El museo, una entrevista // Fragmento del libro La señora Ímber, de Diego Arroyo Gil

20/02/2024

Fotografía del Archivo Sofía Ímber

En esta entrevista, Sofía Ímber habla sobre la historia y experiencia en la creación y dirección del Museo de Arte Contemporáneo de Caracas, que entre 1990 y 2006 llevó su nombre. Es uno de los capítulos del libro La señora Ímber. Genio y Figura (Editorial Planeta), de Diego Arroyo Gil, quien concedió a Prodavinci su publicación.

Sofía Ímber se queja de que tiene mala memoria, pero es una queja sin fundamento. De su vida y de la de los suyos recuerda mucho más de lo que se esperaría de una persona de su edad. Y cuando, ante tal o cual pregunta, responde que no sabe o que ha olvidado los detalles, se debe a que tiene una pequeña laguna o, con mayor seguridad, a que está aburrida y no quiere hablar del asunto.

Con todo, si se la precisa, en general contesta, aunque también sabe ser feroz. Con 91 años, en medio de la grabación de una entrevista para la televisión que saldría al aire unas semanas más tarde, ordenó que apagaran las cámaras porque ella no quería continuar. Era en su casa y todos los que allí estaban se quedaron petrificados. “¿Por qué no quiere seguir, si todo iba tan bien?”, fue la pregunta. Y ella dijo, sencillamente, que se acababa de dar cuenta de que estaba indispuesta. “Quítenme el micrófono”. Y todo se acabó.

Hubo que desmontar un escenario que los técnicos de televisión se habían tardado en preparar al menos dos horas. Más tarde, a solas, Sofía se justificó: “A mí me dijeron que la grabación comenzaría a las 3 de la tarde y comenzó a las 4. Cuando yo hacía Buenos Días, si un invitado llegaba 10 minutos tarde, no lo dejaba entrar al set, de modo que ni ese canal ni la periodista que vino a entrevistarme merecían que yo hiciera un esfuerzo mayor al que ya había hecho esperándolos. No hay nada que me saque más de quicio que me hagan perder el tiempo”.

En cambio, si el entrevistador es puntual, tiene el terreno ganado de antemano con la señora Ímber, que cuando debe hablar sobre algún asunto que le concierne –en este caso, el Museo de Arte Contemporáneo de Caracas– enciende la mente como quien prende un faro luminoso. “No me gusta cometer errores cuando tengo que referirme a cosas que son importantes desde un punto de vista histórico”, dice.

Sofía dirigió el museo durante 27 años, desde su fundación, en 1974, hasta un domingo de 2001 cuando, en su programa televisivo Aló, Presidente, el desaparecido presidente Hugo Chávez la destituyó, sin dar explicaciones. Aunque no son pocos los que critican la manera de proceder de Sofía como gerente cultural (siempre fue muy polémica en sus decisiones), lo cierto es que durante esas casi tres décadas logró que Venezuela ocupara un lugar privilegiado en el circuito de las artes plásticas en América Latina, los Estados Unidos y Europa. Admirada por una legión de seguidores, nunca faltaron los elogios, que los recibió tanto de gente común como de personalidades como Williams Luers, director del Museo Metropolitano de Nueva York, y de artistas como Henry Moore, Fernando Botero, Robert Rauschenberg, George Segal, Carlos Cruz-Diez y una larga lista.

Antes de comenzar la entrevista, para embrujar el ambiente con su presencia –cosa que hace con una naturalidad, con un instinto animal imbatible, y es encantadora aun a su edad–, saca a pasear su proverbial capacidad de seducción. “¿Puedes girar un poco la silla para verte de frente?”, pregunta y, unos segundos más tarde, la mirada de pies a cabeza: “Si yo tuviera 50 años… ¿Quieres un café o un whisky?”. Y la risa da inicio a la conversa.

–En 1971, antes de que Carlos y tú viajaran a Londres, el Centro Simón Bolívar les asignó una partida de 232.000 bolívares, alrededor de 60.000 dólares, para que compraran obras para una “galería” que funcionaría en el Conjunto Residencial de Parque Central. ¿Cómo esa galería terminó siendo un museo?

–Eso fue posible gracias a Gustavo Rodríguez Amengual, hay que mencionarlo, el presidente del Centro Simón Bolívar. En cuanto al pase de la galería a museo, no era un objetivo claro al principio. Desde Londres, con mil ideas en la cabeza, Carlos y yo contactamos a Arturo Schwarz, un escritor y curador italiano que gozaba de un gran prestigio en toda Europa. Como sabíamos quién era, quisimos que nos orientara en la tarea de adquirir obras para mandar a Caracas.

Obras buenas pero económicas porque no teníamos suficiente para aspirar a mucho. 60.000 dólares no es nada en el mundo del arte. Llamamos a Schwarz a Milán y él estuvo de acuerdo con que fuéramos a visitarlo. Fue una gran experiencia porque nos mostró su magnífica colección de arte moderno: Duchamp, Kandinsky, Klee, y porque nos recomendó con el marchand Gió Marconi, que dirigía una galería muy famosa, Studio Marconi, también en Milán. Fuimos a ver a Marconi y conversamos con él. Estando allí observé una escultura arrimada contra una pared y se la mencioné.

Marconi nos contó que era de Lucio Del Pezzo, de quien un par de años atrás había presentado una exposición. A mí de loca se me ocurrió pedirle que nos la regalara para la “galería” de Caracas y, para nuestra sorpresa, dijo que sí. Se llama “Sagittarius” y forma parte del conjunto inicial de obras con las que se abrió el museo, el 20 de febrero de 1974.

–Esa fue una inauguración muy concurrida y comentada en Caracas. Sonaba a titular de primera plana: “Abre el Museo de Arte Contemporáneo, fundado por Sofía Ímber”.

–Sí. Carlos Andrés Pérez había ganado las elecciones presidenciales en diciembre del 73, pero no había asumido todavía. Caldera se mantenía en el cargo. Eran los meses de la transición de mando. Como los dos estaban invitados, para evitar cruzarse y que hubiera un “conflicto de intereses”, hasta que uno no se fue el otro no entró a conocer el museo. Cada cual quería tener su propio espacio, y es comprensible, tal vez.

–Sin embargo, la estrella eras tú, que recibías felicitaciones de todo el mundo.

–Es lo natural en esos casos. Y allí sobre todo porque mucha gente vio como una proeza que yo hubiera logrado hacer ese museo en un momento en que en Venezuela los museos estaban en crisis por falta de presupuesto.

–Muchas veces se ha referido tu frase: “Denme un garaje y yo hago un museo”. Lo prometiste y cumpliste, pero eso sonaba como una locura.

–Quizás, pero así fue. Cuando Rodríguez Amengual nos invitó, a Carlos y a mí, a visitar aquel monstruo arquitectónico en construcción que era Parque Central, y comenzó a hacer la lista de lo que allí habría: apartamentos, tiendas, salones, restaurantes, peluquerías, yo le pregunté cómo era posible que no hubiesen concebido siquiera un espacito, ¡mínimo!, para la cultura. “Es verdad –dijo él–. ¿Tú nos ayudarías con eso?”. Carlos lo interrumpió: “No, no, Sofía no tiene tiempo”. Yo salté: “¡Claro que tengo tiempo!”, y repetí esa frase que ya había dicho previamente para expresar un deseo que me emocionaba: “Denme un garaje y yo hago un museo”. Eso se regó y se hizo famoso. Tanto que Gabriel García Márquez, en un artículo en que se refiere a mí, recuerda esas palabras. Yo conocí al Gabo a través de Plinio Apuleyo, pero nunca fuimos verdaderamente amigos. Él era fidelista y yo detesto a Fidel Castro.

–Se comentó mucho por esos días que habías tenido una gran pelea con Miguel Arroyo, el director del Museo de Bellas Artes, que no estaba de acuerdo con tus planes.

–Yo no diría que fue una “gran pelea”, pero sí es cierto que Miguel y yo tuvimos una discusión bastante incómoda. Tampoco creo que él no estuviera de acuerdo con mis “planes”. Esa expresión no se parece a Miguel Arroyo, que era un hombre inteligente, muy culto y educado a quien siempre admiré y respeté profundamente. Él redimensionó la función de las artes plásticas entre nosotros.

Su argumento principal era que, dada la crisis presupuestaria de los museos ya existentes, hacer uno nuevo era un disparate. Yo le contesté que lo mismo habían dicho en París cuando anunciaron que se iba a construir la torre Eiffel y le recordé que el museo que yo estaba haciendo no dependería del Estado venezolano sino que iba a autofinanciarse, al menos en un principio.

–Pero dicen que tú querías denominar al museo como “moderno” y que fue Miguel Arroyo quien te corrigió y te dijo que en todo caso tendría que ser “contemporáneo”, lo que quiere decir que a pesar de todo él fue un apoyo para ti.

–Todo comentario sobre arte que hiciera Miguel Arroyo era para ser tomado en cuenta. Yo no soy una lumbrera, pero tampoco soy bruta y sé escuchar a los que saben. Ciertamente, lo correcto era llamarlo “contemporáneo” en vez de “moderno”, como había pensado, porque lo de “moderno” solo era posible en caso de que hubiese obras de ciertos artistas que no teníamos. En cambio, un museo de arte “contemporáneo” permitiría una mayor amplitud en la formación de la colección.

–¿Con qué obras comenzó el museo?

–La exposición inaugural fue magnífica. Allí había obras que Carlos y yo habíamos adquirido con los 60.000 dólares asignados por el Centro Simón Bolívar: Richard Smith, Valerio Adami, Larry Bell, Patrick Caulfield, Marisol, Gego, John Latham, Emilio Tadini, Cornelis Zitman, Soto, pero además otras tantas cedidas en préstamo por el coleccionista Pedro Vallenilla Echeverría, entre ellas cuadros y collages de Georges Braque, Picasso, Duchamp, Herbin, Léger, Le Corbusier, Malevich. Adicionalmente, la galería Marlborough de Nueva York nos prestó obras de Francis Bacon, Larry Rivers, Rothko, Pollock, Clyfford Still, Kokoschka, etcétera. Muchos de esos artistas no se habían visto nunca antes en Venezuela.

–¿Cómo lograste que una galería como la Marlborough enviara a Caracas obras de artistas tan cotizados? ¿No era un riesgo?

–Fue así porque desde mis tiempos en París, en los cincuenta, yo me movía como dealer en la compra de obras para coleccionistas particulares y tenía buena fama. Lo cual no quiere decir que más de uno no se preguntara, cuando estaba planificando la inauguración: “¿Qué se traerá esta mujer ahora entre manos?”. A mí siempre me han criticado todo, pero poco me ha importado.

–El curador de esa primera exposición fue Christian Sorensen, que había trabajado en la creación de la Bienal Americana de Arte, en Córdoba. Cuando ustedes lo contrataron, algunos se preguntaron por qué escogían a un argentino cuando en Venezuela había gente capacitada para hacer ese trabajo. ¿Qué respondes a eso?

–Que era una mezquindad debida a un patrioterismo que yo nunca he practicado. Cuando yo conozco a una persona no le pregunto dónde nació sino para qué es buena y si es puntual. Lo demás forma parte de la vida privada de cada quien. La gente que trabajaba conmigo en el museo sabía perfectamente que yo ponía a raya todo lo que no fuese estrictamente laboral. En ese sentido mi liderazgo, si se puede llamar así, era el liderazgo del ejemplo. Yo exigía mucho porque daba mucho, y cuando me acusaban de insaciable respondía que lo era porque aspiraba a la perfección.

Y como la perfección no se alcanza, siempre puede uno hacer más y hacer mejor. Mi objetivo era que cada empleado sintiera respeto por sí mismo, que tuviera su propio yo. Que se realizara por la vía del trabajo y amara al museo.

–Otra de las cosas que se han dicho, pero de la cual me parece que tú no has hablado en la prensa, es que originalmente no te proponías hacer un museo en toda ley, aunque se llamara así, sino una especie de sala de arte que mostrara exposiciones con obras prestadas por coleccionistas y artistas venezolanos y extranjeros.

–Sí, lo que en alemán llaman un Kunsthalle, una institución sin ánimo de lucro que no cuenta con una colección propia sino que recibe obras y las presenta al público según estos o aquellos criterios curatoriales. Eso es cierto. Pero ya el hecho de que Carlos y yo adquiriéramos obras para ese supuesto Kunsthalle cambiaba las cosas. Claro que nada aseguraba que yo lograría armar una colección respetable, pero apenas se inauguró el museo me emocioné tanto que me propuse que así fuese.

–¿En qué consistió ese proceso?

–Durante los primeros cinco años de su funcionamiento, poco a poco, el museo comenzó a constituir su patrimonio sobre todo gracias a donaciones que hacían los propios artistas, pero también gracias al apoyo de coleccionistas e instituciones tanto públicas como privadas. De esa manera obtuvimos obras de Vasarely, de José Luis Cuevas, de Red Grooms, de Lucio Fontana, de Eugène Biel-Bienne, de Francisco Narváez, de Mateo Manaure, de Pedro León Zapata, de Nicolas Schöffer. Luego, en el 79, el Gobierno decidió asignarnos una partida presupuestaria anual, que vino a sumarse al apoyo financiero que necesariamente requeríamos de parte del sector privado, el cual fue crucial en muchos casos. Por ejemplo, en la adquisición de Femme au Chapeau, de Picasso, donado por la Fundación Polar gracias a la generosidad de Tita Mendoza, su presidenta, la mujer venezolana por la que siento mayor admiración.

–¿Cuántas obras integraban la colección del museo cuando saliste de la dirección?

–Más de 4.500. Lo cual no es un logro enteramente mío sino de todo mi equipo y de nuestros colaboradores externos.

–El museo también creció mucho en tamaño. La superficie inicial era de 600 metros cuadrados, pero periódicamente se hacían ampliaciones. Tú misma has dicho que te “robabas” espacios circundantes.

–Lo digo de esa manera para ponerle un poco de humor. El caso es que progresivamente nos apropiábamos de zonas aledañas que estaban subutilizadas o muertas. De manera que, cuando me botaron, el museo tenía más de 20.000 metros cuadrados: salas de exposición, oficinas, depósitos, áreas de conservación y restauración, bóveda, biblioteca, comedor e incluso unas residencias para un grupo de funcionarios de la Guardia Nacional, que lo custodiaban.

–Si tuvieras que escoger una obra del museo, por gusto, por su relevancia en la historia del arte, por el papel que juega dentro de la colección, ¿cuál sería?

–Eso es imposible de responder. Para mí todo lo que compré es importante. Si no, no lo hubiera comprado. Para adquirir obras nunca me dejé guiar por el criterio de “lo que está de moda”, ni siquiera por juicios historicistas, sino por la calidad. El Georges Pompidou, en París, en la compra de cinco cuadros de Picasso, se puede permitir que uno de ellos no sea “esencial”, pero el Museo de Arte Contemporáneo de Caracas, si debía escoger entre este Picasso y aquel otro, estaba obligado a optar por el mejor y a luchar por él. A veces la pelea era a cuchillo. No hay nada más histérico, duro y difícil que el mercado del arte.

–¿Puedes dar ejemplos de algunas experiencias?

–La compra del Billard de Braque, que pertenece a una serie de “billares” de la cual se sabe que el cuadro adquirido por nosotros es el mejor. Lo ofrecía la galería Louise Leiris, de París. Me dieron el dato y fui a visitarlos. Maurice Jardot, el dueño, me mostró varias obras disponibles pero obvió el Braque. Cuando le dije: “Usted tiene algo que yo quiero ver”, me respondió: “Sí, sí, mañana”. Yo insistí: “Para mí no hay mañana, enséñeme”. Entonces Jardot sacó una transparencia del billar de Braque, pues no tenía el lienzo a la vista en la galería. Detrás de ese cuadro estaba mucha gente. De inmediato le dije que lo compraba, pero Jardot me contestó, no sé si para desanimarme, que para entregármelo tenía que esperar un año entero porque el cuadro estaba comprometido para recorrer no sé cuántas exposiciones alrededor del mundo. Lo acepté, a pesar de que a lo largo de esos meses la obra podía sufrir algún daño. Es una de las joyas de la colección del museo y no hay exposición seria sobre los late works de Braque que pueda montarse sin ella. Por eso, a veces, la cedimos en préstamo.

–¿Y los 100 grabados de la Suite Vollard, de Picasso?

–Estuve detrás de ellos durante muchos años. Yo sabía que Jardot tenía la Suite y logré que nos la prestara para mostrarla. Venía de una exposición en Brasil y llegó de allá tan mal embalada que hicimos un video para mostrarle aquel desastre a la galería Leiris. Así evitaríamos que, si alguno de los aguafuertes de Picasso venía dañado, surgiese la duda de que se debía a nosotros. Jardot se impresionó tanto con nuestro trabajo que comenzó a considerar la posibilidad de vendernos la serie a nosotros.

Un tiempo después, ya clausurada la exposición en Caracas, me fui a verlo a París y le dije que me la llevaba. Y me la traje sin saber siquiera cómo íbamos a pagarla. Mi hija Adriana, que estudió un posgrado en Administración de Arte en Filadelfia, fue una de las personas que más me ayudó a reunir los varios miles de dólares que necesitábamos. Con respecto a Picasso, además de todas las obras de él que compramos, el museo adquirió el Zervos, el catálogo que registra, con una minuciosidad impresionante, todo lo que hizo. Son más de 30 tomos.

–También es legendario que hayas conseguido que obras de grandes artistas que eran propiedad del Banco Nacional de Descuento pasaran a formar parte del museo.

–Sí. Cuando supe que pensaban liquidarlas en Nueva York, me empeñé en que ingresaran a nuestra colección. Estamos hablando de obras de Monet, de Kandinsky, de Nolde, de Utrillo, de Max Ernst. Si ya estaban en Venezuela, ¿cómo podíamos permitir que fueran subastadas a coleccionistas privados en el extranjero? Nos movimos con los liquidadores del banco y logramos el objetivo.

–¿Nunca te equivocaste en la adquisición de alguna obra?

–Si me equivoqué, me falló el ojo, pero no la voluntad. Mi idea era que el museo funcionara como un medio de comunicación, en el sentido de que transmitiera una experiencia al público. Al fin y al cabo, lo que yo soy es reportera. Yo quería que quien entrara a visitarlo saliera de allí con algo vivo en la sensibilidad, así fuese rechazo. Lo mejor que nosotros teníamos era la relación con la gente. Era una relación estrecha, seria, confiable, afectuosa. Los museos existen para que las personas hagan todo lo que se puede hacer con la mirada y con la inteligencia. No solo llegamos a tener un autobús para llevar a las comunidades rurales más remotas reproducciones de las obras que estaban en Caracas. También desarrollamos un programa para poner en contacto a invidentes con nuestra colección, a través de catálogos diseñados en sistema braille. Además, ofrecíamos talleres de dibujo y dábamos conciertos, incluso de Rock n’ Roll, para llamar la atención de los muchachos.

–Por tus contribuciones como fundadora-directora del museo, el 22 de junio de 1990, a través de un decreto de

la Gobernación del Distrito Capital que gozaba del visto bueno del presidente Carlos Andrés Pérez, el Museo de

Arte Contemporáneo pasó a llamarse Museo de Arte Contemporáneo de Caracas Sofía Ímber. Muchos celebraron

la decisión. Otros la criticaron. ¿Y tú?

–Estuve de acuerdo. Porque así como cuando un pintor hace un cuadro y lo firma, o un periodista escribe un reportaje y lo firma, al endosarle mi nombre al museo se estaba reconociendo que lo había hecho yo. Un “yo” que es un plural. No veo cuál es el escándalo. El Centro de Arte de Maracaibo lleva el nombre de Lya Bermúdez y nadie lo critica. E igual hay un museo Soto y otro Cruz-Diez y hubo un Jacobo Borges. Me parece natural e incluso sano porque eso contribuye con nuestra memoria histórica y, en estos casos, además civil. En Venezuela, cuando se hace un homenaje post mortem, salen algunos a decir: “¡Qué horror! ¿Por qué no se lo hicieron en vida?”, y cuando el homenaje es en vida: “¡Qué vergüenza! ¡Esas son cosas para después de muerto!”.

Con tal que siempre habrá los que estén en desacuerdo con cualquier cosa. Sin embargo, esos mismos son los que andan lloriqueando por las esquinas porque este es un país desagradecido que olvida todo muy rápido.

–Luego sucedió lo contrario: el 24 de enero de 2006, una comunicación oficial del Ministerio chavista de la Cultura

informaba que se había ordenado retirarle tu nombre al museo, que hoy se llama, simplemente, Museo de Arte

Contemporáneo. ¿Qué pasó?

–Fue una represalia. Esa decisión se debió a que yo aparecí como firmante de un comunicado en que diversas personas de la sociedad venezolana le exigían al Gobierno que dejara de insultar a la comunidad judía. El ministro Farruco Sesto se molestó y ordenó el “castigo”. No me quita el sueño.

–Pero te gustaría que el museo volviera a llevar tu nombre.

–Sí, no tengo por qué negarlo. ¿Cómo no me va a gustar que ni nombre quede vinculado a una institución que quise como a muy pocas cosas en la vida?

–¿Por qué te mantuviste durante 27 años al frente del museo en vez de darle la oportunidad a otros de dirigirlo? ¿No crees en la carrera de relevos?

–No soy amiga de los cambios generacionales cuando son impuestos. Para mí una gente vale lo que vale pertenezca a la generación a la que pertenezca y tenga la edad que tenga. Estoy convencida de que es muy difícil avanzar en ningún campo si a cada rato se modifican las reglas de juego y se sustituye a las personas. Cuando no se permite la continuidad, estamos en mal camino. Si alguien es cumplidor, si hace bien su trabajo, no veo por qué cambiarlo. Mi idea original era ser directora del museo desde 1974 hasta 1977, pero llegó el 77 y todo marchaba tan bien que me quedé. Por cierto, sin cobrar un solo centavo. Durante los primeros 14 años en el cargo, no tuve un sueldo.

–¿Por qué?

–Porque Carlos y yo ganábamos muy bien como presentadores de Buenos Días y no nos hacía falta más. Para nosotros trabajar en el museo era un servicio público.

–¿Qué hizo que cambiaras de opinión después de tanto tiempo?

–Nunca cambié de opinión: para mí trabajar en el museo fue un servicio público hasta el último día. En cuanto al hecho de haber aceptado recibir un sueldo, allí influyeron dos razones. Primero, que algunas personas decían que mi soberbia llegaba al punto de que desestimaba que me pagaran. Segundo, que hubo un momento en el que empecé a preguntarme cuánto tiempo más podía durar al aire Buenos Días.

–Así como no cobraste durante 14 años, nunca permitiste que se formara un sindicato de trabajadores dentro del museo. ¿Por qué?

–Porque lograba llegar a acuerdos con el personal sin la necesidad de un sindicato. Es todo. No hay ningún misterio detrás de esa circunstancia.

–Toquemos un tema delicado: el robo de la Odalisca con pantalón rojo, de Henri Matisse, una de las pinturas más importantes de la colección del museo.

–Yo no sé nada sobre eso. Yo solo sé cómo la compré. Fui a visitar al marchand Pierre Levai en la galería Marlborough, en Nueva York. Había un cuadro volteado contra una pared y le dije que quería verlo. Pierre me contestó: “No tiene sentido. Es muy caro para ti”. Insistí. Cuando lo volteó y lo vi, le dije: “Es mío”. Y me lo llevé. Costaba 480.000 dólares, reunimos el dinero y lo pagamos. Esa es la historia.

–Ese cuadro se lo robaron del propio museo. Mientras más renuente te muestras a tocar el tema, más contribuyes a las habladurías.

–Una raya más para un tigre. Yo no sé cómo sucedió. ¿Qué hago? Cuando, en 2002, se supo que se habían robado la Odalisca, yo ya no era la directora del museo. A mí me llamó Wanda de Guebriant, experta mundial en Matisse, para decirme que había visto el cuadro original en manos de una persona que quería que ella lo certificara, o sea, que la obra estaba en venta en el mercado negro. Entré en pánico y le dije que tenía que comunicarse inmediatamente con el museo, pues yo estaba out.

Por lo visto ella había tratado de hacerlo pero no lograba que nadie le hiciera caso. Entonces consulté con mi abogado, Juan Martín Echeverría, para que me aconsejara qué hacer. Juan Martín, muy pragmático y muy serio, me recomendó que tuviera cautela y que me involucrara lo menos posible. Y tenía razón. Con lo problemático que había sido mi despido, que estaba todavía reciente, yo no debía prestarme a que se politizara el asunto. Si yo hubiera salido en la televisión, un día sí y el otro también, hablando sobre el robo del Matisse, siendo yo como era una persona non grata para el chavismo, quién sabe qué rumbo hubiera tomado aquello. Pasaron unos meses. Finalmente, la nueva directora, Rita Salvestrini, les informó a los medios de comunicación que la Odalisca original había sido robada y que la que estaba en el museo era una copia.

–¿Tienes alguna información que aclare si el robo ocurrió antes o después de tu destitución?

–No, aunque, como era de esperar, quisieron implicarme sin tener una sola prueba. Sinceramente, solo a un tonto se le ocurre fabular que la persona que tanto luchó por comprar esa obra colaboraría luego para que desapareciera. Absurdo.

–¿Algún día sabremos qué pasó?

–Sería bueno. Así yo también me enteraría y se pondría punto final a un episodio que, por cierto, no es demasiado extraño. Muchos museos del mundo han pasado por situaciones similares. En todo caso, me complace que el FBI haya recuperado la Odalisca, que hoy está de nuevo en Venezuela, de donde nunca debió salir.

–El 10 de febrero de 2015 visitaste el museo por última vez. Caíste allí de sorpresa, sin avisar con tiempo a las autoridades para que te recibieran. Así lo reseñó la prensa. ¿Por qué lo hiciste de esa manera?

–Me provocó. Fui porque quería ver las obras una vez más antes de morirme.

–¿Y qué sentiste?

–Nada.

–¿Nada? ¿Ninguna emoción?

–No. Las salas estaban en buen estado. Me hubiera gustado ir a los baños para ver si estaban limpios, pero no quería parecer un policía. Además, cuando la gente del personal supo que yo estaba allí, fue a saludarme. Y lo hicieron con respeto y con cariño.

–¿No se te arrugó siquiera un poco el corazón?

–No tengo palabras para esto. Por favor. Cuando uno deja a un novio, lo deja y ya está. Así me pasó a mí con el museo.

–Di, al menos, si echaste algo en falta ese día de la última visita.

–Sí. La presencia de un público alegre e inmenso que me permitiera constatar que todo valió la pena. Un museo es un animal vivo, y yo a este lo encontré muerto. ¿Qué es un museo sin gente sino un cadáver? En mi época era una fiesta. Y ya no más.


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