Turistas observan una reproducción del Caballo de Troya a la entrada del sitio arqueológico de Troya. Çanakkale, Turquía.
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Todo el que va por primera vez al sitio de Troya se lleva más de una sorpresa. Sobre todo para los que vamos en peregrinación a lo que pensamos es el lugar donde nació la literatura, al menos la nuestra, y terminamos constatando que la industria del turismo está a punto de convertirlo en un parque temático más. Después de un largo viaje desde Estambul -cruce de los Dardanelos incluido-, el bus se detiene, justo antes de llegar, en un pequeño café llamado “Paris & Hellen”, donde unos odiosísimos empleados intentan vender a los emocionados turistas cualquier cantidad de souvenirs y baratijas. Después, lo más chocante, un gran Caballo de Troya, tamaño natural, preside la entrada del complejo arqueológico, a donde corren los turistas a tomarse las respectivas fotos. Por fin, hay que decirlo, la cosa comienza a enseriarse, y un bien informado arqueólogo nos recibe para contarnos acerca de las peripecias y aventuras de aquel otro colega suyo, un loco alemán llamado Heinrich Schliemann, que a finales del siglo xix consagró sus últimos años y su fortuna a encontrar el emplazamiento real de la mítica ciudad. Ya estamos listos para entrar a las ruinas.
Hay que decir que las ruinas no tienen la culpa de nada. Nos esperan desafiantes, con la dignidad de los supervivientes, como queriendo decirnos que si han resistido a tantos siglos de guerras, saqueos y olvido, podrán también sobrevivir a las hordas de turistas -la nueva especie depredadora por excelencia, al menos hasta la pandemia- y a la banalidad y la falta de escrúpulos de los mercaderes del turismo, algo de lo que no estoy muy seguro. Lo cierto es que ahí siguen para mostrarnos los escenarios del eterno poema de Homero, la epopeya fundadora de Occidente cuya influencia se perpetuó a través de los siglos, las lenguas y las culturas. Allí están las murallas en torno a las que se dieron muerte troyanos y aqueos por tomar la rica ciudad, desde alguna eminencia es posible ver la costa hoy algo más retirada del mar e imaginar el puerto congestionado, otear en la tarde ventosa el color de los dos mares, pisar la empedrada calle que bajaba desde la Acrópolis a la ciudad y llegaba hasta las puertas Esceas. Incluso, en un protegido rincón de las murallas se pueden ver tantos siglos después las piedras aún chamuscadas de aquella ciudad incendiada y saqueada, cuenta el poema, por rescatar a la bella Helena, la más hermosa de cuantas mujeres existieron.
Por el lado oeste de la ciudad baja una angosta vereda desde la Acrópolis hasta un alto de las murallas. De allí es posible atalayar la ancha llanura que se extiende a poniente, que es donde con toda probabilidad se dieron las batallas entre aqueos y troyanos. Al fondo, una lejana línea de árboles marca lo que hoy es la pequeña corriente del Escamandro, que un día se irritó contra Aquiles, molesto por la cantidad de cadáveres que el guerrero lanzaba a sus aguas. Y detrás, después de una breve colina, está la costa del Egeo, en cuyas playas arenosas atracaron las negras naves y levantaron sus campamentos los aqueos. No tengo que explicar la emoción que se siente cuando por fin se puede dar forma, tamaño, color y olor a aquellos lugares tantas veces soñados, tantas evocados, construidos y reconstruidos mil veces en mi imaginación. Sin embargo, surge un serio problema: así no fue como yo los imaginé.
En el canto III de la Ilíada se cuenta un episodio que ocurrió justo en ese mismo lugar. Aqueos y troyanos han decidido detener el combate. Han acordado que los dos maridos de Helena (o mejor dicho, el marido y el amante), Menelao, al que abandonó en Esparta, y Alejandro, con el que se vino a Troya, se batan en singular combate en la llanura, al pie de la muralla, por la bella. Los demás generales guardan prudente distancia. La expectación es grande. El rey Príamo y los demás ancianos troyanos han venido a la muralla para presenciar el duelo. Entonces Iris, la mensajera de los dioses, vuela a avisarle a Helena para que ella también vaya: “Ven, hija querida, para que veas las hazañas de teucros y aqueos. Alejandro y Menelao por ti pelearán con largas lanzas. Solo el que venza podrá llamarte su esposa querida”. La bella siente un salto en el corazón y como loca se lanza por la vereda. Su llegada no puede ser inadvertida. Al verla, los ancianos voltean y susurran entre sí: “No debemos extrañarnos de que troyanos y aqueos hayan sufrido tanto por semejante mujer ¡Cuán grande es su parecido con las diosas inmortales!”, susurran. Pero Helena no puede escucharlos. Se encuentra absorta, el pecho agitado y húmedos los ojos, tratando de reconocer en la lejanía el rostro de los viejos amigos, de los parientes, en el fondo anhelando volver a ver a Menelao. Entonces, el buen anciano Príamo adivina un relámpago de culpa en sus ojos y le ofrece estas cálidas palabras: “Ven, hija mía, ven. Siéntate a mi lado para que veas a tu primer esposo, a tus parientes y a tus amigos, pues no es tuya la culpa de todo esto. La culpa la tienen los dioses, que lanzaron contra mí esta guerra para llenarme de lágrimas”.
¿Cuál es más real, la escena que siempre imaginé o aquella cuya memoria guardan unas ruinas que aún sobreviven? ¿Cuál es la verdadera Troya, la que se ha construido en la imaginación de miles y miles de fervorosos lectores a través de los tiempos, o el parque temático que cada verano divierte a unos turistas fatuos y distraídos? Sin duda ambos son reales, ambos son auténticos, solo que sus dos realidades pertenecen a universos separados, tienen dinámicas opuestas, naturalezas muy distintas, una fisiología diferente. En una palabra, historia y literatura suponen realidades diferentes, aunque no por ello menos reales. Nos corresponde a nosotros reconocer y aceptar estas diferencias, respetar sus dominios, atisbar sus inciertos límites, y sobre todo no confundir sus distintas esencias, solo opuestas en apariencia. Nada más peligroso que fomentar esta confusión. Nada más criminal que sacar provecho de ella.
Mariano Nava Contreras
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