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El probable próximo presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, es un “nacionalista petrolero”, con afinidad ideológica con Hugo Chávez y Evo Morales. Pero las condiciones institucionales, económicas y del sector petrolero en México, deberían empujarlo a ser pragmático. Aun así, se puede esperar que su elección tenga impacto negativo sobre la reforma petrolera mexicana.
Tras el colapso del precio del petróleo en 2014, América Latina ha experimentado una nueva ola de liberalización en el sector del petróleo y el gas. El continente vuelve a abrir sus puertas a la inversión privada. Durante el último año, la región ha tenido más rondas de licitaciones de petróleo y más áreas subastadas que nunca antes. De hecho, prácticamente todos los productores de petróleo de la región están tratando de atraer inversionistas. A diferencia de la ola de liberalización de la década de 1990, esta vez México se incorporó. De hecho, lideró el camino y se abrió ampliamente a la inversión extranjera gracias a una ambiciosa y exitosa reforma energética. Desafortunadamente, las próximas elecciones presidenciales pudieran revertir o retrasar los logros de la reforma energética si se elige al actual candidato y acérrimo crítico de la apertura petrolera, Andrés Manuel López Obrador (AMLO). Aunque existen factores institucionales, económicos y sectoriales, que hacen difícil revertir la reforma, la elección de AMLO podría iniciar otro período de nacionalismo cortoplacista que podría obstaculizar el desarrollo del gran potencial geológico de México.
El espectro del nacionalismo petrolero nunca ha desaparecido de América Latina. La región ha visto ciclos de liberalización del petróleo seguidos de oleadas de expropiación, las cuales han limitado el desarrollo del sector. Después de una era de privatización y liberalización en la década de los 90, en 2004-2012, una oleada nacionalizadora, amplificada por el auge del precio del petróleo, sumergió a la región. Argentina, Bolivia, Ecuador y Venezuela expropiaron la industria de hidrocarburos, Brasil revirtió parcialmente su apertura y México permaneció, en lo fundamental, cerrado a la inversión privada. Como resultado, la producción de América Latina disminuyó a pesar del auge del precio del petróleo, mientras que en EE. UU. y Canadá la producción aumentó en más del 60% causando una revolución energética.
México fue una excepción entre los países de América Latina, ya que fue el único país que no se abrió a la inversión extranjera en los años noventa. Simplemente no tuvieron que hacerlo. Incluso con poca inversión, la producción siguió subiendo, principalmente gracias al gigantesco yacimiento de Cantarell. Además, cuando la producción de este yacimiento comenzó a colapsar, en 2004, el precio del petróleo subió, lo que hizo que el cambio inevitable fuera menos urgente. Pero, para el 2012, cuando el presidente Peña Nieto llegó al poder, estaba claro que, sin una gran reforma del sector petrolero, la producción y las reservas no se recuperarían. Como resultado, el gobierno se embarcó en una ambiciosa reforma que incluyó la apertura del sector petrolero hacia la inversión privada, por primera vez desde la nacionalización de 1938. Un marco institucional nuevo y sólido no sólo plasmado en la ley, sino también consagrado en la constitución, lo que dificulta su reversión. Las licitaciones de bloques para exploración y producción de hidrocarburos han sido consideradas casi universalmente como un éxito rotundo, con miles de millones de dólares en inversiones comprometidas y subastas que produjeron un alto nivel de participación del Gobierno sobre las ganancias futuras.
Hubo oposición a la reforma energética desde la izquierda. Desde el principio, AMLO fue uno de sus oponentes más fuertes. En particular, se opuso ferozmente a permitir que los inversores privados operaran en la fase de exploración y producción. Abogó, aunque sin éxito, para someter la reforma a aprobación en un referéndum popular y luego propuso un referéndum para revertir la reforma. Recientemente, en la campaña, ha moderado sus propuestas diciendo que no revertiría la reforma constitucional. Sin embargo, anunció que «revisaría» los contratos existentes y cancelaría aquéllos que se consideraran viciados de corrupción. AMLO también adelantó que detendría las rondas de licitación que se han programado. Además, propuso centrar la inversión aguas abajo a través de la construcción de dos refinerías nuevas -que seguramente no serán rentables- y reduciendo la dependencia de las importaciones de productos refinados y gas natural de los EE. UU. También ha abogado por el restablecimiento de los subsidios a los combustibles. Finalmente, ha propuesto un aumento agresivo del contenido nacional en las inversiones de exploración y producción. Todos estos anuncios constituyen malas señales para los inversionistas privados.
Incluso sus propuestas de campañas «moderadas» constituyen uno de los programas de gobierno más radicales presentados por un candidato presidencial con altas probabilidades de ganar en los últimos tiempos, en cualquier parte de América Latina, quizás desde que Evo Morales abiertamente promovió la nacionalización de hidrocarburos en Bolivia hace más de una década. De hecho, con la excepción de Morales, los nacionalistas de recursos de América Latina fueron, en general, más «cautelosos» durante sus campañas presidenciales iniciales. Por ejemplo, Chávez, quien se convirtió en el expropiador más radical, dijo en su campaña de 1998 que respetaría totalmente los contratos existentes y, de hecho, lo hizo durante los primeros seis años en el poder, hasta que todos los proyectos de la apertura petrolera se completaron y el precio del petróleo se disparó.
La evidencia demuestra que la ideología de AMLO, así como la del liderazgo de su partido, está muy en contra de la apertura del sector petrolero mexicano. Sin embargo, la historia indica que la materialización de políticas de expropiación regulatoria o nacionalización no dependen sólo de la ideología. Otros factores son tan o más importantes: 1) el marco institucional, 2) las condiciones y estructura económicas y 3) las características y la situación del sector petrolero. A continuación, considero cada uno de estos factores con más detalle.
En primer lugar, el marco institucional de México ofrece un fuerte elemento disuasivo contra la reversión de la reforma con múltiples contrapesos integrados al sistema. El cambio constitucional requeriría grandes mayorías en el Congreso y en las legislaturas estatales. Además, AMLO tendrá que enfrentarse a las agencias reguladoras que gobiernan el sector petrolero, que son bastante autónomas y actualmente apoyan la reforma. El arbitraje internacional, en caso de renegociación forzosa o cancelación de los contratos, también sería un elemento de disuasión. Finalmente, las subastas produjeron altos niveles de participación fiscal con términos altamente progresivos al aumento de las ganancias, lo que limita los incentivos para la renegociación ex post de los contratos.
Por supuesto, la experiencia sudamericana muestra que, bajo ciertas condiciones, estos límites institucionales pueden ser rebasados. Presidentes muy populares en Bolivia, Ecuador y Venezuela pudieron cambiar las leyes e incluso la constitución. Lo lograron actuando al margen de las reglas establecidas, en su lugar recurriendo a referéndums o convocando a asambleas constituyentes. Además, el Ejecutivo mexicano tiene poderes significativos para detner u obstaculizar la reforma, incluso si no la revierte formalmente. De hecho, si el Ejecutivo quiere renegociar los contratos a la fuerza, tiene una serie de herramientas para forzar a las compañías extranjeras a la mesa de negociaciones o enfrentar las consecuencias. Nuevos impuestos y auditorías fiscales, permisos ambientales y de uso de tierras, reglas de contenido nacional, entre otras herramientas, han sido ampliamente utilizadas para forzar las renegociaciones contractuales de forma oportunista en otros países, incluidos Venezuela, Bolivia y Ecuador. Incluso en los regímenes fiscales progresivos, si la participación fiscal no sube lo suficientemente rápido, los políticos con horizontes cortoplacistas a veces se ven tentados a renegar de los acuerdos. Si AMLO gana por un margen muy grande y construye mayorías en el Congreso, podría sentirse envalentonado y con el mandato de avanzar una agenda más radical. Por lo tanto, a pesar de que el marco institucional ofrezca algunos elementos disuasivos importantes, es posible que no sean suficientes si el presidente no es muy popular, la reforma energética es impopular y otras condiciones son propicias.
En segundo lugar, las condiciones económicas hacen de México un terreno menos fértil para el nacionalismo de los recursos. México tiene una economía mucho más diversificada que los países de América del Sur y está mucho más integrada en la economía mundial en términos de comercio y flujos financieros. Por lo tanto, el nacionalismo petrolero debe ser manejado con cautela por cualquier presidente, ya que podría desencadenar importantes salidas de capital y una disminución de la inversión extranjera directa en otros sectores, superando significativamente sus beneficios políticos a corto plazo. Es cierto que una renegociación fallida del TLCAN podría, de alguna manera, cambiar esta realidad, y las políticas y la retórica de la Administración de Trump en los Estados Unidos podrían reforzar un aumento del nacionalismo en México. Sin embargo, los costos económicos potenciales de la reversión de la reforma serían mucho más altos que en los países de América del Sur que son mucho más dependientes de recursos naturales. Además, la difícil situación fiscal del gobierno mexicano y la alta deuda de la compañía petrolera estatal, Pemex, en el contexto de un aumento de las tasas de interés internacionales, brindan un espacio limitado para medidas populistas.
En tercer lugar, las condiciones específicas del sector petrolero harían que el nacionalismo petrolero fuera muy costoso. La producción está declinando y es probable que continúe disminuyendo o se estanque en los próximos años, especialmente si la reforma se paraliza. Las reservas de petróleo están en su punto más bajo en décadas, lo que requiere inversiones masivas en exploración. Los contratos ya firmados proporcionarían esas inversiones, pero sólo si el entorno regulatorio y comercial sigue siendo amigable. Muchas de estas inversiones tendrían sus frutos fiscales al final del período de AMLO, o incluso después de finalizado, pero la alternativa de que no haya inversión privada sería sin duda mucho peor, exigiendo inversiones muy significativas y de alto riesgo que Pemex no podría financiar o ejecutar. Por lo general, los gobiernos tienen incentivos para renegociar de manera oportunista después de que suceden descubrimientos muy grandes o después de que se han inmovilizado grandes inversiones incrementando las reservas y la producción. Eso no ha ocurrido aún en México. Además, la crítica situación financiera de Pemex no ofrece otra alternativa.
Un factor crítico que promueve el nacionalismo de los recursos en los países productores de petróleo es el auge de los precios del crudo. La mayoría de las expropiaciones han ocurrido durante ciclos de precios elevados. En el próximo sexenio, un boom de precios no puede descartarse y esto podría envalentonar a AMLO, pero el hecho de que México sea actualmente un importador neto de hidrocarburos implica que se verá afectado negativamente por un aumento de precios, aún más si AMLO subsidia el mercado interno. Como resultado, el nacionalismo petrolero resulta mucho menos atractivo en comparación a cuando el país era un gran exportador neto de hidrocarburos.
De manera que las condiciones económicas y sectoriales parecen apuntar a que a AMLO le conviene ser moderado y pragmático. La historia de América del Sur muestra que la moderación y el pragmatismo pueden ser beneficiosos para la supervivencia política de un candidato presidencial inicialmente radical. Por ejemplo, el expresidente de Perú, Ollanta Humala, quien había amenazado con aumentar significativamente los impuestos a las compañías mineras, terminó haciendo sólo cambios cosméticos y teniendo una política económica muy ortodoxa. Esto fue, en parte, el resultado de la necesidad de formar una coalición para ganar las elecciones de segunda vuelta y construir una mayoría en el Congreso. Aunque el presidente Lula en Brasil fue menos ortodoxo en su enfoque dado que cambió los contratos petroleros hacia el futuro, limitó las subastas de nuevos bloques petroleros, incrementó el contenido nacional, debilitó la autonomía de Petrobras y no expropió ni renegoció los contratos vigentes. Aunque la producción siguió subiendo en los contratos existentes, no hay duda de que las acciones de Lula desaceleraron el ritmo del desarrollo del sector petrolero en Brasil y tuvieron que ser revertidas por la administración de Temer para atraer nuevas inversiones. Por último, incluso la populista Cristina Kirchner en Argentina mostró cierto grado de pragmatismo. Justo después de nacionalizar a YPF en 2012 y ante la sistemática caída en la producción de hidrocarburos, se movió rápidamente para asociarse con Chevron y otras compañías para desarrollar sus masivos recursos no convencionales.
¿Qué tipo de presidente sería AMLO si es elegido? ¿Tan radical y destructivo como Chávez? ¿Populista, pero al menos realista, como Kirchner? ¿Un tanto más pragmático como Lula? ¿O completamente ortodoxo como Humala? La respuesta no es clara ni fácil de establecer. Si bien las condiciones económicas y sectoriales de México apuntan hacia el pragmatismo, los factores personales y la ideología apuntan hacia el lado contrario. Al final, el escenario más probable es una combinación, como en los casos de Kirchner y Lula. Por lo tanto, si AMLO es elegido presidente de México, podemos esperar que se desacelere el desarrollo de la reforma petrolera. Sin embargo, luego de posibles costosos errores de política, debe prevalecer un cierto grado de pragmatismo. Es probable que los contratos no se cancelen, pero la implementación de la reforma se detendrá y habrá una congelación en las rondas de licitación. Los precios internos de la energía estarán regulados, pero, dada la situación económica del país, los subsidios deberán ser limitados. Es decepcionante ver que, una vez más, una versión primitiva del nacionalismo petrolero podría limitar el enorme potencial geológico de América Latina. Mientras que Estados Unidos continuará experimentando un boom energético, en México y América Latina, los riesgos regulatorios y políticos podrían seguir frenando la creación de riqueza.
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Francisco Monaldi es catedrático en Política Energética de América Latina, Instituto Baker, Universidad Rice y Profesor Visitante, Escuela de Gobierno, Tecnológico de Monterrey.
Francisco Monaldi
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