Perspectivas

José Gregorio Hernández Cisneros, el último tomista

05/05/2020

El profesor y doctor José Gregorio Hernández Cisneros ha sido estudiado profusamente en sus facetas tanto de hombre de ciencia como de fe. De la primera se han ocupado reconocidos historiadores de la medicina venezolana -cito aquí a uno de ellos, el doctor Ambrosio Perera- quienes refiriéndose a los aportes de Hernández Cisneros en el campo de la bacteriología han destacado sus méritos como fundador de la primera cátedra universitaria en la materia en América del Sur. La segunda de tales facetas nos es mucho más familiar a todos los católicos venezolanos, quienes aguardamos con devoción el definitivo ascenso a los altares del médico trujillano posiblemente muy pronto.

Tengo fuertes reticencias frente a la manera de historiar la medicina que hemos cultivado en Venezuela. Con cada efeméride -característicamente la del 10 de marzo, natalicio de Vargas- los estudiosos del campo sobreabundan en detalladas crónicas llenas de anécdotas y datos curiosos sobre el personaje a biografiar que con frecuencia carecen de interés en términos historiográficos. Hace poco, en sesión de la Sociedad Venezolana de Historia de la Medicina, mi querido profesor, el doctor José Francisco, pediatra y numerario de la Academia (sillón XIII), llamaba nuestra atención al respecto: solemos correr al llamado del hecho menor, de la curiosidad y de la nota costumbrista, pero no siempre reparamos en la dimensión del biografiado o del hecho en tanto que causa y consecuencia de su propio tiempo. Como modesto historiador de la medicina que presumo ser, me intereso en el pasado porque identifico en el presente problemas concretos a los que urge dar respuesta. De manera que no será de tópicos de cronista de los que me habré de ocupar en estas líneas.

Como tampoco lo será -y lo digo no sin cierto pesar dada mi condición de católico practicante- el estudio de la figura de José Gregorio Hernández Cisneros como hombre de fe, pues no soy hagiografista. En ese campo disponemos de notables contribuciones como la muy importante obra publicada hace algunos años por el profesor y doctor Miguel Yáber Pérez, estimado exdecano de nuestra Facultad de Medicina. Mi interés está centrado en la faceta de Hernández Cisneros como pensador de la medicina y como hombre de su particular tiempo. De tales cuestiones habré de ocuparme aquí.

José Gregorio Hernández Cisneros deja Venezuela en 1889 para proseguir estudios en París de la mano, entre otros, de Charles Richet, quien será Nóbel de Medicina en 1913 por sus trabajos sobre la anafilaxia. Éste no es un dato menor, pues aquel médico venezolano, nacido en una familia de montañeses trujillanos conservadores profundamente católicos, llega para encontrarse nada menos que con un París viviendo en pleno esplendor de la Bélle Epoque. La medicina francesa gozaba entonces del mayor de los prestigios al conjuro de aquellos genios de la clínica cuyos epónimos aún utilizamos -Bichat, Bernard, Magendie, los tres más grandes de aquel tiempo-. Apagado el horror de la guerra franco-prusiana y dejado atrás el tiempo de las grandes revoluciones, Francia estaba agotada de épicas y sólo quería saber de lo que fuera grato y bello. La percepción básica que muchos tenemos hoy  tanto de Francia como de lo francés -el cancan, los petites bistrots, la chanson française, los carteles de Toulouse-Lautrec, la gran novela burguesa, por ejemplo- en no poca medida se explica por referencias que nos llegan desde aquel tiempo. Aquella Francia magnífica quiso a fines del diecinueve, con ocasión de la Exposición Universal, levantar la Torre Eiffel en París, que era para entonces, probablemente, la ciudad más rica del mundo. Francia se constituyó en el faro de luz al que una paupérrima Iberoamérica y sus jóvenes repúblicas surgidas tras 20 años de guerra emancipadora volteaban a ver. Aquí en Caracas abundan testimonios físicos de ese tiempo; en el campo médico, por ejemplo, el querido Hospital Vargas. 

Aquella Francia debía tan extraordinario desarrollo a la conjunción de dos factores. Por una parte, a la acumulación de capital por la vía del aumento del producto colonial bruto durante el Segundo Imperio, tiempo en el que Napoleón III metió a los franceses en aventuras imperiales hasta en México. Por otra parte, se explica por la impresionante explosión que en materia de conocimiento y de tecnología estaba ocurriendo en Francia bajo el amparo de la nueva filosofía de Augusto Comte: la filosofía positiva o positivismo.

La filosofía de Comte parte de lo “positivo”, que etimológicamente se traduce en “lo que está puesto” o dado. El positivismo no atiende a dogmas ni a tesis carentes de validez experimental. El racionalismo cartesiano -no casualmente también francés- subía a un escalón superior ahora que a la ratio se le unía la evidencia empírica. En medicina ello marcó el abandono de las tesis vitalistas a las que, por cierto, José María Vargas adhería. Para la medicina positivista, nada ocurría en el organismo humano que no pudiera ser reproducido en un laboratorio. El gran Claude Bernard acuña entonces el término de Medicina Experimental, el mismo con el que nosotros nombramos a uno de los más importantes institutos de nuestra querida facultad. Todos los campos del conocimiento médico asistían a un poderoso impulso generador de grandes innovaciones prácticas. La bacteriología -disciplina por excelencia de Hernández Cisneros- desbancó a las tesis miasmáticas; la anatomía de Testut y La Tarjet replanteó toda la cirugía practicada hasta entonces y la fisiología de Bernard contribuyó a liquidar los restos del antiquísimo discurso clínico galénico que todavía pervivía en nuestras aulas universitarias. Era definitivo: en la batalla de las ideas, el positivismo había triunfado. Y como es sabido, en medicina, lo mismo que en tantas otras cosas de la vida, la opinión se anota siempre al ganador.

La nota en la Venezuela médica no podía ser otra: aquí todo el mundo se convirtió al positivismo. O al menos lo aparentó. Sostengo que el primer positivista venezolano no fue Adolfo Ernst sino el doctor Rafael Villavicencio, médico y profesor de la Universidad Central. El positivismo, basado en la evidencia experimental, no podía aceptar la existencia de esa entidad sobrenatural a la que nosotros los creyentes llamamos Dios. ¿Cómo habría de lidiar con eso el joven médico católico y célibe oriundo de Isnotú que un día expresó su intención de tomar los hábitos de la Cartuja? 

No debió haber sido fácil para Hernández Cisneros. Se dice que en París oía misa diaria en la iglesia del Sagrado Corazón y que se le veía huyendo de los avances de cuanta Charlotte de vestido con polisson y clivage pronunciado le abordara en los cafés de Saint Germain-des-Prés. El París de la Bélle Epoque era la expresión palmaria de una sociedad totalmente laicista. Este aspecto es clave para entender el pensamiento del Hernández Cisneros necesariamente opuesto al imago de un mundo próspero y bello como aquél que había decidido prescindir de la idea de Dios.

Y de allí mi interés en el drama humano de un Hernández Cisneros andino y católico, pasado por las aulas de la Universidad de París y aprobado con sobresaliente en los cursos dictados por los grandes genios de la medicina positivista, que jamás consintió en denostar de la idea de Dios como sí lo hizo, por ejemplo, Luis Razetti, quien siempre le adversó. Hernández Cisneros corre a refugiarse en las ruinas del magnífico edificio conceptual que 600 años antes había levantado el gran Tomás de Aquino, nuestro Santo Tomás, con la Summa Theologicae. Imagina uno lo risible que para las élites positivistas médicas caraqueñas de entonces todo aquello resultaba. El doctor Yáber Pérez describe la petulancia de académicos como Razetti al destacar que:

“Ciertas cátedras, especialmente de medicina, se habían tornado en púlpitos arrogantes de doctrinas sectarias; profesores hubo que se hicieron demagogos y sofistas agresivos en daño a la conciencia de los estudiantes”. 

Occidente y sus dominios marginales -Iberoamérica y Venezuela entre ellos- sacaron a santos y crucifijos de los altares y pusieron sobre ellos a un nuevo dios llamado progreso. Nueva fe basada en la convicción infantil de que el mañana sería necesariamente mejor que el hoy; un mañana al que arribaríamos en alas de la ciencia y de su hija directa, la tecnología. Hernández Cisneros, hombre formado en esas mismas disciplinas pero sobre todo hombre de fe profunda, desconfía de toda aquella lentejuela laicista. Es como si, para Hernández Cisneros, en todo aquello hubiese algo que no “cuadraba”.

Ciertamente era mucho lo que no “cuadraba” en aquel mundo encandilado por las luces de Francia. Porque si bien era cierto que se asistía a una producción de bienes a niveles que jamás antes se habían conocido, no menos cierto era que a tan espléndido festín no todos estaban invitados. La distribución del capital, factor clave en tan poderoso fenómeno, estaba lejos de ser ecuánime en la Francia de fines del XIX. El abandono del patrón oro sobre el que se fundaron las grandes monedas de Europa y la aparición del dinero fiduciario hicieron del crédito público un espléndido negocio concentrado en muy pocas manos y de la monetización de la deuda pública por los gobiernos un perverso mecanismo de redistribución de la riqueza que hacía más ricos a los que ya lo eran y castigaba con inflación y más pobreza a los que ya estaban atrapados en ella. El dato que ofrece el economista y académico francés Thomas Piketty es sobrecogedor: en la Francia de la Bélle Epoque, ¡la inequidad social era aún más atroz que en tiempos del Ancienne Régime! La novela burguesa francesa abunda en personajes emblemáticos de ese entonces: Raphaël de Valentin, el  arruinado rentier del relato de Balzac en “La piel de zapa” que planea suicidarse arrojándose al Sena tras derrochar en la mesa de juego el último dinero del que disponía. Nunca en su vida trabajó y no tuvo que hacerlo, pues su desaforada vida de farras y vicios se financiaba por la vía de mecanismos de especulación financiera que hacían innecesario esforzarse en nada como no fuera perseguir cinturas, jugar a los dados y ver correr a raudales las más finas champañas. El relato de Émile Zola en “Naná” nos trae a un patético conde Muffat de Benville, quien de nada tenía que ocuparse como no fuera de merodear por los camerinos de teatros de beaudeville procurando los favores de bellas actrices de segunda que, más que de aplausos, andaban en busca de un avejentado amante que las mantuviera. No muy distinta debió ser la cosa en la Inglaterra victoriana. Al ocioso Dorian Gray del relato de Oscar Wilde se le unen personajes como Lord Henry, un perfecto bueno para nada para quien la labor diaria no era otra que la preparación del atuendo para la función teatral de esa noche en el Bristol, no sin antes haber degustado el té servido por su servil mayordomo Víctor.

Gentes sin oficio ni talento que debían sus altos niveles de vida y consumo al hecho de ser tenedores de bonos del estado como los consols, emitidos por el Banco de Inglaterra para financiar al gobierno de Su Majestad Británica. Lo mismo en el continente que en las islas británicas, las consecuencias sociales de aquel lucrativo arreglo de política económica que puso por sobre la remuneración del trabajo a la del capital quedaron retratadas en la literatura de este tiempo. Lo plasmó Víctor Hugo en el drama de Eponina, la niña de las barricadas de “Los Miserables” como también Charles Dickens en el de los niños carteristas de “Oliver Twist”. De los nuestros, será Fermín Toro quien tome nota de ello desde Manchester y lo recoja en su novela “Los mártires” de 1842.

Algo en aquella atmósfera social y ética no le “cuadraba” -y con razón- a Hernández Cisneros, quien quizás por ello corrió a guarecerse bajo el ala del pensamiento del Aquinatense. Leyendo sus Elementos de Filosofía de 1912, evoca uno aquello que escribe Saulo de Tarso, nuestro san Pablo, en su carta a los Romanos: “Él -Dios- es el origen, la guía y la meta del Universo” (Rm, 11: 29-36). La Iglesia católica de entonces también alzaría su voz ante aquellos dramas, con León XIII y la encíclica Rerum Novarum de 1891: “Mira bien lo que haces, Europa”, pareció advertir la cátedra de Roma, sin que por ello nadie atendiera a su llamado. Las consecuencias, como años después vimos, fueron terribles. Hernández Cisneros vivió para testimoniar los valores de la cristiandad en medio de un mundo que creyó genuinamente haber materializado el mito prometeico; de una Europa que, autocomplacida en sus grandes logros, olvidó ver hacia los lados percatándose de su error sólo cuando a la cabeza de sus proletarios y sus paupérrimos veinte años más tarde, viera aparecer a un oscuro cabo austríaco y a un soldado italiano veterano de las guerras de Abisinia: a Adolf Hitler y a Benito Mussolini.

¿Tiene algo que decirnos este inmenso pensador, hombre de fe y médico venezolano a sus colegas de hoy? Sostengo que sí. Porque vivimos tiempos de una llamada “cuarta revolución industrial” cuyos teóricos médicos nos dicen todos los días que acercarnos a escuchar a un paciente es una pérdida de tiempo y que la reflexión clínica a la cabecera del enfermo es un esfuerzo inútil comparado con la potencia de los algoritmos provistos por la inteligencia artificial. El nuevo positivismo médico, reexpresado en la corriente de la llamada Medicina Basada en Evidencia, hace aparecer como expresiones ridículas la atención a la singularidad del ser humano enfermo, pretendiendo reducir la Medicina a una especie de ingeniería del cuerpo fundada en las tesis de Alphonse Quetelet y “el hombre promedio”. ¿Es así realmente para nosotros? ¿Nos abstendremos de poner la mano sobre la frente de nuestro paciente moribundo en un ejercicio de elemental piedad médica sólo porque no haya “nivel de evidencia I-A” que lo fundamente? Esta época digital, estos “tiempos líquidos”, como los llamó acertadamente Zygmunt Bauman, son también tiempos en los que, como en la Francia de la Bélle Epoque, parece ya no haber espacio para Dios. Razón tiene el pensador francés contemporáneo Gilles Lipovetski cuando en su obra “La era del vacío” de 1993 afirma que:

“el individuo, encerrado en su ghetto de mensajes, afronta desde ahora su condición mortal sin ningún apoyo trascendente, ya sea político, moral o religioso”. 

¡Qué provechoso nos resultaría en estos tiempos sacar al último tomista venezolano, a José Gregorio Hernández Cisneros, de la estampita que llevamos en el carro o en la cartera para traerlo a nuestra propia reflexión actual como gentes de este país y, en nuestro particular caso, como médicos! Puede que entonces descubramos la potencia de pensamiento de aquel colega andino educado en París que con facha algo estrafalaria andaba por la Caracas de hace un siglo asistiendo a enfermos pobres hasta el día aciago en el que, tras un absurdo accidente, marchara en pos de la eternidad llevado a hombros por un pueblo que -como reza el verso de nuestro entrañable Andrés Eloy Blanco- hace muchos años que ya lo hizo santo.

 


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