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“Cartas de renuncia”, de Arturo Gutiérrez Plaza: un inventario del exilio, el desarraigo, el encierro y la soledad

31/03/2020

Retrato del escritor Arturo Gutiérrez Plaza por Martha Viaña.

Fundación La Poeteca inaugura la Colección Contestaciones con el nuevo poemario de Arturo Gutiérrez Plaza, Cartas de renuncia, que puede descargarse libre y gratuitamente en el portal de La Poeteca: https://lapoeteca.com/cartas-de-renuncia/ Este texto de Alexis Romero es el epílogo del libro.

Parecen tiempos de asombros muertos. Parecen tiempos de lugares abandonados. Parecen tiempos de encierros y aislamientos. Parecen tiempos de cavernas. Parecen tiempos de sombras y terribles desconciertos. Parece que nada es lo que fue. Las casas parece que apenas resguardan. Las calles parecen rutas de alguna cansada multitud. Los parques parecen lugares que ya no somos y parece que alrededor de las mesas no hay personas, sino repeticiones y furias que no logran conversar. Es una apariencia lesionadora, un sumidero de vocablos e imágenes fundamentales. Y aquí, donde todo se percibe hundido, acabado, sin tiempo y hogar; aquí en este falso reino del precipicio, es el espacio del respiradero, del orificio sagrado, del pulmón cuya función es obligarnos, serenamente, a aspirar y respirar, eso que Rafael Cadenas aprendió de los místicos orientales, lo real. Porque ante la tiranía de «lo que parece», la opción es lo real.

Leer poesía es elegir un encuentro con lo real. Es decir, es hacernos testigos del misterio, de Esto que siempre permanece con y sin nosotros. Elegimos acatar la invitación, el llamado del destello y la lumbre que nos recuerdan el temor sagrado. ¿Qué es lo que acatamos, lo que juramos y prometemos contemplar y obedecer? Las reglas del asombro, ese decálogo que nos inunda de piedad, ternura y silencio. Así firmamos papeles contra el mal, contra Eso que nos vacía de humanidad y nos inunda de destrucciones. De allí que, a veces, leer un poema sea una elección y lección éticas. El poema honra el bien. Y cuando no, se pudre, deviene basura. De aquel y este hay suficientes testimonios.

La comprensión de un poema nos exige inocencia e intuición. La inocencia nos la fundaron en la infancia y la intuición nos la dio la secreta reflexión sobre lo que hemos vivido. Ambas nos alejan de la ingenuidad: un torrente que arrasa con el vuelo vertical del poema, pero nos encarcela en la superficialidad de lo horizontal. Gracias a esos dos delicados atributos podemos encontrarnos con y ver en el poema lo que realmente lo habita. Ver lo que allí respira, lo que Es. Ese acontecimiento que nos revela y devela el temor de y a la belleza.  Por ello, leer un poema es aprender a ver lo que Es. Es un viaje a los países emocionales y memoriales del cuerpo y sus alrededores. Pensando en Seamus Heaney, es «cavar» voluntariamente, amorosamente, en lo que de íntimo queda en nosotros.

Todo lo anterior es un viaje preparatorio para llegar a la poesía de Arturo Gutiérrez Plaza, un poeta cuyos poemas llegaron para llenar de latidos y respiraderos nuestros días. Gracias a su poesía «Diariamente inventamos un rito / que sostenga nuestra casa»; o algunos «Construyen un templo en la mirada»; o nos repetimos como un mantra antiguo «El silencio no conoce la prisa / porque no sabe contar». Y nos marchamos con la realidad de «Una larga tarde / escrita al margen de las hojas / por un niño que espera / la hora de jugar al escondite».

Lo leemos y confirmamos que «Entre nosotros está la vida / esa trama de instantes indispuestos al olvido». Le agradecemos el recordarnos que la tradición es un abrevadero para recibir los días y algunas noches: «Entre tú y yo están las palabras. / Entre nosotros, poema, están la vida, la muerte y el amor». Algo, igual a las piedras, tiembla en nosotros cuando Arturo nos dice: «Aunque no hubiera nada después, / escribiría / … / Escribiría / no para responder, / no para salvarme».

Escribiría sin esperar nada. Escribir como un acto de Gracia. La huella singular de los genuinos, de los siervos del lenguaje que resguarda lo celestial, repetía René Char. Una facultad que se construye con abandonos, negaciones e incendios íntimos. Basta con el acontecimiento: el poema. Lo demás, quizás lo sepan los dioses: el trino, el rumor del río, la velocidad del avión, la llegada de un tren, la caída de un dictador, el asesinato de una muchacha, la muerte de un niño, una mujer abandonada, una hormiga, la muerte de un poeta, el exilio, algún capítulo de la Odisea, Montejo… Todo esto, que viene a ser parte de lo demás, ese universo ajeno al poema, repito, gracias a la poesía de Gutiérrez Plaza, quizás lo sepan los dioses. Nos debe bastar el poema, su suficiencia, su urgente y necesaria presencia entre nosotros: transitorios, frágiles e insuficientes testigos.

Cartas de renuncia es un acontecimiento del dolor y la pérdida que padecemos todos, debido a la tragedia política, social y cultural que vive Venezuela. Un inventario del exilio, el desarraigo, el encierro y la soledad. Registra nuestros conciertos y desconciertos; nuestras costumbres arcadianas y premodernas; nuestras adicciones por lo mesiánico, nuestro desprecio por las obras de lo civilizado, nuestra fiesta por lo militar y bárbaro. Estos son los dilemas que la realidad les plantea al tono y la forma particulares del poeta, quien incesantemente nos muestra su condición de ciudadano, de hijo de una ciudad y un país que violentamente fue destruido.

En Cartas de renuncia confirmamos que un hogar se habita desnudo, con la fragilidad y los temores del tiempo; con los asedios de las sombras cuya función es esencializar nuestro oficio de persona provisoria. Presenciamos que no eran las hormigas, sino los ruidos de las herramientas del olvido instalado en las murallas, en lo que inicialmente llamamos un viaje temporal mientras todo cambiaba o volvíamos a la normalidad. El poeta ha construido la equilibrada distancia psíquica y emocional indispensable para escuchar lo vibrátil en la ruina y desolación del país. ¿Qué lo impulsa a redactar las Cartas? ¿Con qué lo agredió la distancia que antes lo salvaba de renuncias? Pensamos en La tierra baldía, de T.S. Eliot. Demasiados datos, demasiada información, demasiado conocimiento; pero un vacío de sabiduría. De allí el temor salomoniano a las páginas en blanco de los cuadernos perdidos. Esas páginas que son símbolos y signos de la renuncia a una geografía de los sueños, afectos y sentidos. La voz de una raíz parece decirle al poeta: llámate extranjero, hazte ajeno.

En este poemario se confirman nuestros alrededores. Quien anhele el ritmo de la mentira debe alejarse de este lugar, porque aquí habla un cuerpo, con un lenguaje limpio, desde la realidad que hemos sido y somos. Aquí no hay artificios, convenciones del disimulo y el simulacro; aquí duelen la primera, segunda y tercera personas; aquí no hay recursos literarios para apaciguar la realidad. Hablan la pérdida, el encerrado, el fronterizo, el ajeno, el testigo, el desespero materno, los que sueñan con sus muertos, el temor del extranjero, el guardián de las ruinas, el inventor de amaneceres, quien llegó tarde a la lengua de los pájaros, el hombre que barre los despojos, el muro de la infancia y tu temor, la ausencia de despedidas, las reglas claras del azar.

La ironía nos muestra los pliegues de nuestro desprecio por la convivencia y la civilidad. El dolor da paso a una decantada ironía: el epitafio aspirando el tiempo del poema, la convención de las hienas en un viejo samán, la ternura del tirano, el amor de los poetas socialistas. Un engaño venido de las larvas que dejamos crecer en los jardines y los parques; después zumbidos que entraron y se apoderaron de nuestros quehaceres y nuestras quietudes. Eso, decía Czesław Miłosz, que tocaría las puertas, lo dejaríamos entrar y alteraría para siempre la música y la forma del poema; de su inquieta confianza por la bendición de los dioses. Eso que saldría a la calle a gobernar nuestro diálogo, la muerte y la soledad necesaria de la vida.

Desde sus primeros poemas, hemos celebrado la ternura que los atraviesa. Un poeta distante de lo patético. La celebración de la vida familiar, de los vínculos amicales, de los detalles relegados por otros, de sus maestros vivos o muertos, ha sido un rastro de eternidad en su obra. El tiempo y sus misterios, los hijos y su lugar en el mundo, el cuestionamiento antropológico, el descreimiento inútil, la falsedad del suficiente, los mitos devenidos historia, las taras fundacionales. Aquí son significativas las mentiras que nos han permitido ver luz donde solo hay sombras, abundancia donde solo gobierna la miseria, esplendor donde solo brilla la ruina definitiva. Y el poema no ha escapado a esta cultura de la superficialidad y el cliché. Atender el paso de estos ríos frente a nosotros ha sido parte de la labor afectiva de muchos poetas. En estas Cartas hallamos respuestas contra esos ríos. Una de ellas:

¿Qué es el tiempo, papá?

Una niña que era mi memoria

y cruza mi vida.

Parece que renunciar es hundirnos, incendiar la casa, despreciar la memoria que nos trajo. Pero la gran poesía nos sigue mostrando la pobreza y falsedad de semejante afirmación. Este poemario lo confirma: la memoria es el hogar de la renuncia, lo único que saben los dioses. De allí que sin Gracia, no suceda el poema.

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Puede descargar el poemario en el portal de La Poeteca. Pulse la imagen para ir a la página web:


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