Plaza de Mayo, diciembre de 1983. Fotografía de HO | NA | AFP
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A propósito de cumplirse 40 años de democracia en Argentina, su exembajador en Venezuela recuerda aquel diciembre de 1983.
Para un estudiante del interior Rosario era la ciudad más fría del mundo. Hacia el bajo, cerca del monumento a la bandera, el viento cortante superaba las camperitas que las madres enviaban, prolijamente dobladas, junto al kilo semanal de milanesas, en un desangelado bus que venía por la ruta 11 desde una ciudad en las afueras.
En julio del 82 ya se notaban los cambios. Las marchas políticas, el grafiti con la letra de inconsciente colectivo escrita en la puerta de una escuela y las canciones zumbonas de Virus en los bailes anunciaban lo nuevo. El país avanzaba a barquinazos rumbo al fin de la noche.
Los estudiantes de Reconquista y Río Cuarto miraban de reojo los bares finos repletos de rosarinos y apuraban el paso rumbo a la nublosa esquina de Rioja y Buenos Aires. El dinero y la ajenidad sólo alcanzaban para “La Buena Medida”, donde no preguntaban ni origen ni presupuesto.
El mozo cargaba un delantal de color indefinido, un trapo en el hombro izquierdo, una bandeja de metal innecesariamente grande y se limitaba a servir té o ginebra, con un gesto adusto más bien propio del Ritz parisino que de un bar que mezclaba obreros derrotados con estudiantes ingenuos.
Para mediados del 83, la libertad mostraba sus luces. Una efervescencia popular, un entusiasmo a prueba de realidades y una eléctrica alegría atravesaban las calles, los bares y las bibliotecas. Había fiestas en las esquinas y la vida se hacía lugar donde había reinado la muerte. Los abuelos de la nada decían nada hay que nada prohíba, ya te veo andar en libertad, que no se rasgue como seda el clima de tu corazón.
Pablo hacía muchas cosas. Estudiaba arquitectura, criaba a su hijo, escribía una revista sobre la región, se peleaba con los militares, bailaba moviendo los brazos, cuidaba los helechos de su madre, escuchaba a Yes, sacaba buenas fotos y se preguntaba cómo sería vivir en democracia. Él afirmaba que el futuro del litoral estaba en la siesta, en vagar por el río, en amontonar libros de Asimov, en cruzar con descuido las calles de arena de Rincón, en leer a Juan L Ortiz en un colectivo rumbo a Paraná, en restaurar casas viejas y en tomar vino con los jugadores de fútbol.
La democracia, tropezando, finalmente, llegaba. El entusiasmo se palpaba en las calles. Había unos gestos torpes, unos peinados raros, unos ademanes juveniles, unos tics nuevos en la gente, que todos perdonaban. Había inquietos noviazgos de verano, perros flacos esquivando autos, heladerías nuevas con nombre italiano, camisas azules, carteles con futuro y jazmines brutales.
Había autos con las ventanillas abiertas con chicas que se reían, había radios spika de color marrón con rock nacional, había gente que caminaba ausente por las veredas rotas pensando en quién votar y había jubilados que discutían el pasado en los bares de Avenida Freyre mientras el mozo no paraba de traer unos vasos delgados chorreando cerveza.
Diciembre del 83 fue un infierno en Santa Fe. El calor derretía los árboles exiguos, el asfalto de las calles y las mentes que curioseaban los kioscos de diarios. La democracia estaba empezando. En la ardiente mañana del 12 de diciembre del 83 sonó el teléfono. Pablo había quedado, para siempre, a la orilla de la ruta 19. ¿Qué hubiera sido de él en democracia? ¿Y de tantos otros? ¿Habrían sido felices, desilusionados, febriles, lánguidos? No sabemos.
40 años después, la democracia argentina se mira al espejo. Ve una arruga aquí, un gesto raro allá, una sonrisa tenue en la comisura izquierda de la boca. Algo queda, se dice a sí misma, del brillo en los ojos. Se peina un poco, se echa algo de perfume de un pequeño frasco azul y pone entusiasmo, porque cumple años.
Aunque es diciembre, el calor parece amainar en Santa Fe. En una casa vidriada al norte de la ciudad, la parrilla funciona a buen ritmo, unos chicos saltan a la piscina y los perros ladran al gato del vecino, que se atreve, valiente, por el umbral. Aburrida de la charla entre parientes, una tía del campo pide que pongan música. Es ese botón, el marrón grande, que hay que apretar.
La voz delicada de la periodista de LT 10 anuncia el éxito del verano del 83. Alan Parsons, que había mejorado el sonido de los Beatles y de Pink Floyd, se metía con los dioses egipcios: I am the eye in the sky, looking at you, I can read your mind.
Un hombre canoso, de ojos melancólicos y nariz curva se asoma al jardín, mira las estrellas y cree ver algo. Suspira, se concentra en la sangría, a la que juzga floja de fruta. Su mente piensa en esos muertos que no paran de nacer y no descarta, mientras busca hielo, que tal vez Parsons tenga razón y ese ojo en el cielo no nos haya abandonado, nunca, en estos 40 años.
Eduardo Porretti
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