitan una mano de aceite. Yo vengo a suplicarle esas pequeñas reparaciones. Como buena inquilina tengo derecho a ellas. Serán mi cuelga

¿Qué hacer ante semejante reclamo? ¿Negarse? ¡Imposible! La elegante dama que tan despepitada tiene la lengua es “muy buena paga”. Don Rufino toma un lápiz, hace un breve cálculo y luego, dirigiéndose a ella, muy cariñosamente, la dice:

–Treinta y cinco pesos costará la reparación, poniéndole papel satinado con franja dorada y su correspondiente panó. ¿Pero cómo dejar de complacer a usted tratándose de su onomástico. (Paredes se gozaba siempre que podía soltar una de esas palabrillas raras.) Mañana se empezará el trabajo.

Mil gracias, don Rufino, contesta encantada la señora y se retira haciendo cortesías y pensando para sí, que “el tigre no es tan feo como lo pintan” puesto que aquel casero ha contribuido generosamente a la alegría de su hogar.

IV

Detiénese a la puerta un coche y sale otra dama con todo el aire de una persona muy chic o smart. Penetra ligeramente en la oficina.

–Saludo a usted, señor Paredes.

–Beso a usted las manos, señora de Arguinzones.

–¡Traigo un empeño de a caballo, amigo y señor mío!

–Pues apéese usted, señora, tome asiento y explíquese, para ver si puedo servirla.

–¿Creo que en meses pasados participé a usted que mi hija Irene estaba comprometida con el doctor Rizales?

–Sí, amiga mía, y yo sé que ella es una deliciosa polluela y él un garrido mozo. ¡Admirable pareja!

–Bien, pero lo que no sabe usted es que tengo motivos muy serios, para anticipar el matrimonio.

–Sí, comprendo y lo supongo, señora -contesta Paredes, poniéndose color de pimentón-. Pero ¿qué ingerencia puedo yo tener en ese negocio tan peliagudo?

–Una y muy grande. Rizales es paupérrimo y no puede poner casa aparte. El cuarto de enfrente se impone para la instalación de los novios.

–¡Magnífica idea!

–Sí, pero en su realización está el busilis, porque ese cuarto de enfrente es una como huronera obscura y húmeda que hoy sirve para guardar los muebles rotos, el carbón y las botellas vacías.

–¿Y qué podemos hacer?

–Lo más sencillo del mundo, poner nuevas y altas luces a ese cuarto, entablarlo, empapelarlo y ponerle cielo raso. ¡Eso sería un gran beneficio para la casa!

Don Rufino, que mientras hablaba la de Arguinzones, iba con la imaginación y los dedos sacando la cuenta de la transformación proyectada, salta en el sillón y exclama:

–Imposible, señora, eso es una verdadera fábrica que por lo menos costará trescientos pesos.

–¿Trescientos pesos? –replica indignada la señora; y qué vale esa miseria cuando yo en los dos años que ocupo su casa le he pagado mil doscientos pesos en oro y muy sonante. Además –continúa, cambiando de acento con una sonrisa angelical y tentadora– usted va a ayudarme a salvar el honor de mi hija, usted…

–No diga más nada, señora –contesta el propietario vencido– le compondré a su gusto el cuarto de enfrente.

–¡Bien sabía yo que usted era todo un hombre! Muchas gracias.

La de Arguinzones salió contentísima, diciendo para su coleto:

–Pues, señor, no son tan agudas como ponderan las garras del león: Este casero me ha ayudado a salvar el honor de mi familia.

V

Entra un mozo pálido, desgreñado, con marcadas huellas de dolor en el rostro, llevando un papel en la mano derecha y en la izquierda un gran lío.

–Salúdolo, señor Paredes.

–A su orden, amigo López. ¿Qué le pasa?

–Una gran desgracia, don Rufino. Mi madre murió esta madrugada.

–Lamento mucho su pena. ¿Cuándo será el entierro?

–A eso vengo precisamente. En casa no hay más dinero sino los cuarenta pesos del alquiler que debía traerle mañana y…

–Comprendo, amigo mío –interrumpe Paredes, tocando en el hombro al huérfano– disponga de esa suma que después arreglaremos cuentas…

A López se le humedecieron los ojos, estrechó la mano de don Rufino y salió murmurando:

–¡Qué buen corazón! ¡Este hombre ha hecho una gran obra de misericordia!

En aquella mañana inolvidable, don Rufino Paredes hizo dos o tres negocios más por el estilo. Pagó los medios alquileres, el derecho de agua, los ejidos, los pisos universitarios, el teléfono, el gas y los periódicos, hasta que el gran péndulo del comedor dio doce lentas campanadas.

–El almuerzo está servido, pichón mío –grita doña Emeteria, su conjunta– ¡vente, hombre, mira que te vuelven loco!

–¡Ay!, mujer, qué mañanita. Bien merece palos el mastuerzo a quien se le ocurrió poner lunes en el almanaque… Y me llaman ogro, a mí, que no soy sino un San Sebastián, saeteado con dulzura, ¡y un San Lorenzo asado en frío!

Febrero 15 de 1900.


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