Literatura

“El estilo de los elementos” [fragmento]

05/01/2024

Rodrigo Fresán retratado por Alfredo Garófano

Prodavinci se complace en presentar a sus lectores un adelanto editorial de El estilo de los elementos, la última novela del escritor argentino Rodrigo Fresán (Random House, 2024; a la venta en España el 11 de enero). Este destacado narrador ha escrito una obra compuesta por tres movimientos. El capítulo Movimiento Segundo consta de doscientas cincuenta páginas y transcurre en Caracas entre los años 1975 y 1980, los cinco años en los cuales el autor vivió en la capital venezolana, luego de que sus padres tuvieran que exiliarse en el país tras la imposición de una dictadura en Argentina. Rodrigo Fresán vivió el tránsito de la infancia a la adolescencia en una ciudad que para él fue una fiesta. Vivía en las Residencias Country (Homeland en la novela, al lado de la extinta Juguetelandia). Los nombres y referencias, salvo algunas pocas excepciones son genéricos o inventados —lo mismo que la parte de Buenos Aires (Gran Ciudad I)—. Al hacer esto logra una obra que puede ser leída de manera fluida tanto para un lector que desconozca Buenos Aires o Caracas como para aquel que le despierte sonoras referencias reales. Fresán quiere dejar claro que no es su autobiografía, aunque mucho tenga que ver con su propia vida. El narrador está en una ciudad distante del futuro que es Barcelona (Gran Ciudad III) y desde allí narra haciendo juego entre tercera y primera persona para referirse a sí mismo. Este Movimiento Segundo que transcurre en Caracas (Gran Ciudad II), aunado a las tramas que vienen arrastradas desde Gran Ciudad I, es un retrato de la ciudad en esa época en la que despliega su prosa virtuosa y expansiva, como pocos narradores hoy en día proclives a la brevedad. Es así como el extracto que se presenta narra algunas de las diferencias percibidas entre Buenos Aires y Caracas, siendo el humor uno de los signos de su nueva novela. Land, el personaje central, dice haber encontrado la felicidad en Caracas luego de llegar de aquella ciudad gris (Rodrigo Fresán, de hecho, afirma que el disparador de esta novela fue la película Licorice Pizza de Paul Thomas Anderson, al sentir que la vida de los chicos y chicas en el filme es similar a lo que él vivió en Caracas: un paraíso utópico hecho realidad). Hasta que lo expulsan del colegio (Santo Tomás de Aquino) y no le dice nada a sus padres editores —de paso poco ejemplares y desentendidos de su hijo— sino mucho tiempo después. Durante dos semestres escolares Land se va a las escaleras del centro comercial Salvajes Palmeras (Mata de Coco) y pasa toda la mañana leyendo. Porque Land es un prodigio para la lectura. Y nunca en su vida había leído tanto como a su paso por Caracas. Al enterarse sus padres lo condenan a quemar su biblioteca y le dejan leer un solo libro: Los elementos del estilo de William Strunk con ampliación de E.B. White, que Land detesta y desaprueba y le lleva la contraria porque no se puede aprender a escribir con un manual de escritura (y de allí el juego inverso del título de la obra de Fresán). Es así como va desapareciendo el paraíso que fue Caracas, porque al expulsarlo del colegio le echaron la “Big Vaina” y su vida pasó a ser “Su Caso” en “Su Mundo”.

A continuación, el fragmento de El estilo de los elementos de Rodrigo Fresán:

*

Y qué rara y qué fascinante que se le hace a Land esta Gran Ciudad II en la que ahora vive. En especial cuando la compara con Gran Ciudad I donde nació y de la que viene y llegó.

La Gran Ciudad I donde nació Land era una especie de involuntaria feria temática: una ciudad que quería ser todas las grandes ciudades del mundo sin conseguir ser ninguna del todo y, por lo tanto, tampoco ser ella misma. Un punto lejano en el mapa donde se concentraban todas las lejanías. Una Ciudad más Pod que Vaina, si lo piensa un poco. Pero, de algún modo, allí y en Gran Ciudad I (en todas esas partes de otras partes, una criatura frankenstiana a la vez que draculina, nutriéndose de sangre ajena y cosida de a pedazos) podía contarse con un cierto urbanismo clásico, con una cierta urbanidad, y hasta con planos más o menos precisos y confiables.

Gran Ciudad II, en cambio, era decididamente experimental en su estructura narrativa. Estética que, inevitablemente, contagiará a Land al intentar contar su vida en ella (y no recuerdo quién… me acordaba cuando desgrabé otra cinta pero ya no… Nome… dijo que se le dice a algo «experimental» cuando el experimento salió mal) con talante de ciclotímico y paranoide cut-up ciudadano. Una metrópoli de corte y pega, sí. Un rompecabezas al que le faltan o le sobran piezas y jaquecas. Algo en estado de constante licuación, por lo que no puede llegar a asemejarse a nada, a ninguna otra salvo a sí misma y, por lo tanto, ser indescriptible y casi imposible de definir.

Es como si Gran Ciudad II no tuviese plan ni plano. No hay direcciones precisas. No hay orden ni se lo busca porque se sabe que no se lo encontrará. Todo queda «cerca de» o «al lado de aquello». Aquí, casas y lugares se esfuman de un día para otro. Hay puentes que se alzan a toda velocidad y durante una noche, cuando nadie los ve, y que luego van desapareciendo como en cámara lenta marcha atrás. Las guías son como rumores. Las casas no llevan numeración. Las calles (y las hay que se extienden por apenas media cuadra o que acaban cruzándose consigo mismas) no tienen apellidos, las avenidas tienen demasiados nombres, y el registro civil admite cualquier opción y modelo a la hora del DNI (Land conocerá a un niño nacido el 20 de julio de 1969 que se llama Alunizaje Primero Martínez, y otro que responde al nombre de Hijo de Magdalena y Jesús Altamirano, y los hijos de un piloto de aerolínea que se llaman Douglas DC-1 y Douglas DC-2 y Douglas DC-3).

Y Gran Ciudad II es tal vez más grande que Gran Ciudad I, pero quizás esté menos poblada y abunda en zonas áridas o arrasadas o como inconclusas, como si fuesen bosquejos abandonados. Gran Ciudad II es un extraviado valle perdido. Una versión no radiactiva pero sí más peligrosa de lo que Land ve en las series extranjeras de televisión.

Todo se enreda allí en nudos de autopistas y túneles y en la serpiente contaminada y contaminante de un arroyo convencido de ser río que, recién luego de algún aguacero tropical, se lo cree y toma en serio y se desborda y hasta invita a sus aguas a algún cocodrilo desorientado quien siempre encuentra a un niño al alcance de sus mandíbulas. Y, después, posar a tiro de cámaras de crónica roja y titular catástrofe del tipo «¡SE LO COMIÓ CASI ENTERITO!» con la foto mostrando ese casi: todo lo muy poco que el reptil (sonriendo en la foto) no llegó a comerse.

Y las distancias y los tiempos en Gran Ciudad II son tan relativos y difusos (ya se sabe que nadie, salvo sus abuelos, condujo nunca en la familia de Land; sus padres nunca tuvieron coche, Gran Ciudad I era tan caminable y si uno iba en auto era difícil encontrarse con alguien a no ser que lo chocase o lo atropellase) y por lo tanto no se puede llegar a pie a ningún lado que no esté al lado. Por lo que hay que subirse a desvencijados autobuses (algunos con grandes agujeros en su suelo por los que caen pasajeros y más fotos y más titulares y fotografías acerca de eso) que van y vienen por donde más y mejor les conviene y sin respetar los destinos que anuncian en sus carteles (carteles que pueden llegar a cambiar durante un mismo trayecto si el chofer lo decide o el pasaje se le amotina). La opción a eso es rezar por tener sitio en esas mutaciones de taxi para particulares devenido en vehículo comunal (llamados juguetonamente «carritos-por-puestos»); y allí disfrutar/padecer conociendo a personas a las que nunca se conocería de otro modo. Todos allí sonrientes –en ruinosos carromatos públicos o en flamantes torpedos privados– prisioneros de un tráfico a paso de tortuga de las más lentas interrumpido por la aceleración de pequeños mendigos colgándose de las ventanillas desde donde contemplar las flamantes ruinas del día en aceras repletas de pozos y matorrales y de gente que parece llevar años allí, esperando algo sin saber muy bien qué les espera o, tal vez, sabiendo que seguramente nada les espera. Y aun así a Land esa gente se le hace, a su manera, tanto más feliz y relajada de lo que jamás fueron buena parte de los habitantes de Gran Ciudad I que él conoció. Nadie dice estar aquí escribiendo una novela que no puede escribir. Y no abundan los locos lindos hablando todo el tiempo de ellos sino los locos a secas y más bien feos (porque es feo lo que les pasa) y quienes van por las calles hablando solos y a solas consigo mismos. Y nadie quiere ser visto para así sentirse vivo sino, apenas, ver cómo sobrevivir. Hay algo inesperadamente opulento y amplio en tanta estrechez y limitaciones de esa clase más enana que baja. Allí, en catacumbas sin escalera de subida, una falta absoluta de ambición y codicia. Algo casi beatífico pero sin necesidad de milagro o de fe que lo respalde y lo legitime. Y en Gran Ciudad II las visiones y el hablar en lenguas no son más que consecuencia directa e irrebatible del venerable vaciado de botellas de ron y de cerveza. Se sufre, sí, pero por cuestiones palpables e inmediatas y que no necesitan de la confirmación de estigmas o de la redención de sacramentos.

Y aun así (como constantemente bombardeada por una guerra invisible y desbordante de habitantes despojados de todo bien y apiñándose en laderas recamadas de viviendas de lata y cartón) Gran Ciudad II es la capital petrolera de lo que entonces es uno de los países más ricos del universo. Y ahora allí se vive la época de mayor bonanza de su historia. Y así, también, hoteles de luxe. Y museos high-class que se las han arreglado para adquirir maravillas invaluables. Y mansiones como esas que se muestran como transición entre una y otra escena de telenovelas donde los ricos, entre llantos, acaban admirando a los pobres por ser pobres. Y la clase media suele estar por encima de la media de la clase media de otras grandes ciudades y parece estar compuesta más por padres de compañeritos que por padres de hijos de… Pero el espeso y tan valioso y exportable perfume del nutritivo zumo de dinosaurio (de nuevo: afortunada y esperanzadoramente aún sin plumas) no alcanza a cubrir del todo el hedor de la basura que se amontona en las esquinas junto a semáforos a los que, a pie o en autos, casi nadie les presta atención ni les regala obediencia.

Así, Land aprende a cruzar las calles como si se tratase de un deporte de muy alto pero a la vez horizontal riesgo. Al poco tiempo, es muy bueno en su práctica porque no hay otra opción posible: si no se es enseguida muy bueno en ello, entonces se acaba muy mal rápidamente. Land conocerá en Gran Ciudad II a una persona (el padre de un compañerito) que fue atropellada tres veces y que atropelló dos veces y que, le dice, no va a detenerse hasta conseguir primero el empate y luego la victoria. Y, sí, Land tiene que contenerse para preguntarle qué les dijo a los que atropelló y qué le dijeron los que lo atropellaron.

Pero eso es el afuera en el que mejor no adentrarse demasiado. Así –a diferencia de su vida en Gran Ciudad I– la vida de Land en Gran Ciudad II transcurre, en buena y excelente parte del tiempo, en interiores. Pero estos son unos interiores que contienen sus propios exteriores sin necesidad de salir de allí, como en esas fantasías futuristas de herméticos y muy autosuficientes mundos felices (siempre y cuando no se caiga en la tentación de experimentar la inmunda pero aun así incitante aventura de lo desventurado pero tal vez tanto más interesante que la comodidad un tanto tediosa de lo afortunado).

Sí: el edificio al que llega a vivir Land en Gran Ciudad II es una de esas cápsulas para elegidos. Y el edificio no tiene nada que ver con ninguna de sus casas anteriores y no tiene número sino nombre:

Residencias Homeland (otra land, sí).

Inmueble que ocupa lo que en Gran Ciudad I sería casi toda una manzana. Edificio revestido de ladrillo rojo, balcones con toldos amarillos, plantas trepando por sus flancos y cercado por un jardín-jungla como frontera natural. Perímetro reforzado por verjas a las que disimula con enredaderas para que de este modo nadie de adentro se sienta prisionero ni a nadie de afuera se le ocurran ideas raras.

Y así, de improviso, para Land, la sensación de moverse en una realidad aparte. Y es como si allí, trasplantado, Land ya no tuviese Prehistoria y que todo esto no fuese la Edad Media sino un adelantado y repentino y avasallante y cortesano Renacimiento.

Porque Residencias Homeland –en los bajos de un barrio re- sidencial llamado Prado Feliz– lo es todo, no hace falta nada más.

Es un planeta en sí mismo.

Allí todo sucede adentro, allí dentro hay de todo, incluyendo a un afuera.

Porque el departamento de pronto apartamento (como en el doblaje de las películas en cines y series en el televisor) que han alquilado sus padres está muy bien. Y lo primero que le sorprende a Land, más allá de lo luminoso que es, es la carencia del parquet típico de los pisos de Gran Ciudad I y, en su lugar, ese suelo como de mosaico estilo Los Picapiedra, y que el baño esté alfombrado de un marrón de poco atractivas reminiscencias fecales (pero es un baño donde poder leer sin que se le enfríen los pies). Y no tiene problemas de agua caliente. Y es muy funcional: gran sala con balcón (los padres de Land, siempre tan aficionados, al trompe-l’œil tanto en exteriores como en interiores, en cuerpo y en mente, no habían demorado en pegar a una de las paredes un mural fotográfico de gran jardín con plantas verdaderas y plásticas delante), tres habitaciones (una de ellas reconvertida en estudio de sus padres), la habitación de Land (que incluye biblioteca amurada y ya lista para rellenar), más otra habitación pequeña y de servicio (aunque en Gran Ciudad II no habrá chicas divertidas y re-locas) que devendrá en cuarto de invitados. Y tal vez por grosor de paredes o hermetismo de puertas o por un tan agradecible milagro acústico-espacial, desde la cama de Land no se oye absolutamente nada de lo que se dice o se grita o se ríe en cualquier otro ambiente. Sí, por fin, hágase no la luz atronadora sino la oscuridad del silencio y bendito sea y gloria, gloria, aleluya. Y no es que Land vaya a poder dormir bien: no, sí, Land va a poder dormir y punto.

Y ese apartamento que a partir de ahora es también el inicio de todas las cosas de su nueva vida.

Y más novedades: es una cosa buena de una buena vida. Ese apartamento es como el trampolín desde el que (subiendo y bajando en ascensores con puertas automáticas que aquí son elevadores, Land nunca vio nada así salvo en esas películas de espías pop-ultra-tech que de improviso se ponen a bailar sin el menor motivo) zambullirse hacia la zona común y recreativa de Residencias Homeland más y mejor conocida como El Parque.

El Parque de Residencias Homeland es el afuera del adentro.

Y en El Parque todos los que por allí se mueven son motores de movimiento perpetuo, máquinas de la alegría, reactores de energía atómica, sistemas centrífugos y centrípetos, partículas de un dios que sólo cree en ellos. Y Land (hasta entonces más bien lento y poco ágil) ahora, sin aviso y como descubriendo en sí mismo las menos sospechadas habilidades. Land salta verjas y sube a techos y corre más rápido que nunca y es como si alguien hubiese presionado en él un interruptor cuya función se desconocía hasta entonces. Y era esta: la de no quedarse quieto. Y moverse solo y no siguiendo a sus padres sino alcanzándose a sí mismo. Sí: Land tuvo que viajar tan lejos para poder sentirse tan cerca de sí mismo.


ARTÍCULOS MÁS RECIENTES DEL AUTOR

Suscríbete al boletín

No te pierdas la información más importante de PRODAVINCI en tu buzón de correo