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Corría el turbulento año 396, tal vez uno de los más terribles que haya conocido la vieja Atenas. Los visigodos de Alarico se habían apoderado de la ciudad con el propósito firme de acabar de una vez por todas con los restos del paganismo que todavía la plagaban. Hacía años que Atenas era oficialmente cristiana, pero ya podemos imaginarnos lo difícil que debe ser echar a los viejos dioses de su propia casa. En realidad, desde la conquista de Sila en el año 86 a.C., la ciudad había unido su destino al de Roma, por lo que a partir del célebre decreto de Teodosio del año 380, el cristianismo había pasado a ser religión oficial también en Atenas junto con el resto del Imperio.
Claro que el prestigio cultural del que gozaba la ciudad era demasiado grande, y los emperadores romanos siempre quisieron concederle una cierta autonomía, cierta libertad para que siguieran floreciendo allí las artes y las ciencias. Todo eso terminó en el 529, cuando Justiniano mandó a clausurar las escuelas de filosofía. Pero mucho antes, la idea de una Atenas pagana refugio de librepensadores repugnaba a los defensores del cristianismo.
No era posible que siguiera existiendo un solo lugar donde todavía se adorara a los ídolos paganos, donde no se venerara solamente al verdadero Dios, donde todavía los infieles se atrevieran a cuestionar la indiscutible verdad de su palabra. Por eso, cuando los bárbaros de Alarico franquearon las viejas murallas tuvieron muy claro lo que tenían que hacer.
El Cardenal Giuseppe Orsi, que a finales del siglo xviii escribió una Historia Eclesiástica, relata una curiosa leyenda tomada de Zósimo, el historiador pagano del s. v, quien nos cuenta que, estando Alarico a punto de entrar en Atenas, se le aparecieron Aquiles y Atenea. Ante la terrible visión, Alarico sintió temor y respetó la ciudad. Sin embargo, según el mismo padre Orsi, el rey visigodo no dejó de tomar importantes medidas contra los paganos, pues “suprimió los famosos Misterios Eleusinos que todavía se mantenían en Atenas en honor de Ceres y Proserpina, y todas las demás ceremonias idolátricas, víctimas y sacrificios”.
Sea como fuere, se sabe que los bárbaros entraron a saco y destruyeron todo vestigio de la cultura ancestral y religión de los atenienses. Nada se salvó de la ruina y la rapiña, los lujosos templos y sus tesoros, las ricas estatuas y los monumentos, las refinadas escuelas de los filósofos y sus espléndidas bibliotecas, todo el compendio y resultado de siglos de civilización, todo fue pasto de las llamas y objeto de ruina. Dice el Padre Orsi que “muchos filósofos murieron por el tiempo de estos saqueamientos, o destrozados por los bárbaros, o por el dolor de ver arruinados y destruidos todos sus misterios”.
Y claro, los bárbaros se ensañaron con el Partenón, el templo más hermoso. Una a una mutilaron sus preciosas esculturas y mancillaron sus exquisitos frescos. Sin embargo, entre todas aquellas estatuas, pinturas y relieves que mostraban los cuerpos desnudos y pecaminosos de dioses y héroes, hubo una que se salvó de tanta estupidez. En el friso norte del Partenón, justo de donde habían venido los bárbaros, una metopa mostraba a dos mujeres recatadamente vestidas. Una, sentada, ciertamente de mayor edad y dignidad. La otra, más joven, se presenta ante ella con reverencia, como para comunicarle algo muy importante. Los bárbaros pensaron que se trataba de la anunciación del ángel Gabriel a María, sintieron temor y no tocaron la imagen.
La imagen de la “Anunciación”, tal y como se encuentra representada en la Metopa 32, quedó para la historia del arte como el modelo icónico del singular momento contado por Lucas cuando el ángel Gabriel se presenta a María y le anuncia que será la madre de Dios. Así la pintaron los grandes, de Fra Angelico a Leonardo, de Van Eyck a Boticelli. Hoy, sin embargo, sabemos que en realidad el mármol representa a la diosa Hera, la esposa de Zeus, sentada frente a su hija Hebe, la diosa de la juventud. Es la última noche de la guerra de Troya y ambas discuten a quién darán la victoria.
En noviembre de 2011, la “Metopa de la Anunciación” fue cuidadosamente retirada del Partenón para ser sometida a un minucioso proceso de conservación. Meses más tarde, el 25 de marzo de 2012, Fiesta de la Anunciación y Día Nacional de Grecia, el mármol fue finalmente ubicado en el lugar donde hoy se expone, en el tercer piso del Museo de la Acrópolis, junto a los restos de las otras 91 metopas que formaban el friso original. Al contemplarlo, muchos se felicitan de que una estúpida confusión haya salvado para nosotros esta obra maestra del arte antiguo. Otros, más bien, no podemos dejar de deplorar toda la muerte y la destrucción que han causado el fanatismo y la ignorancia.
Mariano Nava Contreras
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