Entrevista

Jacqueline Goldberg o el temblor del sentido

11/08/2023

Jacqueline Goldberg retratada por Yusho Takiguchi. Iowa, 2018

Autora de más de treinta libros en varios registros literarios, Jacqueline Goldberg (Maracaibo, 1966) es doctora en ciencias sociales y licenciada en letras. Su poesía ha sido antologada en varios países. En 2018 participó como escritora residente en el Programa Internacional de Escritura de la Universidad de Iowa. Ha recibido importantes reconocimientos, entre los que destacan el Premio Fundación Cuatro Gatos (2020), el Premio Los Mejores Libros del Banco del Libro (1992 y 2020), el Premio Anual Transgenérico de la Fundación para la Cultura Urbana (2012), el Premio de Poesía de la Bienal Mariano Picón Salas (2001), el Premio Nacional de Literatura Infantil Miguel Vicente Pata Caliente (1993). Es cofundadora y gerente editorial de Fundación La Poeteca.

¿Cuándo dices: Este poema está listo, debo dejarlo ir?

Solo me atrevo a decirlo ‒y no sin cierto malestar‒ cuando el poema es irremediablemente público. Y sin embargo, cuando he tenido la oportunidad de conformar antologías, reunir mi trabajo o enviar textos a portales, sigo lustrando. He corregido poemas escritos hace varias décadas. Soy obsesiva con el lenguaje. Me molesta el exceso de artículos, pronombres y conjunciones. Mientras yo viva, el poema seguirá siendo un organismo vivo y por tanto permeable, corregible y desaparecible.

Wallace Stevens decía: «Ningún poema es personal». ¿Qué dice Jacqueline Goldberg?

Todo poema es personalísimo. Todo poema es autobiográfico. A la vez todo poema es ficción. ¿Autoficción? Leer poesía es admitir ese pacto: sabemos que el autor habla de sí mismo, aunque lo encubra, aunque la materia de su decir luzca ajena, lejana, intelectualizada, universal, un zurcido de la otredad. Ese es un hallazgo de la poesía.

¿Qué función tiene lo documental en tus poemas? ¿Un poema es un documento?

Escribí varios libros que arrimé a la sombrilla de la «poesía documental». Hoy me resulta innecesaria la etiqueta, esa posible pista. Toda poesía es a su manera documental, siempre trabaja con documentos; nuestra vida es un vasto documento para el yo poético. Me interesan los datos que aporta la realidad ‒la intimidad y el silencio son realidad, y entonces documento‒ y no pocas veces necesitamos investigar esos datos para hacerlos concretos y creíbles. Por ejemplo, si necesito nombrar huesos del cuerpo humano suelo buscar información en la web o en los libros de medicina de mi madre. Si investigo, encuentro y llevo datos al poema, ese ejercicio es de documentación. Y me gusta revelarlo, me interesa lo procesual en la poesía, las costuras visibles. La poesía es documental siempre y desde siempre. Mirar es emprender una documentación.

¿Es necesaria alguna palabra innecesaria en el poema para que sea cercano a la realidad?

No hay palabras necesarias. Anhelo una poesía que se vaya diluyendo, un libro de palabras sueltas, borrosas, borradas. Esa utopía me conduce a vocablos siempre innecesarios y que desde su puntual inutilidad nos revelan y nombran: ¿perdón?, ¿amor?, ¿silencio? Ninguna palabra sobrepasa el asombro, pero todas, a la larga, tendrán su destino.

Eso te llevaría a dejar de escribir…

Ojalá.

¿Con cuáles poemas de la tradición poética venezolana conversan tus poemas?

He tenido intensos diálogos, en distintas épocas, con poetas y poemas venezolanos. No puedo nombrar textos específicos, me cuesta hacer listas de nombres. Lo intento: al principio (desde mis diecisiete años, cuando la poesía se volvió un oficio consciente) con Rafael Cadenas (acababa de publicarse Amante en 1983); con Yolanda Pantin, Hanni Ossot. También en ese momento con poetas de la tradición zuliana: con mis profesores de letras Víctor Fuenmayor, Hesnor Rivera y César David Rincón; con María Calcaño y, a través del Grupo Apocalipsis, con Miyó Vestrini. Poco después aparecieron en mis lecturas Ida Gramcko, Juan Sánchez Peláez, Luz Machado, Enriqueta Arvelo Larriva, Vicente Gerbasi, Antonia Palacios. Podría más bien decir que entre 1984 y los noventa fueron esenciales los catálogos de Monte Ávila Editores, Pequeña Venecia y Fundarte. Y digo “catálogos” porque de ellos bebí: eran tiempos de atesorar muchos libros.

¿Con cuáles de otros países?

En un principio Paul Celan y Marguerite Duras ‒aunque narradora, la leo como poeta‒. Más tarde ‒sin orden‒ Edmond Jabès, Luis Cernuda, Anne Carson, Rosario Castellanos, Antonio Machado, Charles Simic, Ted Hughes, Sharon Olds, Alejandra Pizarnik, W. H. Auden, Czesław Miłosz, Samuel Beckett, Adam Zagajewski, Chantal Maillard. Hay más. Odio hacer listines.

Específicamente, ¿con cuáles de la tradición poética hebrea?

Prefiero pensar en una tradición poética judaica: Edmond Jabès, Yehuda Amijai y Paul Celan ‒de nuevo y siempre‒. Agreguemos a Susan Sontag, Clarice Lispector, Margo Glantz y Elisa Lerner, aunque narradoras, las leí buscando lenguaje y arraigo judío. Y entran también aquí Nelly Sachs, José Kozer, Joseph Brodsky, Gertrud Kolmar, Else Lasker-Schüler. Lo dije: detesto hacer listines, aunque nada me gusta más que leer los que hacen otros.

¿Son necesarios el dolor, la ruina, la pérdida, el miedo… para poder construir un poema?

Necesarios, jamás. Se trata de abismos involuntarios, catástrofes de la emoción a las que se acude aún a expensas de la salud y solidez del mobiliario lingüístico del poema. Ojalá no fuesen temas recurrentes, ojalá no tuviésemos que padecerlos y pudiéramos escribir solo desde la alegría, el desapego o la plenitud. La oscuridad hace daño a la escritura y al escritor. Pero es desde esas grietas y lamentaciones que el lenguaje intenta desbrozar lo más humano.

Para ti, ¿qué es un poema? ¿O cuándo dices: Esto no es un poema?

El poema es lo que queda después de vislumbrar, nombrar, borrar y recuperar el silencio. Es una huella, un saldo, acaso detritus. Hay poema cuando intuyo concepto, imagen, musicalidad, lenguaje, silencio y sentido. Hay poema cuando me atrevo a creer que hay poema. Saberlo, jamás lo sé.

Si alguien te pidiera uno de tus poemas para explicar el canto de un pájaro, ¿cuál le darías?

En mi antología personal Al otro lado del clima (Santiago de Chile, LP5 Editora, 2022) solo encuentro cinco pájaros. Ninguno canta. He estado poco atenta a pájaros que no sean los que sobrevuelan mis ventanas en la mañana y en la tarde, esos que hacen un poco más amable Caracas. Hay en mis poemas, eso sí, aves rapaces. En este poema, lo más cercano a un pájaro benévolo:

una mujer en el climaterio

‒una mujer como yo en su climaterio‒

nunca sabe

nunca sube

no se vuelve pájaro

no cría larvas

Escribe

Si me obligasen a mostrar pájaros cercanos a la poesía enviaría una página web que contiene un registro de cantos de aves de todo el mundo. Sería un poema documental, para escuchar la realidad de los pájaros. La poesía imita al pájaro. Quizás, el corazón canta en sus taquicardias y sea un pájaro perdido.

¿Es fuente de consuelo la poesía?

La poesía es inservible. Es consuelo ‒«alivio de la pena», como hermosamente dice el diccionario‒, si acaso, en el preciso instante de la escritura o lectura, cuando su relámpago, primero ilumina y deslumbra, luego enceguece y cauteriza la herida. «El poema no nos enseña nada que no sepamos ya. El poema solo des-cubre», escribió Chantal Maillard.

¿Cuál es la relación entre el tema y el ritmo de tus poemas? ¿Cómo y cuándo hallas el ritmo o los ritmos de ese diálogo entre memoria y realidad?

He comenzado a reflexionar sobre el ritmo muy tardíamente. Siempre fue intuición y cada poema dictaba una secreta cadencia. Intento que ese ritmo se trasvase también a mis textos en prosa e incluso al periodismo. Ahora creo más en las repeticiones, la musicalidad, las alternancias, los vocablos fracturados, y admito ciertas rimas. Me importan las letanías, los cánticos religiosos que enseñan al poema a respirar, a sostenerse desde una suerte de crisis del lenguaje. Y me ocurre algo que estoy cuidando mucho: escribo para niños y en los libros infantiles el ritmo es más lúdico, con licencias que no permito a mi poesía. Y veo que no puedo pasar inmediatamente de un libro infantil a uno no infantil porque arrastró una musicalidad que aún me cuestiona y disgusta. Es como si se me quedara pegada una canción. Imagino que más adelante todo esto se unificará. O no. Me interesa una poesía para niños que no solo sea para niños. El lenguaje es uno solo.

¿Cómo se trasvasa el ritmo de la poesía a los textos periodísticos?

Quizás deba corregir y hablar de migración. Me seduce aplicar procedimientos poéticos a todos mis textos, incluso lo hago sin pretensiones en ciertos correos electrónicos. La poesía es una obsesión y es el aliento natural de toda escritura. No hay prosa sin poesía. Tuve la fortuna de formarme en la temible y gran escuela de Ben Amí Fihman, en las revistas Exceso y Cocina y vino. Allí el lenguaje debía provenir más de la literatura que de la sequía que entonces se exigía al periodismo criollo. Así que desde entonces entreví la delicia de frases cortas, texturas escriturales con más puntos y seguido que comas, adjetivos voluptuosos, párrafos de una línea. Todo eso para generar un lenguaje que informe y suene, que narre y poetice, que no se rehúse a la belleza. En este sentido, es una aspiración esto que dice en una entrevista Henri Meschonnic: «No escribo en verso. Uso la línea. Que no es lo mismo. Para hacer que coincidan dicción y tipografía, o más bien, oralidad y visualidad del ritmo».

En tu obra la memoria es la sinagoga donde se congregan a orar el drama y la tragedia. Te leemos y nos invade una desolación milenaria, la desolación inicial del mundo. Algo antiguo nos hiere, nos marca las palabras. Sentimos ganas de huir de algún lugar, de algún cuerpo. ¿Por qué la privación del alivio, de la seguridad ante ese muro de plegarias que hace rato constituye tu poesía?

Esa es solo una de mis memorias: la de la herencia judía, el Holocausto y la supervivencia. La desolación viene de allí, pero también de la vida que yo misma voy forjando, que emprende memoria y en ella el cuerpo, la soledad, la discapacidad, la decepción, el país ruinoso y lacerante. El alivio está en la acción de escribir, no en su consecuencia. El alivio, si acaso, es para mí, no creo que para el lector. Eso suena un poco desalmado, pero no sabría hacer más. Como lectora, por mi parte, tampoco espero que me proporcionen un alivio express; si lo hallo, parte de mi interpretación, una subjetividad que anhela espejos.

También nos topamos, diría Paul Muldoon, con una conciencia que sabe y siente, a lo Edith Stein, que no todo lo real es verdadero. Un cuerpo que busca desesperadamente el alivio ancestral de lo verdadero: la canción del espíritu. Háblanos de ese viaje del amor quieto.

No hay alivio. No hay canto que redima, sane o propicie olvido. Tampoco quietud, descanso o verdad, no una verdad para todos y todo tiempo. Para eso están los libros de autoayuda y los poemarios que intentan ser poemarios y a la vez libros de autoayuda. El llamado «porno inspiracional». El espíritu es libre de doler, cantar o traicionarse en su búsqueda de serenidad. La poesía es el lugar de la melancolía sin bridas, la quietud que se contorsiona, el sosiego vulnerado, la siesta del desconsuelo.

No sabemos cuáles son, pero te celebramos los motivos ocultos o secretos del poema, que te llevan a acatar los mandatos sagrados del lenguaje. No los conocemos, pero nos obligas a intuirlos. Hay algo de Cábala, algo de la eternidad de la Torá que a todos nos alcanza. De Adam Sagajewski: «El poeta es un eterno aprendiz de la mística». ¿Estás de acuerdo? ¿Qué opinas al respecto?

Puede ser, pero esas voces vienen del inconsciente colectivo, resultado más bien de lecturas de autores que sí han sido arqueólogos de la Cábala, la Torá y otros interesantes textos de la tradición judaica: Edmond Jàbes, Paul Celan, otros. Todo poema aspira a la mística, que nada tiene que ver con religión, sabemos. Los poetas, sus días, están casi siempre muy lejos de eso.

Un dogma del lugar común: quien escribe debe pensar en sus lectores. Tu obra poética es un desacato a dicho dogma. ¿Por qué? ¿Para quién escribes? ¿Por qué escribes?

¿Para quién es esta entrevista? ¿A quién le interesa por qué escribo? ¿Para qué hablar de lo que está bajo las raíces de la poesía si es tan mía? Hay mil preguntas para nadie. Mil respuestas para nadie. Nunca me pregunto para qué escribo y menos aún por mis lectores, si lo hiciera me extraviaría y probablemente terminaría por comprender que ninguna escritura tiene sentido ni destino. Y no sé ni siquiera si tengo lectores: creo que no me leen ni siquiera amigos a los que obsequio mis libros. Lo digo con humildad, la voracidad de estos tiempos aleja cada vez más cualquier tipo de feedback y encuentro. No quiero ser arrogante y decir que escribo para mí misma. No se trata de eso. Claro que siempre tenemos un lector en mente, pero es una mezcla monstruosa de muchas personas reales e imaginarias. Es un lector perfecto y por ello inclemente. Los libros infantiles son otra cosa y es obvio que su lector será sobre todo un niño: en ellos es obligante una inmensa conciencia. Pero tampoco me preocupa porque en los libros para niños interviene un editor y eso es muy liberador, pues acompañan, abrazan y miran más allá, sugieren una traducción, una adecuación, un llamado de atención.

Jacqueline, tarde o temprano moriremos. ¿Cuál poema desearías que siempre estuviera presente para recordarte?

Seguramente buscaría un poema ajeno para ese recuerdo. Y si se tratase de un poema mío, creo no haberlo escrito aún y no sé si tendré ya tiempo para ello. En todo caso, no me interesa acopiar epitafios. La eternidad debe ser comarca de otros, no es mi deber cuidarla.

Jacqueline, gracias por acercarnos a la intimidad y al lenguaje de tu temblor; gracias por ayudar a saciar nuestra serena y silenciosa hambre de asombros; gracias por desnudarnos en tus poemas.


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