Historia y cine

El primer rebelde: el primer tirano

Klaus Kinski interpreta al conquistador español Lope de Aguirre en "Aguirre, la ira de Dios" (1972). Fotograma de la película.

20/11/2022

Emil Lengyel fue un periodista y académico húngaro que cumplió con uno de los grandes ritos del siglo XX: huir de Europa central hacia los Estados Unidos en la década de 1930. Allí se convirtió en un experto en Alemania y el nazismo justo cuando más se necesitaban personas con estas competencias, durante la Segunda Guerra Mundial y los primeros años de la Guerra Fría. Se hizo colaborador activo en The New York Times y dio clases en la universidad de Nueva York. En 1943, publicó un libro testimonial sobre sus experiencias de dos décadas atrás, cuando como soldado del ejército austrohúngaro fue capturado por los rusos y enviado a Siberia. Tuvo éxito. Siberia, como se titula el testimonio, consiguió bastante fama y buenos números de ventas. Si el exilio se había convertido en uno de los ritos del siglo XX, su contracara era lo que ocurría cuando los perseguidos no podían huir: la mazmorra o el campo de concentración (no pocas veces seguida por el paredón o el cadalso). Para Lengyel se convirtió en algo existencial, en una obsesión. Comoquiera que buena parte de sus principales figuras de su tiempo habían sufrido la prisión por mayor o menor tiempo, se preguntó cómo podría haber influido en su psicología y en sus ideas, y de qué manera, a través de ellos, influyó en los demás. Así, en 1964 publicó una suerte de gran ensayo/reportaje que tituló From prision to power, con las semblanzas de siete grandes líderes de la Guerra Fría que habían pasado de las celdas al liderazgo de sus países.

La proyección de la famosa Aguirre, der Zorn Gottes (Aguirre, la ira de Dios), de Werner Herzog (1972), a propósito de su cincuentenario, nos hizo recordar el libro de Lengyel. El Aguirre recreado por Herzog, y sobre todo por Klaus Kinski, tiene, como suele suceder, mucho más de la época en la que se hizo la recreación que del personaje histórico en sí (de hecho, la película es una versión libre, realmente muy libre, de la historia), y por eso refleja mucha de las cosas que otros rebeldes de su época tenían, algunas de las cuales no terminaron de perfilarse hasta unas décadas después, como por ejemplo la facilidad con la que se pasa de rebelde a tirano. Es difícil calificar de un modo distinto al de autoritarios (cuando no de francos dictadores) a Kwame Nkrumah, Ben Bella, Jomo Kenyatta, Habib Burguiba, Sukarno, Janos Kádár y Wladyslaw Gomulka. Tal vez el único del libro que se salva es el arzobispo Makarios III. Para cuando salió publicado, todos ellos representaban el cambio, la descolonización, la lucha revolucionaria contras las injusticias. Eran los héroes del momento. Sin duda, salvo Kádár y Gomulka, desempeñaron papeles muy importantes en las independencias de sus países, que en muchos casos los consideran hoy como sus padres de la patria; y es imposible regatearles sus esfuerzos por la modernización de sus sociedades y la justicia social. Pero establecieron regímenes dictatoriales, o muy cercanos a serlo; personalistas y corruptos. Y si su objetivo fue crear naciones modernas, desarrolladas e independientes de los grandes poderes del mundo, en lo esencial fracasaron (aunque en algunos casos sentaron las bases para que algo de eso ocurriera después). La película de Herzog nos pone en escena la forma veloz en la que todo esto puede ocurrir.

Ahora bien, que se trate de una versión libre de la historia no significa que no haya logrado captar su núcleo, al menos en este aspecto. Si el Aguirre de 1972 pudo encarnar tan bien a los líderes revolucionarios de su momento fue, en gran medida, porque el Aguirre de 1560 ya tuvo muchas cosas de ellos. La dificultad de la memoria colectiva venezolana para interpretarlo es un ejemplo de ello. Vivimos con el dilema de admirar al rebelde o detestar al tirano, el Tirano Aguirre, como lo recordamos. No es, ostensiblemente, un dilema que se limita a él ni que se ha quedado circunscrito a la era de la conquista: muchos rebeldes tiranos hemos tenido, dominando nuestras vidas por largos períodos. Tampoco es un asunto circunscrito a Venezuela, sino bastante más amplio en Latinoamérica. Juan Manuel Rosas y Fidel Castro, por poner dos ejemplos, perviven entre los dos extremos de la rebeldía y la tiranía, el amor y el odio. Con Lope de Aguirre, “conquistador y rebelde”, como lo llama Astrid Avendaño en la entrada que escribió sobre él en el Diccionario de Historia de Venezuela (1988), tenemos al “Tirano”, cuya alma en pena, según la tradición, padece convertida en los fuegos fatuos que se ven a lo largo de todo el país. Y tenemos al héroe revolucionario dibujado por Miguel Otero Silva en su celebrada novela Lope de Aguirre, príncipe de la libertad (1979). Tenemos también al personaje estremecedor de El camino de El Dorado (1947).

Obras de Emil Lengyel.

Son contradicciones consustanciales con el hombre que se alzó contra el Rey antes que todos los libertadores, pero que lo hizo dejando una senda de sangre y muerte. Como con el amor y el odio, las condiciones de héroe y villano se trucan o superponen. Una de las dos logra a veces triunfar, haciendo que la posteridad se olvide completamente de la otra (¿quién se acuerda del tirano Bolívar del que hablaban sus enemigos?). En ocasiones, la corriente dominante cambia de curso. Así, el casi universalmente detestado Rómulo Betancourt por los académicos e intelectuales de las de décadas de 1960 y 1970, llegó al siglo XXI en medio de una sonora reivindicación. Es un poco el camino recorrido por Aguirre en la memoria, desde la primera narración canónica que tenemos sobre sus ejecutorias, la de José Oviedo y Baños en su Historia de la conquista y población de Venezuela (1723), a la novela de Otero Silva. El primero fue un miembro del pináculo de la élite mantuana que recogió la visión oficial de su momento: fue un traidor al Rey, que usurpó el poder y gobernó de forma cruel, ergo un tirano. El segundo, aunque también más o menos mantuano y del pináculo de su sociedad, era comunista. Rebelarse contra el Rey para él era glorioso y machacar a quien hiciera falta por la revolución, necesario.

Aguirre fue un hombre de su tiempo, que en todo caso lo que hizo fue llevar más lejos (geográficamente, pero también en violencia) cosas en las que estaban muchos otros. Primero que nada, no se le puede comprender sino como parte de las guerras civiles del Perú del siglo XVI, en la que un grupo grande de los conquistadores se rebeló con las armas al control cada vez más centralizado desde España. Querían ser independientes, como lo quisieron después sus descendientes de inicios del siglo XIX; y lo querían, como lo siguieron queriendo muchos de sus quintos o sextos nietos, para disfrutar sin ambages sus conquistas. El mismísimo Simón Bolívar, descendiente directo de conquistadores, toma su bandera en la Carta de Jamaica, al alegar que una de las grandes culpas de España fue quitarles la prerrogativa de gobernarse a sí mismos a quienes habían conquistado América. Bolívar era un republicano bastante radical, que quería cambiar las cosas en un sentido moderno. Pero si los conquistadores del siglo XVI (y muchos de los descendientes contemporáneos de la independencia) sentían que el Rey era un obstáculo, se debía sobre todo a las limitaciones que quiso ponerles en la explotación de los pueblos originarios y en los impuestos. Pudo haber algo de revolución en ellos, pero una revolución de encomenderos y terratenientes.

Después de participar en las guerras peruleras, Lope de Aguirre se enroló en la expedición de Pedro de Ursúa para buscar El Dorado a través del río Amazonas. Como ocurrió muchas veces, como casi le ocurre a Cristóbal Colón en el primer viaje, la travesía y sus adversidades fueron motivos de desavenencias. Esta vez las cosas llegaron al extremo de una rebelión liderada por Aguirre, quien ejecutó a Ursúa y, en una clara declaración de independencia con respecto a España, hizo nombrar a Fernando de Guzmán Príncipe del Perú, Tierra Firme y Chile. En Venezuela también tuvimos un autoproclamado Rey, Miguel I, pero se trataba de un cimarrón que creó un reino de cimarrones e indígenas en Buría (aunque aquel reino fue bastante hispano, con infantes y obispos: al cabo el Negro Miguel, como se le nombra, no venía de África, sino que era negro criollo de Puerto Rico, o en todo caso había pasado buena parte de su vida en la isla). Lo que un lustro después hace Aguirre en el Amazonas es un reino de españoles rebeldes en el medio de una vasta selva que no conocen, buscando una ciudad de oro que no existe. Estaban, acaso, creando también al realismo mágico.

El reino de Fernando Guzmán dura muy poco: Aguirre termina deshaciéndose también de él, para dirigir directamente la expedición y la rebelión. Ya es el rebelde a dos reyes, de hecho regicida de uno, y tirano de una especie de república de conquistadores rebeldes, a quienes llama los marañones. Tramontan el Amazonas, navegan hasta Margarita, donde desembarcan y toman el poder, con la violencia usual. Aun en la isla se le recuerda en una playa que lleva su nombre, Playa El Tirano. El regicida es también el primer tirano del Caribe. Después marchan a Tierra Firme, pasando por Borburata y Barquisimeto, donde finalmente Aguirre es derrotado y abatido. Según la leyenda, en la hora final, apuñaló a su hija Elvira diciéndole: “Encomiéndate a Dios, no quiero que, muerto yo, vengas a ser una mala mujer ni que te llamen hija de un traidor”. Un final climático, propio de una obra de teatro, que seguramente se inspiró en la leyenda de Guzmán El Bueno y su hija, y que sirvió para crear una heroína más en nuestra historia. Por años corrió en Barquisimeto un puñal con el que se decía Aguirre cometió el filicidio y la cruz de la tumba de Elvira, ambos hoy desaparecidos (aunque de la cruz hay fotos de la década de 1980). Toda esta aventura ocurrió entre 1560 y 1561.

La película de Herzog sólo se apega a la primera parte de los hechos, sin salir nunca del Amazonas. Sin embargo, el director y el actor protagonista lograron llegar al meollo de lo que hoy sentimos por Aguirre: fascinación por el hombre, alucinado y atrabiliario, que decidió crear un reino en un lugar que no conocía y que se alzó contra todo y contra todos hasta morir; y el horror por la voracidad con la que derramaba sangre. El rebelde como preludio del tirano, como pasará una y otra vez en la historia latinoamericana. El hombre que se siente predestinado a cambiar el mundo y que para imponer su nombre no se detiene ante nada, acaso sólo la muerte. Como los personajes del libro de Lengyel, de la rebeldía al poder, de la insubordinación al deseo de mandar, muchas veces hay sólo un paso. No en vano el diablo fue antes un ángel rebelde. No en vano es lo que logra, con su actuación, transmitir Kinski cuando interpreta a su Aguirre, en todo, menos en el espíritu, tan lejos de la realidad. Como el Satán seductor y aborrecido de nuestra historia latinoamericana, fue el primer rebelde y el primer tirano de una saga en la que hemos tenido muchos más.

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Palabras en el cine-foro sobre Aguirre, la ira de Dios, organizado por el Göthe Institut y el Centro Cultural Trasnocho, Caracas, 23 de agosto de 2022.


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