Perspectivas

Historia natural del populismo

12/10/2019

Pericles. Busto del siglo II d.C. Museo Británico, Londres

De todos los antiguos políticos griegos, Pericles fue el más carismático, y por tanto el que más pasiones despertó, el que las más extremas opiniones suscitó, tanto a favor como en contra. Como buen político “mediático” –lo que se podía ser para la época– era un excelente orador. Diodoro Sículo, en su Biblioteca histórica, dice que “excedía con mucho al resto de sus conciudadanos en el manejo de la oratoria”, y Tucídides, que lo admiraba enormemente, transcribe en su Historia de la guerra del Peloponeso tres de sus discursos (aunque actualmente los historiadores no se ponen de acuerdo en la fidelidad de estas transcripciones) que nos dan una idea del poder de su verbo. Quintiliano, por su parte, cuenta que preparaba muy cuidadosamente cada discurso, y que se encomendaba a los dioses antes de subir al estrado para que lo ayudaran a no meter la pata.

Como quiera que hubiera despertado la admiración o el rechazo de sus contemporáneos y de los que vinieron después, es verdad que su nombre está asociado a toda una época de Atenas, precisamente la de su mayor apogeo. Tucídides dice muy agudamente que, aunque Atenas era una democracia, en realidad estaba gobernada por su “primer ciudadano”, y Jenofonte pone al Sócrates de su Banquete a decir que “se ganó la fama de ser el mejor consejero de la patria”. Sin embargo, no todos se expresaron con la misma admiración y, como de todo hombre público, también de Pericles se dijeron muchas cosas feas. Plutarco, quien escribió una célebre biografía, cuenta que era un poco cabezón, razón por la que siempre lo vamos a ver en las estatuas con un gran casco militar que le ayudaba a disimular la cabezota, y razón también por la que los poetas satíricos de Atenas lo llamaban “cabeza de pepino”. Otros le decían irónicamente “el Olímpico” y “el que amontona las nubes”, parodiando los epítetos con que se nombraba a Zeus. La historiadora Claude Mossé nos recuerda que Aristófanes se cansó de burlarse en sus comedias de su relación con la filósofa Aspasia de Mileto, su concubina, quien, chismeaba el cómico, era la que le escribía los discursos, lo cual era falso porque Pericles nunca leyó un discurso, todos los improvisaba. Sin embargo, es Platón quien se expresa de Pericles con mayor dureza. En el Gorgias dice que el político “había hecho a los atenienses perezosos y cobardes, charlatanes y codiciosos”.

Pero ¿qué cosa tan grave pudo haber hecho Pericles para que Platón lo acusara de tal manera? Según el filósofo, Pericles había sido “el primero en pronunciarse a favor del pago de las magistraturas”. Esto merece una explicación. En los comienzos de la democracia, los cargos públicos eran gratuitos. Ningún ciudadano consideraba que debía cobrar por prestar sus servicios a la ciudad pues, antes bien, esto era tenido por un alto honor. Fue Pericles el primero que propuso que se pagara un sueldo a los magistrados, lo que provocó el rechazo de Platón y de otros ciudadanos tradicionales. Pero esto no fue lo único. Plutarco nos recuerda que Pericles tomó una serie de medidas populistas para asegurarse el apoyo de los ciudadanos, según cuenta Aristóteles en su Constitución de los atenienses, por consejo de un oscuro asesor llamado Damónides de Oa. “Recurrió al repartimiento de los dineros públicos con dádivas para los teatros y para los juicios, y con otros premios y diversiones corrompió a la muchedumbre”, dice Plutarco. Y en otro lugar: “Muchos han escrito que en su gobierno fue seducido el pueblo por primera vez con repartos de dinero y de regalos, pagándole los espectáculos y dándole jornal, y con estas medidas se acostumbró mal el pueblo y se hizo derrochador e indócil, de tranquilo y trabajador que era”.

En política, todas las medidas tienen un claro fin, que es la lucha por el poder, y las de Pericles no podían ser excepción. En realidad, todos los temores de nuestro político se centraban en la figura de Cimón de Atenas. General y líder del partido aristocrático, Cimón era sumamente rico, pero también generoso y gozaba de un amplio apoyo popular. Cuenta Aristóteles que mantenía de sus expensas a muchos de los más pobres de la ciudad, que vestía a los ancianos y poseía grandes fincas cuyos muros mandó a derribar para que cualquiera pudiera entrar y tomar de las cosechas. Pericles, que no era tan rico como Cimón, no podía competir con su largueza, y no dudó un minuto en echar mano de los dineros públicos a fin de arrebatarle a su rival los cariños del populacho. Para ello hizo trasladar el tesoro federal de la Liga Marítima de la isla de Delos a Atenas, lo que le costó el rechazo de muchos de sus aliados contra Esparta. En el año 461 a.C., de paso, Pericles logró que Cimón fuera condenado al destierro, acusándolo de “filoespartano”, o sea, de ponerse a favor de Esparta en la guerra. En otras palabras, lo acusó de “traición a la patria”.

Ojalá que los casos de corrupción y populismo de hoy fueran tan graves como regalar al pueblo las entradas para el teatro o dejar que la gente se coja las cosechas de una finca. Sin embargo, parece claro que, desde sus orígenes, el populismo está íntimamente asociado a la existencia de un líder carismático que aplica a conveniencia corrupción, demagogia y autoritarismo.


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