Perspectivas

El vaso roto

11/09/2018

De las obligatorias lecturas que enfrenté durante el delicioso letargo del bachillerato, el cuento que se ha quedado rondando en mi interior con mayor persistencia es “El diente roto”, de Pedro Emilio Coll. Para los que lograron evadirlo u olvidarlo, aquí lo resumo:

A los doce años, combatiendo Juan Peña con unos granujas, recibió un guijarro sobre un diente que se partió en forma de sierra. A partir de ese día tentaba sin cesar con la punta de la lengua el diente roto. Así fue como, de alborotador y pendenciero, se tornó callado y tan apático que sus padres lo llevaron al médico, quien diagnóstico que el niño era un filósofo precoz, un genio tal vez. Pasaron los años y creció su reputación de hombre juicioso, sabio y profundo. Juan Peña fue diputado, académico, ministro y estaba a punto de ser coronado presidente de la República, cuando la apoplejía lo sorprendió acariciándose su diente roto con la punta de la lengua. Doblaron las campanas, y fue decretado un riguroso duelo nacional sobre la tumba del gran hombre que no había tenido tiempo de pensar.

La razón de que “El diente roto” no dé señales de abandonarme, poco tiene que ver con los actuales gobernantes, quienes se frotan sonrientes la sierra de sus culpas y delitos mientras uno se pregunta: “¿En qué estarán pensando realmente?”. Mis motivos, más que políticos o literarios, son meramente fisiológicos. Tengo una tendencia a que se me partan las muelas sin necesidad de combatir enemigos. En los momentos más placidos, como el simple acto de disfrutar unas costillitas de cordero con salsa de higos y yerbabuena, de pronto, ¡crack!, aparece un nuevo vacío en esos muros de esmalte que suponía inexpugnables. No sé si lo mío es fragilidad o un excesivo apego al dicho: “El mejor aderezo de las carne es el hueso”.

Dentro de un par de horas tengo una cita con el dentista (la palabra odontólogo me aterra). No deja de sorprenderme que para mi lengua exploradora sea un Cañón del Colorado lo que, al palparlo con el dedo o mirarlo en el espejo, es apenas un fosa donde no cabría un zancudo. Para destensarme leo un poco al azar y encuentro una fábula titulada, casualmente, “El vaso roto”. Voy a tratar de resumirla en el poco tiempo que me queda, aprovechando que rozar la sierra me pone, al menos en apariencia, meditativo y filosófico.

El “Vaso roto” es un cuento anónimo y medieval que trata de dos hombres de una aldea. Uno de ellos, que llamaremos “R”, tenía un vaso de buen vino lleno hasta el tope y el otro, que llamaremos “T”, le decía:

—Vamos a compartirlo, mira que son uvas de nuestra viña.

R buscó la solución más simple para zanjar la cuestión. Se bebió el vino y le dijo a T:

—Se ha derramado. Debe ser culpa de algún violento envidioso y cizañero.

A lo que T respondió:

—Ya que está vació, vamos a compartir el vaso que es de un cristal muy valioso proveniente del sílice y el níquel de las minas de la aldea y moldeado en nuestros hornos.

Cuando las peticiones y reclamos de T se hicieron insoportables, R decidió acabar con la discusión y la posibilidad de compartir. Rompió el vaso en cien pedazos y le dijo a su vecino:

—Vinieron las tropas del Emperador y lo destrozaron.

Con este acto, T perdió toda esperanza y dejó de molestar.

Lo que T ignoraba es que desde el principio esa era la intención de R. Sin el vino y sin el vaso podía apoderarse del negocio que más le interesaba: vender los despojos, los fragmentos. Claro que el negocio de producir vino y vasos era una posibilidad interesante, duradera, pero había que llegar a acuerdos y unir voluntades. Más eficaz y rentable era fracturar y vender lo que ya había, agarrarse toda la ganancia y luego marcharse de la aldea.

Esta fábula me recuerda a Venezuela y a quienes han acabado con el contenido y el contenedor de nuestro patrimonio. Ese vino derramado no es solo la sangre de los jóvenes que han muerto enfrentándose a una fuerza desproporcionada, incluye a aquellos cuyas vidas han envenenado con reclusiones vejatorias e indignas que dejan una huella permanente. Y es también la alegría de vivir y la emoción y la fe creadora de millones, tanto los que se van como los que no logran irse y los que no conciben abandonar el país que una vez nos enseñó a darle la bienvenida al mundo y nunca a decirle adiós a nuestros hijos.

El vaso representa las estructuras que nos permiten ponernos de acuerdo, compensar y equilibrar las fuerzas, contener los excesos de soberbia, de abuso, los delirios de grandeza y eternidad. Es tan beneficioso e iluminador sentir que el país te acoge, te contiene con justicia, te protege, te integra, te respeta, te escucha, te da seguridad, te ayuda a compartir, a salvaguardar, a dejarlo mejor de lo que lo encontraste, a darle un destino y un epicentro a tu familia, a ser fisiológicamente un venezolano, pues en él cumples tu funciones vitales, y no pertenecer a tu patria solo de alma, pensamientos y una melancolía tan agotadora como fanfarrona e inútil.

Sobre los despojos y los fragmentos basta con ver una industria petrolera que se carcome y decrece mientras sigue haciendo multimillonarios en una élite, o la extracción de minerales que acaban con nuestra naturaleza más profunda, o la industria de la droga, el negocio más ajustado a la doctrina de los vasos rotos y los despojos.

Este gobierno le ha entregado a la historia de la humanidad no solo un ejemplo de autodestrucción, esgrime también una posibilidad aún más terrible y peligrosa: pretende demostrar que una manera de apoderarse enteramente de un país es hacerlo irrecuperable, despreciable, al punto que la inmensa mayoría opuesta a ese plan macabro diga extenuada: “Ya no hay remedio”, y sea en ese último suspiro donde busquemos la paz.


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