La mentira como arma política en la Grecia antigua

La muerte de Sócrates (1787). Óleo de Jacques-Louis David | MET Museum

18/04/2020

Resulta interesante constatar la importancia que daban los antiguos a la palabra. En un estupendo libro, La curación por la palabra en la antigüedad clásica (Barcelona, 1987), Pedro Laín Entralgo nos cuenta cómo los griegos antiguos otorgaban al lógos poderes curativos. Y esto se nota desde las primeras manifestaciones literarias. En efecto, una atenta lectura de los poemas homéricos nos ayudará a observar cuán llenos están de momentos en que la palabra cobra papel protagónico, pero también cómo cuerpo y alma se rinden por igual bajo su poder. En el canto XV de la Ilíada, por ejemplo, Patroclo va donde su amigo Eurípilo a curarlo de las heridas que había recibido en la batalla. «Patroclo permaneció en las tiendas del valiente Eurípilo», cuenta Homero, «deleitándole con palabras y curándole la grave herida con drogas que le mitigaran sus acerbos dolores». Es decir que las palabras, conjuntamente con las drogas, fungen por igual de anestésico para mitigar el sufrimiento del héroe.

Retórica, filosofía y mentira

Sin embargo, no fue sino hasta la llegada de la democracia cuando los griegos se percataron de los poderes manipulatorios de la palabra. En un singular discurso, el Encomio de Helena, el retórico Gorgias de Leontino dice lo siguiente:

«La palabra es un soberano muy poderoso, que dotado de un cuerpo diminuto y casi imperceptible es capaz de llevar a cabo hazañas realmente divinas, ya que puede detener el miedo, mitigar el dolor, suscitar la alegría y provocar la compasión».

Manipulación de las pasiones, pues, y no otra cosa. Por lo demás, el nombre del discurso no es gratuito. Como buen abogado, Gorgias asume la defensa de Helena, la adúltera y hermosa esposa del rey de Esparta cuya traición causa la mítica guerra de Troya. Y no queda mal parado. Al escoger semejante causa, el orador busca demostrar que no hace falta que el discurso sea verdadero para ser convincente y por ende eficaz. Que no importa cuán difícil sea la causa, siempre que la defensa esté bien sustentada. Gorgias había llegado a Atenas en el año 427 a.C. procedente de su nativa Sicilia. Allí había estudiado con Córax de Siracusa y Tisias, los fundadores de la retórica, y probablemente también con su paisano Empédocles. Llegado a Atenas, tuvo gran éxito como maestro de oratoria. No prometía enseñar la virtud a sus discípulos, como hacían los filósofos, sino convertirlos en hábiles oradores, y por supuesto que tuvo mucho más éxito que aquellos. Al parecer le gustaba aparecerse en sitios públicos y allí comenzaba a disertar sobre cualquier tema. Una vez que convencía a su auditorio de sus razones, comenzaba a decir exactamente lo contrario, hasta que volvía a convencer a su auditorio. Y así pasaba mañanas enteras argumentando y contraargumentando sobre cualquier cosa, demostrando que a la hora de pronunciar un discurso convincente lo que importa no es precisamente decir la verdad.

En realidad, la conciencia de los poderes de la palabra es impensable sin las enseñanzas de Sócrates, aunque el problema de la verdad es asunto que venía atrayendo la atención de los filósofos desde muchísimo tiempo antes, como nos cuenta Marcel Détienne en su clásico trabajo Los maestros de verdad en la Grecia clásica (París, 1967). Sin embargo fue Sócrates, empeñado como estaba en la búsqueda de la verdad, quien enseñó a sus discípulos que ella es inalcanzable sin el uso adecuado y honesto de la palabra. Nada más alejado de las enseñanzas de Gorgias. Los seguidores de Sócrates comprendieron rápidamente los peligros del relativismo retórico y entendieron que el uso de la palabra debía estar estrechamente ligado al cultivo de la ética. 

En uno de sus diálogos más célebres, que lleva el nombre precisamente de Gorgias, Platón se esfuerza por resaltar las diferencias que oponen a la retórica y la filosofía, diciendo que esta última es una ciencia verdadera, una epistéme, mientras que la retórica no es más que una técnica, una tékhne, una ocupación falsa y cosmética, pues se basa en dar a la mentira un aspecto convincente. En otro diálogo posterior, el Cratilo, Platón se pregunta si existe realmente un vínculo entre la palabra y la cosa. Semejante pregunta, por extraño que parezca, resulta imprescindible a la hora de establecer el estatus ontológico de la verdad. Platón nos explica que hay dos posiciones: la de aquellos que consideran que sí hay un vínculo natural entre la palabra y la cosa, katà physei, y los que piensan que este vínculo es arbitrario, producto de la mera costumbre, katà nómôi. Aunque nuestro filósofo no lo admita, necesitaba creer que entre la palabra y la cosa efectivamente existía un vínculo natural, pues ello otorgaría a la verdad una realidad innegable e inmanente, un estatus ontológico. Esta preocupación por la naturaleza de la verdad y la palabra llegará en Platón a su momento extremo cuando en el capítulo IX de la República declare que no hay lugar para los poetas en su ciudad ideal. Las razones, tan discutidas por los estudiosos de todas las épocas, de nuevo cifran su validez en el problema de la verdad: los poetas son autores de ficciones, es decir, de mentiras que imposibilitan el conocimiento real de las cosas, de la verdad, de la «idea». Popper nos advertirá, a mediados del siglo pasado, de los alcances totalitarios de esta posición.

Retórica y democracia

Sin embargo, fue también con la democracia que el uso de la palabra con fines políticos se profesionalizó, por decirlo así, y surgió, a la zaga de Gorgias, toda una clase de «maestros» que enseñaban las técnicas necesarias para persuadir a las muchedumbres y alcanzar el poder: los sofistas. No será exagerado decir que la sofística, más que una escuela de pensamiento, fue más bien un movimiento espiritual. En el siglo V comenzó a denominarse así a una clase de maestros que recibían remuneración por sus enseñanzas, cosa que repugnaba a Sócrates y sus discípulos, para quienes no era lícito comerciar con la verdad. Una de las técnicas o artes que enseñaban los sofistas era la de la retórica o la oratoria. Se trataba de un conjunto de estrategias destinadas a «hacer fuerte el argumento débil», como la definió Aristóteles, es decir, hacer parecer verdadero, alethés, un discurso falso, pseûdos. No importaba si para bien o para mal, no importaba que se dijera verdad o mentira, lo importante era convencer y alcanzar el poder. Consecuentemente con estas técnicas, los sofistas predicaron un relativismo pragmático que solo reconocía un valor: alcanzar el poder. A ello estaba supeditada toda praxis y todo conocimiento. Protágoras, uno de los más célebres sofistas, afirmaba que «el hombre era la medida de todas las cosas», ánthrôpon métron, queriendo decir en última instancia que todo estaba supeditado a sus intereses. De esta manera, lo mismo podía ser indistintamente verdad o mentira, dependiendo de las conveniencias y de las circunstancias. No hace falta imaginar el impacto que tuvieron las enseñanzas de los sofistas en la política ateniense. Tampoco hará falta imaginar la repulsión que estas ideas causaban en los filósofos, Platón a la cabeza. En todo caso, los griegos comenzaban a aprender el verdadero valor político de la palabra, la verdad y la mentira, pero también el del silencio.

En realidad, la retórica no fue un invento de los atenienses, sino que había sido desarrollada en Sicilia antes de su introducción en Atenas en el siglo V, bajo unas circunstancias políticas muy específicas. Hacia el año 485 a.C. Gelón, y más tarde su sucesor Hierón, tiranos de Siracusa, decidieron expropiar las tierras a los campesinos para adjudicárselas a los veteranos y mercenarios de su ejército personal. Años más tarde, recuperada la libertad e instaurada la democracia, los ciudadanos quisieron recuperar sus tierras, dando origen a una serie de pleitos judiciales en los que la elocuencia y la habilidad argumentativa cobraron fundamental importancia. Pronto surgieron los primeros “maestros” dispuestos a enseñar las técnicas necesarias para persuadir a los jurados encargados de restituir las tierras a sus dueños originales. Córax de Siracusa, cuentan los historiadores, fue el primero en elaborar un código de elocuencia con fines claramente persuasivos. Más tarde un discípulo suyo, Tisias, se encargó de dar a conocer en toda Grecia las técnicas desarrolladas por su maestro. Ambos, recordemos, fueron maestros de Gorgias, el introductor de la retórica en Atenas. Lo cierto es que cuando la retórica llega a la ciudad ya es una técnica madura que sin embargo encontró en la democracia el terreno abonado para su consolidación y desarrollo.

Y arribamos aquí a un punto en el que me interesa detenerme: la relación entre retórica y democracia, el manejo de la palabra en el contexto de la acción política. En la Grecia arcaica el gobierno no se discutía. En la Ilíada y la Odisea, Homero llama a los reyes micénicos «alumnos de Zeus», diotrephês. Sus decisiones tienen, por tanto, origen divino, son incuestionables. Los reyes no son más que intérpretes y ejecutores de la voluntad de los dioses, y en tal sentido toda acción de gobierno depende de ellos. Más tarde, la práctica política de los tiranos no tendrá legitimación divina, pero sus decisiones siguen teniendo origen en una sola persona. Aon, digámoslo así, unidireccionales. No se discuten. Ya por lo visto las armas comienzan a ser un formidable sustituto de la voluntad divina. Sin embargo, es con la llegada de la democracia que las grandes decisiones comienzan a ser producto de la discusión y la confrontación entre los ciudadanos. Se trata, en definitivas cuentas, de un sistema basado en el conflicto, como define Martha Nussbaum a la democracia ateniense, o mejor dicho, de una nueva concepción de la práctica política fundada en la resolución pacífica de los conflictos.

Por supuesto que siempre hubo intentos por controlar el uso y abuso de las palabras desde el poder, la tentación de fijar por fin la sinuosa línea divisoria entre lo que es cierto y lo que no, lo que se puede decir y lo que no. Ya en el primer código de leyes escrito en Grecia, el de Zaleuco de Locros en el siglo VII a.C., se estipula «que nadie hable mal, ni de la ciudad como comunidad, ni de ciudadano alguno en particular, y que los vigilantes de las leyes se encarguen de reprender a quienes infrinjan este precepto, primero amonestándoles, y después imponiéndoles una multa». Y si esta es, podríamos decir, la primera ley que busca controlar la libertad de expresión, no debe de extrañarnos el que por esta época también aparecieran las primeras disposiciones orientadas a la censura literaria y al control y manipulación de la creación artística. Luis Gil, en su formidable estudio Censura en el mundo antiguo (Madrid, 2007), nos cuenta que fue el tirano Clístenes de Sición, también en el siglo VII a.C., el primero que, por razones políticas, cambió el culto tradicional y los coros trágicos que se celebraban en la ciudad, a la vez que estableció una rígida lista de los poetas que podían recitarse y los que no. Resulta que Clístenes deseaba borrar de la historia de su ciudad todo vestigio que recordase la influencia de la cultura doria. Esto con el fin de anular cualquier pretensión anexionista que pudiera surgir por parte de la vecina Argos, poderosa y guerrera ciudad de reconocido ascendente dorio. Para ello emprendió una profunda a la vez que agresiva reforma cultural que censuraba a los autores que escribieran en este dialecto. Igualmente, Clístenes, caudillo populista donde los hubiera, sustituyó el culto a los dioses olímpicos, valedores del antiguo orden aristocrático, por el culto mucho más popular a Dioniso, dios del vino y del teatro. Pronto la receta fue copiada por otros tiranos, lo que favoreció grandemente la difusión del culto dionisíaco, y aún por la democracia ateniense, que instituyó en honor del dios los festivales trágicos más célebres de toda Grecia, las Grandes dionisíacas. 

Poesía y mentira

Claro que fue Homero, cuyos poemas eran memorizados con devoción por todos los griegos, el blanco favorito de estas censuras. Por lo demás, que la poesía con su poder de exaltar los imaginarios colectivos a través de la ficción es intrínsecamente subversiva no es hallazgo que debamos atribuir solamente a Platón, como erróneamente se ha pensado. Antes bien, ya Hesíodo al comienzo de la Teogonía nos cuenta cómo las Musas se mostraban muy orgullosas de su capacidad de mentir. «Sabemos decir muchas mentiras con apariencia de verdades; y sabemos, cuando queremos, proclamar también la verdad», cuenta el poeta que le soltaron las Musas, ufanas y orondas, el día que se le aparecieron en el monte Helicón. 

Por lo demás, la historia de las relaciones entre poesía y mentira, y de sus predecibles consecuencias políticas, es muy vieja. Se sabe que Solón y Pisístrato suprimieron, cambiaron y aún añadieron versos para adecuar la Ilíada y la Odisea a sus proyectos políticos, o simplemente para dotar a Atenas de un prestigio del que simplemente carecía en tiempos homéricos. Por ejemplo, los atenienses ciertamente no participaron en la Guerra de Troya. Pues bien, en el Canto II, el llamado «Catálogo de las Naves», hicieron interpolar nueve versos, del 546 al 555, para hacerse aparecer participando en la expedición con nada menos que cincuenta naves al mando del héroe Menesteo. Los megarenses también acusaban a Pisístrato de haber suprimido los versos de Hesíodo en que Teseo caprichosamente abandona a Ariadna en una solitaria playa de la isla de Naxos, lo que dejaba muy mal parado al héroe ateniense. En este sentido no debe sorprendernos el que tiranos y caudillos siempre hubieran querido rodearse de poetas, obviamente buscando influir sobre su poesía. Así, Gelón de Siracusa protegió a Píndaro, y su hermano Hierón acogió en su corte a Simónides, Baquílides y Esquilo, nombres que se encuentran al inicio de la muy complicada historia de las relaciones entre política y literatura.

A modo de conclusión: la mentira, el silencio y el control de la palabra

Como puede verse, la lucha por el control de la palabra y del silencio, y por el monopolio de la verdad y la mentira en tanto que armas políticas es tan vieja como la historia misma. En Grecia, concretamente en la Atenas clásica, esta lucha se remonta al período de las tiranías, pero también está relacionada con el nacimiento y desarrollo de la democracia, y especialmente con el advenimiento del racionalismo en el ámbito del pensamiento, lo que algunos estudiosos han querido llamar «el paso del mito al logos«. Este primer racionalismo ateniense no puede disociarse de un clima cultural muy específico, marcado por las actividades de los sofistas; pero mucho menos puede dejar de relacionarse con las enseñanzas de Sócrates en tanto que fundador del humanismo; ni tampoco con el establecimiento de una praxis política basada en el uso intencionado y voluntario de la palabra, la explotación deliberada de sus poderes y el usufructo político del silencio, la verdad y la mentira. No debería sorprendernos el hecho de que la instauración de una praxis política dada haya ocasionado el despliegue y desarrollo de unas técnicas para el dominio y control de la palabra, cuyo objeto ha sido, ayer como hoy, exactamente el mismo: la conquista y monopolio del poder.


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