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El 11 de abril de 2002 ya es una fecha tan memorable como el terremoto del 27 de julio de 1967. Quienes recuerdan el terremoto de Caracas ofrecen diferentes versiones de dónde estaban y qué hacían; en cambio, los caraqueños que recuerdan el 11 de abril, estaban, casi todos, marchando.
El día de la marcha me preguntaba: “¿Por qué no puedo quedarme en la casa, escribiendo?”. Pero mi trabajo se limita a la ficción, y la ficción es solitaria, y el espíritu de ese jueves clamaba por lo colectivo.
Mi hija se fue con sus tíos. Yo salí más tarde. Quería caminar en silencio, escuchar, sentir a los demás, formar parte de la gente desde mi soledad, embutido en un sombrero que me llegaba a las narices.
Llegué al Cubo Negro y encontré a muchos amigos, viejos y nuevos. Era como un ejercicio de memoria. “¿Cómo se llamará ese tipo? ¿De dónde lo conozco?”. Y nos saludábamos con mucho cariño, contentos de estar juntos, como dos soldados del mismo pueblo que se encuentran en una trinchera. Pero yo me alegraba cada vez menos; me preocupaba conocer tanta gente. Quería estar solo, rodeado por una realidad aún más colectiva, más ajena.
Había también demasiadas mujeres bellas —un síntoma que me confunde—, y eran más vibrantes y decididas que los hombres. Conté cien, quizás mil, de esas mujeres tan jóvenes, lindas y valientes, que uno se siente estático y como transparente.
Cuando se corrió la voz de que íbamos a Miraflores pensé en la locura y sentí el cosquilleo que me sobreviene en las pocas veces que he peleado, y también ese enorme vacío en el que uno penetra decidido a todo y seguro de nada. Pero parecía imposible que los peligros fueran reales: había demasiada alegría. Era una alegría genuina, similar a la fe y demasiado parecida a la confusión de la esperanza.
En la autopista me encontré con mis cuñados. Hablamos poco. Los caminantes o gritaban consignas o pensaban en vainas íntimas, recónditas. No les pregunté a mis cuñados dónde estaba mi hija; seguro estaría muy atrás, con sus tías; eso pensé.
Caracas estaba más bella que nunca, espléndida, acompañada por su geografía y su luz. Al entrar en la avenida Bolívar se cerraron las filas y aminoramos el paso. Alguien dijo: “En verdad todo está normal: jueves a las tres de la tarde y hay, como siempre, tremenda cola”. Bajo los puentes la acústica nos animaba. Los coros se sintonizaban mejor y había una sombra que agradecíamos. Nunca escuché gritos de rabia; hasta las consignas de rechazo se repetían con humor, con gracia, con una humanidad que me recordó a Cabrujas.
Al llegar a la Plaza O’Leary sentí el picor en la garganta y recordé que de niño fui asmático. Me dijeron que ante las bombas lacrimógenas me echara saliva en los ojos, que equivale a escupirse uno mismo. Había gente que venía de regreso y traía malas noticias. Ya se hablaba de muertos. Decidí esperar utilizando ese típico gesto de cobardía que consiste en preguntar exaltado y estático: “¡Qué está pasando!”. Pero entonces vi adelante a dos niñas agitando pequeñas banderas con mangos de plástico. Eran aún más jóvenes y bellas, y quizás más valientes, que las que encontré al principio de la marcha. Ellas avanzaron. Estaban algo pálidas y miraban aprensivas a los techos de los edificios, pero caminaban con el tumbado de las caraqueñas, y tuve que seguirlas. Eran una inesperada opción por la cual morir.
Llegando a las escalinatas del Calvario vi una carita que he visto mil veces, y que, siempre, al verla, aún cuando la llevo al colegio, creo que es una visión, una aparición. Por un segundo se me hace irreal, pero luego sé que es mi hija y le digo simplemente: “Hola pichurra”. Así fue esa tarde. Estaba con sus tías, quienes —como ha empezado a ocurrir en este país— habían adelantado a sus maridos. Venían todas de la línea de fuego y habían visto, varias veces, la muerte arañando el asfalto. Mi hija había estado en cuclillas al lado de una bomba lacrimógena; esperando que alguien la pateara de vuelta antes de volver a tratar de respirar. Conoció la asfixia, la desesperación, el horror.
En ese momento terminó mi aventura. La agarré de la mano y comencé a avanzar contra el río de venezolanos que aún llegaba. Mi hija me decía: “Tranquilo papá, que nadie piense que estamos corriendo”.
Luego pasaría lo que pasó.
Una semana después entiendo que todos en aquella marcha prodigiosa estaban tan solos como yo. Era una marcha de solitarios. Los alpinistas suben a las montañas más altas y peligrosas, y proclaman que las conquistan, pero al final se van y las dejan solas, vacías. Cuentan que trabajan en equipo, pero en la noche cada quien tiene su propia pesadilla.
La reflexión necesaria e inevitable no parece ser política, ni siquiera histórica, sino más bien arqueológica. Cada quien tienen que hurgar en sí mismo buscando fragmentos —en el insondable marasmo de su desilusión—, que le den sentido a su propia jornada y, por lo tanto, a las jornadas que están por venir.
Por eso en esta narración he insistido tanto en las mujeres. Ellas fueron el alma de la marcha. Cada una de ellas es hoy una mujer mejor, más enamorada de su patria y de su propia efervescencia. Sé también que ellas son más generosas, más centradas y de una introspección más natural, cualidades necesarias en estos momentos de dispersión y de duda.
Los hombres hablamos, elucubramos, tan dispersos e inseguros que nos escondemos en piruetas de poder y tarima.
Ellas tendrán la certidumbre, el tesón, el olfato y la visión para conducirnos. El país está harto de tanta masculina prepotencia, de tanta guapetona incompetencia. Sólo ellas conocen la paciente impetuosidad.
***
Este texto fue publicado originalmente en Prodavinci el 11 de abril de 2013
Federico Vegas
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