Perspectivas

“Hagia Sofía”, de basílica a mezquita

Fotografía de Naval S | Flickr

22/08/2020

En el mismo ombligo se ha pintado el signo de la cruz dentro de un círculo por medio de mosaico diminuto, para que el Salvador del mundo entero pueda por siempre jamás proteger la iglesia.

Pablo El Silenciario, poeta bizantino, s. VI

 

¿Qué responsabilidad tienen los gobiernos cuando administran bienes declarados Patrimonio de la Humanidad? ¿Hasta qué punto un gobierno puede hacer lo que le dé la gana con un bien que es de interés universal? Llevo tiempo haciéndome esas preguntas. Me lo pregunté en 2005 cuando el casco colonial de la ciudad de Coro entró en la “lista negra” de la UNESCO, formada por los sitios que pueden perder el estatus de Patrimonio de la Humanidad. Me lo pregunté en junio pasado cuando la Ciudad Universitaria de Caracas comenzó a caerse a pedazos. Me lo pregunté el año pasado cuando la tala y los incendios acabaron con buena parte de la Amazonía. Me lo pregunto cada vez que leo sobre lo que ocurre en la Guayana venezolana. Y me lo pregunto ahora que la vieja basílica de Santa Sofía acaba de ser convertida en mezquita. Una medida sin duda animada por el nacionalismo y el fanatismo religioso.

La historia de Santa Sofía, la Hagia Sofía de los griegos, puede confundirse fácilmente con la historia de la Iglesia universal, y por tanto con la historia de la humanidad. La primera “Gran iglesia”, la Megáli Ekklesía, fue inaugurada el 15 de febrero del año 360 por el emperador Constancio II y consagrada por el obispo Eudosio de Antioquía. Hacía menos de cincuenta años, exactamente cuarenta y siete, Constantino el Grande había promulgado el Edicto de Milán, por el que se permitía la religión cristiana. Y hacía solamente treinta años que el emperador había fundado la Nova Roma, Constantinopolis, sobre los cimientos de la antigua Byzantion, el viejo enclave erigido en el siglo VII a.C. por unos colonos griegos de Megara en la ribera izquierda del Bósforo, nada menos que el límite entre Asia y Europa. Constantino, avizorando el estratégico valor del lugar, fundó allí Constantinopla y la convirtió en la capital de su imperio. Algunos dicen que fue el mismo Constantino quien mandó a construir la primera Hagia Sofía, una típica basílica paleocristiana con planta en cruz latina, atrio y techo de madera, aunque mucho más grande que cualquier otra de la ciudad.

En el año 404 el entonces obispo, Juan Crisóstomo, eminente teólogo que sería uno de los Cuatro Padres de la Iglesia de Oriente, se querelló con la emperatriz Elia Eudoxia, esposa del emperador Arcadio, y fue condenado al exilio. Esto originó violentos disturbios que resultaron en el incendio y destrucción de la primera Hagia Sofía. Cuatro años después, Teodosio II se convertía en el nuevo emperador y una de sus primeras órdenes era la de reconstruir la iglesia, que fue reinaugurada el 10 de octubre de 415. Un nuevo incendio desatado durante una revuelta popular en el 532 acabó con esta segunda iglesia, por lo que el emperador Justiniano I, apenas un mes después, ordenó construir una tercera totalmente diferente, una basílica mucho más grande y majestuosa.

Procopio de Cesarea, en su tratado Acerca de los edificios (Perì Ktismátôn) describe la construcción de la monumental basílica: se emplearon cerca de diez mil obreros y se hicieron traer desde Éfeso las imponentes columnas del Templo de Ártemis, una de las maravillas del mundo antiguo. Materiales exquisitos se importaron de todos los rincones del imperio: mármol verde de Tesalia, granito de las canteras de Asuán en Egipto, arenisca amarilla de Siria. Pero lo más importante eran sus innovaciones en materia de ingeniería: una inmensa cúpula reforzada por cuatro semicúpulas coronaría el edificio, reemplazando así al tradicional y peligrosamente combustible techo de madera. Es claro que el diseño rompía con la tradición de las primeras basílicas romanas. Cinco años después de iniciada su reconstrucción, en 537, el emperador Justiniano, junto al patriarca Eutiquio, inauguraban pomposamente la nueva basílica, si bien la decoración interior, a base de esmerados frescos y mosaicos bizantinos, continuó por varios años.

Hagia Sofía se convertía así, no en el edificio más grande de Constantinopla, sino del mundo conocido. Su cúpula medía 56,6 metros de altura en el interior y 31,87 de diámetro, un portento para la época. Por casi mil años fue la iglesia más grande del mundo, hasta que en 1506 se culminó la Catedral de Sevilla. Pero Hagia Sofía se convirtió también en la sede del Patriarcado de Constantinopla y en escenario de coronaciones y otras ceremonias imperiales bizantinas. Esto especialmente después de que, en el año 380, Teodosio promulgara el Edicto de Tesalónica Cunctos Populos (“A todos los pueblos”) y el cristianismo se convertía en la religión oficial del Imperio. Estas ceremonias, tal y como todavía se celebraban en el siglo X, están descritas en el tratado De caeremoniis aulae Byzatinae, Sobre las ceremonias de la corte bizantina, escrito por el mismísimo emperador Constantino VII.

Desde luego, a través de los siglos la basílica sufrió daños y reformas. Durante el siglo VI y hasta el VIII, una serie de terremotos dañaron su estructura, especialmente la cúpula. Pero no fueron solamente los eventos naturales los que perjudicaron a Hagia Sofía. Entre los siglos VIII y IX, los emperadores León III el Isaurio y Teófilo, fuertemente influidos por la religiosidad islámica, prohibieron la veneración de las imágenes y ordenaron la iconoclastia, haciendo destruir buena parte de las hermosas figuras bizantinas que adornaban su interior. Más tarde, durante la Cuarta Cruzada en 1202, Constantinopla fue tomada y saqueada, y Hagia Sofía, que había sido cabeza de la iglesia ortodoxa desde el cisma de 1054, fue convertida en catedral católica. Cuenta el historiador bizantino Nicetas Chroniates en El saqueo de Constantinopla, que muchas de las reliquias de la basílica, como la mortaja y una piedra de la tumba de Jesús, o los huesos de varios santos, fueron expoliados y enviados a Occidente.

Pero ningún acontecimiento cambió la suerte de Hagia Sofía de manera tan radical y definitiva como la toma de Constantinopla, el 29 de mayo de 1453. Ese día, después de dos meses de asedio, el sultán Mehmed II forzó las murallas, saqueó y ocupó la ciudad, poniendo fin al imperio bizantino. La iglesia, objeto codiciado de los saqueadores, fue profanada y convertida en mezquita. El 1º de junio de 1453, Mehmed II pudo escuchar la oración del viernes en Ayasofya (como comenzaron a llamarla), que se convirtió en la mezquita imperial de Estambul, el nuevo nombre que dieron los invasores a la hasta entonces Constantinopla. Es verdad que durante los siglos siguientes todos los sultanes hicieron algo para embellecerla, y desde luego, islamizarla, desde Bayaceto II, el sucesor de Mehmed, y Solimán el Magnífico hasta Abdülmecid, quien en 1847 encargó la última gran restauración. Se le añadieron contrafuertes antisísmicos, se levantaron los cuatro minaretes y se incluyeron mausoleos para los sultanes y príncipes otomanos, así como un púlpito de mármol. Se construyeron también una madrasa (escuela coránica), una biblioteca y una fuente para las abluciones, y se sustituyó la cruz por una media luna de oro en lo alto de la cúpula.

Así se encontraba el edificio a comienzos del siglo XX, cuando en octubre de 1923 desapareció el Imperio Otomano y se creó la república de Turquía. Mustafá Kemal Atatürk, su fundador y primer presidente, en un intento por secularizar y modernizar el Estado, y en un gesto simbólico que honraba su inmenso pasado, clausuró la mezquita y convirtió a Ayasofya en un museo. Así se reabrió con grandes fastos en 1935 y así, como museo, fue declarada Patrimonio de la Humanidad en 1985. Así permaneció hasta el 10 de julio pasado, cuando el actual presidente turco, Recep Tayyip Erdogan, firmó un decreto por el que se anulaba su estatus de museo y se autorizaba su reconversión en mezquita. La reacción de Occidente y el mundo cristiano fue inmediata: el Patriarca Cirilo de Moscú declaró que se trataba de “una amenaza para la civilización cristiana”, el papa Francisco dijo que estaba “muy dolido”, la UNESCO “lamentó profundamente” la medida y el gobierno griego la consideró como una violación al estatus de Patrimonio de la Humanidad.

De nada sirvió. Ese mismo día se hizo el llamado a la oración de la tarde desde sus minaretes. Dos semanas después, el 24 de julio, Erdogan, al igual que Mehmed II hace más de quinientos años, escuchó en Hagia Sofía la oración del viernes junto a otros líderes musulmanes, todos de rodillas sobre una inmensa alfombra turquesa que él mismo escogió para la ocasión. Afuera una exultante multitud, compuesta exclusivamente por hombres, seguía el rito por pantallas gigantes. Los íconos cristianos, en especial los que miran hacia La Meca, habían sido cubiertos con cortinas.


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