Perspectivas

La enfermedad del poder

12/01/2019

Tántalo, de Gioacchino Assereto, circa 1640

Al final del Económico, Jenofonte compara los sufrimientos del tirano con los suplicios de Tántalo en el infierno. Según el mito, Tántalo era un riquísimo rey de Lidia, hijo de Zeus, a quien los dioses honraban por encima de todos los mortales. Recordemos que una vez Tántalo fue invitado a comer con los dioses en el Olimpo. Abusando de la confianza de sus anfitriones, robó un poco de néctar y de ambrosía, la mítica comida de los dioses, y después la repartió entre sus amigos. Así comenzó una serie de crímenes y afrentas que terminaría pagando muy caro. Raptó a Ganímedes, el hermoso príncipe favorito de Zeus, negó la existencia de Apolo y juró en vano por el padre de los dioses, cosa que ofendía a Zeus sobremanera. Pero el crimen que colmó la paciencia de los dioses fue cuando, habiéndolos invitado a un banquete, Tántalo quiso probar su omnisciencia y decidió ofrecerles como plato a su propio hijo. Los dioses, al darse cuenta de la trampa, no probaron bocado y devolvieron la vida al joven Pélope. Sin embargo, aquello ya había sido demasiado. Cuenta Homero que Zeus no solo condenó a Tántalo a morir aplastado por una enorme roca y a morar para siempre en el infierno, sino que allí sufriría también un terrible suplicio: sumergido en una laguna hasta la barbilla, sufriría una sed crudelísima, pero cada vez que tratara de beber el agua se retiraría. Junto a él habría árboles llenos de todo tipo de excelentes frutos, pero cada vez que tuviera hambre las ramas se apartarían de sus manos sin dejarle coger de los frutos. Y no solo esto: estaría bajo otra piedra enorme a punto de caerle encima, pero que nunca caía, de modo que Tántalo se mantendría por siempre bajo el temor de volver a ser aplastado en cualquier momento. Dice Jenofonte:

«Pero los que imponen una dominación tiránica a la gente en contra de su voluntad me parecen dignos de llevar una vida como la que dicen que lleva Tántalo en el infierno, condenado a vivir para siempre temiendo morir dos veces».

También Platón, en un pasaje de su República, compara al tirano con un lobo que bebe la sangre de los ciudadanos. Dice el filósofo que el tirano “se mancha destruyendo las vidas y gustando la sangre de sus hermanos con su boca y lengua impuras, mientras destierra y mata”. Para el ateniense, sin duda es su destino perecer a manos de sus enemigos. También Aristóteles, en su Política, dirá que el tirano nunca podrá ser feliz, ya que “teme hasta a las moscas que vuelan sobre su cabeza, pues no se abstiene de los mayores crímenes, sacrifica hasta a sus amigos más queridos y es tan insensato y falso como un bebé pequeño o un loco”.

Todo apunta a una indagación acerca de la psicología del poder tiránico que es mérito de los discípulos de Sócrates. El estudio de los efectos que causa en la psique humana la conciencia del poder, ese misterio por el que un solo hombre impone su voluntad sobre la conducta y el albedrío de los demás, se debe, sin duda, a los debates que surgen en la edad de oro de la filosofía ateniense. Es imposible hacerse del poder absoluto con la aquiescencia de todos, o lo que es lo mismo, todo poder se construye sobre la anulación, total o parcial, de otras voluntades. De ahí que el poder debe autolimitarse o estará intrínsecamente condenado a padecer los asedios del miedo. Es la tesis de un texto pequeño pero fundamental al que ya me he referido otras veces. En el breve diálogo Hierón o acerca de la tiranía, de Jenofonte, el poeta Simónides pregunta al tirano Hierón cómo puede vivir sin miedo a la traición. Aquí toca un punto fundamental de toda tiranía, el de la sinceridad política, o lo que es lo mismo, de cómo se puede confiar en aquel que no habla mal del tirano. Pone así Jenofonte en boca de Hierón:

“¿Qué alegría crees tú que pueden dar los que no hablan mal, si estás seguro de que todos los que callan piensan mal del tirano?”

En este punto, resulta interesante revisar las dimensiones de lo monstruoso en el imaginario de los antiguos. El monstruo no lo es solo por el hecho de tener una figura monstruosa, unas dimensiones y unos rasgos caracterizados por la fealdad y la repugnancia. Una criatura también puede ser monstruosa por su conducta. Hay un ethos de lo monstruoso basado en el terror, en el miedo más profundo: el cíclope Polifemo no solo es un monstruo por su único ojo, por su tamaño y fuerza descomunales y por su hedor insoportable, sino también porque engulló a los compañeros de Odiseo. Los comió en vez de ofrecerles comida y los demás deberes de la hospitalidad consagrada por los dioses. Caribdis y Escila, las criaturas marinas que atacan a la expedición de Odiseo, no solo son monstruosas por ser unos dragones marinos con grandes colmillos y torso de mujer, sino también porque devoran a los navegantes que se atreven a cruzar por el estrecho de Mesina. La comparación que hace Platón del tirano como un lobo sediento de sangre no es gratuita. Alude sin duda a un ethos monstruoso, marcado por una conducta terrible y repugnante. La que hace Aristóteles, que lo compara con un bebé recién nacido o un loco, sitúa su comportamiento en los límites de la razón.

Últimamente se ha publicado una serie de investigaciones neurológicas que dan cuenta de los efectos que causa en el cerebro humano el ejercicio del poder, llegando mucho más allá de donde habían ido los hijos de Sócrates. Al parecer, el poder produce un efecto placentero semejante al que producen otros estímulos agradables como el sexo o la gula, o en algunos, los juegos de azar. El problema es cuando el gusto por el poder se extralimita, convirtiéndose en vicio, en adicción y por tanto en enfermedad, en patología. Una patología asesina que conjuga al extremo lo monstruoso, lo terrible y lo repugnante. Una enfermedad que se nutre de la desgracia de pueblos enteros.


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