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“La inclinación”, del poeta Alexis Romero

Imagen de Engin Akyurt en Pixabay.

02/06/2021

A veces, cuando miramos sin mirar el horizonte vinculándonos a la lejanía sumergida en la inmensidad de lo otro, rompe la quietud del silencio el emerger de algunas palabras –una plegaria, un canto, el murmullo que se abre ante misterio develando lo sagrado– las que musitan brevemente el pensamiento, las sensaciones o imágenes que nos embargan invadidas por lo ignoto, como sucede también a veces con la poesía, la danza o el teatro, que vinculándose a la otra orilla –al grito que irrumpe mudo desde la penumbra convertido en el cuerpo que palpan la ausencia en nosotros, el eco de las garras para convertirlo en salmo–, redescubren el lenguaje, nos redescubren ante el abismo. Lo mismo ocurre con el libro La inclinación, de Alexis Romero, que ante la inmensidad del universo y de nuestras preguntas, las que contrastan con la frivolidad y monotonía del mucho ruido que ahoga lo cotidiano, nos habla de todo y de todos, de esto, del aquello, de lo otro, deletreando al viento confundido con los pájaros entre las nubes y el asombro de su misterio –el del árbol, el del río, el de la noche, el de nosotros-nosotras–, internándose en los espejismos y fantasmas que con su horror acechan lo contemporáneo, escuchando –viendo– cómo nos volvemos escombros, cómo nos fabricamos con palabras agotadas de peligros, dejando en evidencia al individualismo acérrimo, que engolosinado consigo mismo, acalla vínculos, adormece el recuerdo, generaliza la tontería, consumido por la presunción que supone un saber que nada sabe, en el que prevalece el sin sentido de la memoria que viste de absurdo las cosas, pero no es el absurdo que empaña el acontecer de La cantante calva o el transcurrir de Vladimir o Estragón en Esperando a Godot, representando el mirar atónito, sorprendido por el derrumbe de la “realidad” y el orden de las cosas, por la estructura que ordena los significados, los valores y sus límites, confundiendo una cosa con otra, donde la noche es el día y la tarde; el esto es el aquello y lo otro.

Mutismo, tartamudeo, dudas que se avienen a la incertidumbre que no sabe qué hacer ante la destrucción de las certezas, ante la inutilidad de las ideas y la destrucción de la esperanza, del futuro apostando por el progreso, la ciencia, la educación. Parálisis, caos que al día siguiente de finalizar la Segunda Guerra Mundial nos obligó a preguntamos de nuevo qué somos y el porqué de lo que hacemos. Crisis de lo cotidiano a la que se suma la ineptitud de la “retórica humanista” trasfigurada en el progresismo y la corrección moral de lo políticamente correcto que invade cada rincón de nuestra época, desnudando su inoperancia, su incompetencia, su “no querer ver ni escuchar”, como señalaba con acierto George Steiner: “consciencias” cargadas de buenas palabras e intenciones, de imposturas que se desvanecen ante los campos de concentración, las cámaras de gas o las dictaduras, cómplices de la crueldad, la censura, el miedo, el horror, la muerte.

El sin sentido que domina

La cotidianidad contemporánea –el absurdo que prevalece en estos días y los adormece–, al que Alexis Romero confronta, invoca, deletrea –también nos invoca, nos deletrea– desde su libro La inclinación, hermana al empobrecimiento del lenguaje y el olvido, a la indiferencia y a la negación por la negación del todo –de todos, todas, todes, de lo que hemos sido, del porqué permanecer o escuchar–, el divorcio entre las instituciones y su interpretación de lo normal y los hechos. Pluralidad que en su solipsismo se preocupa por definir la minucia del detalle por el detalle disolviendo los nombres y las pertenencias, presumiendo de “un nuevo inicio” –una ruptura, un albor– que, como derrotero, postula el desprecio de la memoria y los vínculos dejando de lado el titubeo, adormeciendo el cuerpo, censurando lo crítico, destiñendo lo ominoso.

En La inclinación, Alexis Romero padece –padecemos con él– el vaciamiento y la banalización que humedece el tiempo y el espacio que vivimos, la multitud de señales que envenena de obviedad el agua, un mundo que se oye hambriento de espontaneidad, donde el pico más alto no es miedo sino ráfaga, donde los lenguajes, subyugados por el cansancio, enflaquecidos por abulia y el kitsch de las “buenas formas”, perecen haciendo del pensar, de la crítica, de lo disidente, parásitos excluidos por la amnesia del nihilismo conformista, por el vaciamiento del consumo que hace de las cosas –los cuerpos, el sentir, las ideas, los objetos– lo mismo. Precios, apetencias, gula, avaricia, monólogos consumiéndose en sí mismos, entes sin alma: lo mismo entre lo mismo.

Los rezos que conforman el libro La inclinación de Alexis Romero, es decir, los salmos que reescriben el acontecer y el nosotros nos reúnen otra vez con el rito y la manifestación de lo sagrado, alimento inicial del teatro o los cantos que dan forma a la poesía, como también los cimientos de lo humano adentrándose en lo humano. La inclinación: cantata, liturgia, oratorio sumergido en el silencio palpando y palpándose en el antes de las palabras, mirando el entorno y la inmensidad, confundiéndose en ella, en nuestro desasosiego, en la intemperie que constituye nuestra sensación de soledad y abandono, buscando alguna respuesta, algún alivio, alguna explicación pero sabiéndonos solos, transitando de una noche a otra, desnudándose y desnudando nuestra precariedad, la presunción de nuestros balbuceos, regresando para ello al desierto, como los monjes, los eremitas, las brujas o hechiceras, como se hacía antiguamente cuando buscábamos reencontrarnos con nuestra voz inmersa en la bóveda de piedra, divisando algún vestigio, algún presagio, la pócima que interprete de nuevo qué somos, el porqué del nosotros ante la inmensidad y su misterio, ante lo ominoso que constituye la bestia que somos y el abismo que nos embarga, leyendo el tiempo impregnado en las piedras, detenido en la arena, dibujado en el agua mecida por el titubeo del viento, para resguardarnos de la desolación. Los peces vienen de las sombras y sin alas, las manos tendrán que narrar el tiempo, nos dice Alexis, haciéndose necesario aniquilar los argumentos de las flores y así tener una certeza para vivir, haciéndose necesario aniquilar el sentimentalismo de una pluralidad sin aliento ni brío, diluida en lo mucho de lo mucho del ornamento, el bullicio, el vacío, en los soliloquios, la risa yerta, en la censura de la nada.

¿Cómo no reproducir en lo que hacemos la barbarie, cómo no multiplicar el odio, el desprecio, la mezquindad cuando ya sabemos que en la estructura de nuestros lenguajes, de los valores y el orden de significados que nos explican y dan sentido al mundo y al nosotros, se reproduce la crueldad, los campos de concentración, el asesinato, el secuestro, la negación del otro –de la otra, del otre–, de la tortura, de lo muerto?

Quizá, para leer y leernos otra vez debemos regresar a los adentros del mito y lo sagrado, es decir, al vínculo que se comprende desde el misterio que rodea y constituye las cosas, que nos constituye y nos iguala desde nuestro no saber; el desamparo ante el abismo que se abre y lo ausente en nosotros, sabiendo eso sí, que todo lenguaje que intentemos, que todo canto o plegaria hecha teatro –poesía, pensamiento– se enfrentará a la corrupción del vacío, a la censura del entretenimiento y la trivialidad, a la ceguera individualista y al fanatismo, pero sobre todo deberá confrontar la lógica de dominación construida desde las jerarquías de la cultura que da predominio a lo masculino, la del héroe-hombre-guerrero-piedra, centro y paradigma de la historia sedentaria, palpando –sumergiéndonos otra vez– en la memoria que construye el cuerpo y lo que somos: el hambre, el deseo, el sentir, el aliento, lo próximo, lo ominoso, el grito.

Revisión del nosotros-nosotras, de nuestros recuerdos, de nuestra orfandad que vislumbra su transcurrir hacia abismo, pidiendo vida para aprender la vida, lentitud para dotar de oxígeno las páginas, nuestro rostro.


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