Telón de fondo

La primera marcha y la primera represión en Venezuela

Fotografía de Alfredo Lasry | RMTF

06/05/2019

La represión por motivos políticos es una situación concurrente del siglo XX venezolano, cuando termina el período de las guerras civiles. El ataque arbitrario y ventajista que hace la autoridad contra sectores que protestan por una situación de naturaleza económica, o por conductas injustas o excesivas de los gobiernos, ocurre a partir de la incipiente formación de los sindicatos, o cuando las banderías creadas durante el comienzo de la industria petrolera pretenden reivindicaciones a través de presiones pensadas con pausa en sus despachos, o sugeridas por los catecismos doctrinarios que comienzan a consumir los afiliados; o a través de fórmulas violentas, o que son calificadas así por los controladores del poder. Tal fenómeno, que se repite sin solución de continuidad hasta nuestros días, tiene un antecedente relativamente remoto que se describirá a continuación: el ataque de una protesta caraqueña que sucede en 1895.

La penuria de la sociedad venezolana se hace evidente en 1894, debido a que las inclemencias del tiempo impiden la cosecha y la circulación de los productos de la agricultura. En la medida en que comienza a escasear la alimentación, el gobierno del presidente Joaquín Crespo encuentra en el verano la causa en una carencia de insumos de la tierra cada vez más creciente. Pero no tiene explicaciones para la disminución de la burocracia debido a la dificultad cada vez más abrumadora de cancelar el sueldo de los empleados públicos, ni para la ausencia de organismos que se dediquen a paliar las necesidades de un número cada vez más creciente de menesterosos. Tampoco ofrece explicaciones sobre el motivo que ha tenido de dejar en el ministerio de Hacienda a José Antonio Velutini, de quien se dice que ni siquiera está en capacidad de llevar las cuentas de una pulpería. Nadie le pide al Taita que se explique, desde luego, no hay entonces gente tan temeraria, pero sospecha los reproches que circulan contra el funcionario y lo sustituye por Francisco Conde, quien parece interesado en buscar soluciones sin lograr el cometido. El flamante ministro confiesa ante los colegas que su misión es como buscar agua dulce en la Arabia pétrea.

Los periódicos más atrevidos comienzan a hacer un contraste capaz de conmover a los lectores, y de invitar a reacciones enfáticas contra el régimen «legalista». Mientras la gente muere de hambre, mientras en las casas de empeño no caben los útiles domésticos que los humildes han entregado para lograr la sobrevivencia, el lujo campea en la casa de la familia Crespo y en la mansión del socio del presidente en negociados de diversa especie, el caballero Orsi de Mombello, contratista preferido. Uno de los impresos de entonces inicia una campaña «contra los extranjeros que vienen a explotar a Venezuela», manera retorcida de atacar al musiú favorito sin detallar las señas de su identidad. Otro valiente periódico se ocupa en denunciar que solo cobran las obligaciones de la deuda pública los amigos políticos del régimen, llamados «liberales blancos, mientras el resto de los acreedores hace fila infructuosa en las taquillas del erario. La gente de orden confía en el machete del Taita para evitar turbulencias, pero hay más de tres mil desempleados en la capital y el arma se atasca en la vaina.

El 20 de enero de 1895, una masa humana jamás vista en Caracas se echa a las calles para clamar por el auxilio oficial. La autoridad no observa la llegada de un ejército manejado por los caudillos habituales, sino el avance de una manifestación de centenares de personas encabezada por dos trabajadores que levantan una bandera con una inscripción que tampoco se había ventilado hasta la fecha: «Pedimos protección para el gremio de artesanos. El pueblo perece». La marcha comienza en la plaza de Las Mercedes y llega hasta la plaza Bolívar, pero es detenida con dureza en la esquina de La Torre. El gobernador del Distrito Federal, Juan Francisco Castillo, ordena a los gendarmes que preparen una carga de winchesters, y que disparen si los marchantes no se detienen. Los líderes del movimiento proponen una tregua de parlamento, pero el gobernador ordena cargas con peinillas que dispersan a la vanguardia del debutante gremio. Pretende continuar el hostigamiento cuando Crespo, acostumbrado a otro tipo de batallas y sorprendido por lo que está sucediendo, le ordena que reciba a los representantes de los artesanos y, como si no lo supiera, indague las razones de la vicisitud.

Como sucede un hecho inhabitual y como circulan críticas por golpizas contra ciudadanos desarmados, algunos de los cuales necesitaron atención médica, Castillo se ve obligado a justificar su conducta con un argumento que la mayoría de los ciudadanos escucha por primera vez. Después de referirse a las dificultades presupuestarias, y de insistir en que los manifestantes no habían solicitado autorización para desplegarse por las calles, sorprende con la siguiente afirmación: «Es la onda del socialismo que invade al Viejo Mundo, y el socialismo es la ignominia de la sociedad y el azote de los pueblos». No se hace mayor alharaca ante las declaraciones, ni los sospechosos de socialismo tienen oportunidad de lavar su supuesto pecado, porque se ha formado un comité revolucionario en el exterior que pretende una invasión bajo el comando del General Manuel Antonio Matos. Crespo y Castillo prefieren tratar con este tipo de adversarios y dejan que el futuro se encargue de los artesanos que han terminado su función de estreno con los palos en la cabeza.


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